Las observaciones del Ejecutivo:
El derecho de consulta versus el autoritarismo
Alberto Chirif
Hace un par de semanas, los presidentes de la República y del Consejo de Ministros, Alan García Pérez y Javier Velásquez Quesquén, respectivamente, enviaron un oficio al presidente del Congreso, Luis Alva Castro, observando la ley que regula el derecho de consulta de los pueblos indígenas, establecido en el Convenio 169 de la OIT.
La cuestión de las prerrogativas especiales.-
Los firmantes hacen una primera observación, que podríamos calificar de advertencia, que marca el paso de lo que viene luego y expresa la actitud del gobierno ante un procedimiento que le queda largo, en la medida que no es posible esperar que practicantes del autoritarismo primitivo admitan que se instaure un mecanismo democrático de avanzada, como es la consulta previa para el caso de planes y normas referidos a pueblos indígenas. Al inicio de sus observaciones, los presidentes señalan:
“Es necesario que la Autógrafa de Ley establezca, de forma expresa, que el resultado del proceso de consulta previsto, no limita, suspende ni prohíbe al Estado a adoptar decisiones que tengan por finalidad cautelar y garantizar el interés general de la Nación, que debe primar sobre cualquier otro interés. Ello en vista que el Convenio 169 no confiere a los Pueblos Indígenas ninguna prerrogativa sobre los demás miembros de la Nación”.
Que los pueblos indígenas, en virtud del Convenio 169, no tienen prerrogativas sobre los demás miembros del país es una apreciación equivocada. Claro que las tienen, de lo contrario no se hubiera trabajado un acuerdo de esta naturaleza, adoptado en 1989 por la Conferencia General de la Organización Internacional del Trabajo, después de años de reuniones, que tiene en cuenta, como considerandos, “…las aspiraciones de esos pueblos a asumir el control de sus propias instituciones y formas de vida y de su desarrollo económico y a mantener y fortalecer sus identidades, lenguas y religiones, dentro del marco de los Estados en que viven”; el hecho “…que en muchas partes del mundo esos pueblos no pueden gozar de los derechos humanos fundamentales en el mismo grado que el resto de la población de los Estados en que viven y que sus leyes, valores, costumbres y perspectivas han sufrido a menudo una erosión”; y “… la particular contribución de los pueblos indígenas y tribales a la diversidad cultural, a la armonía social y ecológica de la humanidad y a la cooperación y comprensión internacionales”.
Si no son prerrogativas especiales, qué es lo que ha adoptado la Conferencia Internacional del Trabajo, en la que están representados los Estados miembros de la OIT y representantes de organizaciones de los empleadores y de los trabajadores. ¿Es que el Convenio 169, ratificado por 14 países de América y cuatro de Europa no representa más que el producto de la diversión de funcionarios y representantes de organizaciones de empresarios y de obreros que se sentaron durante años para elaborar un texto que contiene declaraciones retóricas y no derechos exigibles?
Es absurdo. Y la mejor explicación del porqué lo es la da la misma Constitución peruana, que señala: que “Los tratados celebrados por el Estado y en vigor forman parte del derecho nacional” (Art. 55)”; que “Los tratados deben ser aprobados por el Congreso antes de su ratificación por el Presidente de la República” cuando traten sobre “Derechos Humanos” y algunos otros temas (Art. 56); que “Cuando el tratado afecte disposiciones constitucionales debe ser aprobado por el mismo procedimiento que rige la reforma de la Constitución, antes de ser ratificado por el Presidente de la República” (Art. 57); y que “Las normas relativas a los derechos y a las libertades que la Constitución reconoce se interpretan de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y con los tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificadas por el Perú” (Cuarta Disposición Final).
Lo que hay que decir es que las prerrogativas de los pueblos indígenas, o comunidades campesinas y nativas como se las llama en el Perú, respectivamente, desde 1969 (ley de Reforma Agraria) y 1974 (ley de comunidades nativas), tiene una historia larga en el Perú. ¿Por qué? Por su condición de originarios, es decir, de estar en el país antes del establecimiento del Estado. La segunda razón tiene que ver con una cuestión de justicia histórica. Desde la Conquista, son los indígenas el sector social más golpeado por la injusticia y la discriminación. Las leyes especiales son, entonces, un mecanismo de compensación histórica conocido como discriminación positiva. Claro que este modo de discriminación corresponde más a la teoría que a la práctica, porque en la realidad las cosas marchan de otra manera, y así el presidente García señala que los indígenas no son ciudadanos de primera y un empresario inmigrante, cuyos padres fueron vendedores ambulantes de telas, los califica de “sarnosos” opuestos al progreso.
Menciono sólo los derechos especiales más importantes reconocidos históricamente por la Constitución y las leyes a los indígenas en el Perú. La propiedad de sus territorios comunales es uno de ellos, y su carácter especial es que antecede al título. Es decir, el título no les da la propiedad sino sólo regulariza la que ya tienen. Dicho de otra manera, los indígenas son dueños de sus territorios con o sin título. Relacionado con el derecho de propiedad está la imprescriptibilidad, la única garantía constitucional que la mutilada Constitución de 1993 aún les reconoce. Esta garantía fue asaltada por los decretos causantes de las protestas indígenas de 2008-2009, que paralizaban los procesos de titulación, expropiaban terrenos comunales donde se ubican instalaciones públicas y, lo peor, reconocían la propiedad de terceros asentados en la comunidad con un mínimo de cuatro años, sin importar que se tratase de invasores.
Otro derecho especial es la autonomía “en su organización, en el trabajo comunal en el uso y libre disposición de sus tierras” que les reconoce la Constitución (Art. 89º), decreto que también fue violentado por normas arbitrarias, como la ley de tierras de 1995 y uno de los decretos legislativos del actual gobierno, que legislaban sobre cuestiones internos, como el quórum para la disolución de comunidades.
Consulta y veto.-
El Ejecutivo alega que el Convenio 169 no da derecho a veto, y en esto tiene toda la razón. Cualquiera que lo lea se dará cuenta rápidamente que no contempla el veto como prerrogativa de los pueblos indígenas. El gobierno cita numerosos textos, algunos de la propia OIT y del Relator Especial de Naciones Unidas sobre asuntos indígenas para afirmar su punto de vista. Es así, sin dudas.
Lo que las observaciones callan es que las consultas están previstas en el Convenio 169 no como una formalidad, como un simulacro, sino como una práctica democrática seria, ya que además de su carácter previo a la toma de decisiones políticas o aprobación de normas, “deberán efectuarse de buena fe y de una manera apropiada a las circunstancias, con la finalidad de llegar a un acuerdo o lograr el consentimiento acerca de las medidas propuestas” (Art. 6º, incisos 2). Es claro que las consultan apuntan a un fin, y que éste es llegar a un acuerdo o lograr el consentimiento. En caso contrario el Convenio considera que la consulta no cumple con la finalidad con que fue prevista.
Esto lo ha entendió muy bien el Relator Especial de la ONU, a quien los presidentes Alan García y Velásquez Quesquén no citan esta vez, mucho menos cuando recomendó, hace unos meses, suspender las concesiones petroleras y mineras hasta que no se pusiera en marcha el mecanismo de la consulta.
Tampoco cita un informe de la Defensoría del Pueblo (Nº 011-2009, de mayo 2009), en el cual este organismo plantea tres posibles resultados de una consulta. En caso de consentimiento de los pueblos indígenas, “la entidad estatal competente debe enriquecer su decisión con los aportes derivados del proceso de consulta, respetando íntegramente los acuerdos adoptados en la Resolución que aprueba la medida”. Si el consentimiento es parcial, dicha entidad “debe enriquecer su propuesta con los aportes de los representantes indígenas formulados en el proceso de consulta, a fin de adecuar la medida o desistirse de ella”. Por último, si no se llegara a un acuerdo, “el Estado debe evaluar su decisión de adoptar la medida, adecuarla o desistirse de ella. Así mismo, debe fundamentar su decisión en las consideraciones derivadas de los hechos y el derecho. Adicionalmente, le corresponde informar a los representantes de la población involucrada la decisión adoptada, así como las razones que lo motivan”.
En resumen, coincidiendo con el documento del Ejecutivo que el derecho de consulta no implica el veto, lo que sí prevé el Convenio como finalidad es el consentimiento Y esto sólo puede lograrse mediante un proceso de diálogo democrático.
El derecho de todos como pretexto.-
El Ejecutivo argumenta que su deber es velar por todos los peruanos y no sólo por un grupo (los indígenas). El tema es que en ese “todos” están los indígenas, y están también, para otros asuntos, otros sectores con derechos y reclamos especiales relacionados con su campo de actuación. Los obreros, por ejemplo, reclaman por lo suyo, y dentro de éstos, los mineros demandan por cuestiones especiales y diferentes a los de construcción civil o a los que laboran en la pesca o en la agricultura. Los empresarios, sin duda alguna un sector más pequeño que el de los indígenas en el Perú, tienen también derechos reconocidos y exigencias que hacer como gremio. Hasta donde recuerdo, jamás el gobierno, ni éste ni anteriores, han descalificado sus reclamos por no representar a todos los peruanos. Digamos que más bien en este punto se ha ido al otro lado, atendiendo a grupos muy pequeños con leyes especiales. Por poner un caso, las que promueven los cultivo para producción de biocombustibles. ¿Cuántos se dedican a esto? Tal vez mi conocimiento sea incompleto, pero por más esfuerzos que hago los dedos de una mano me sobran para contarlos. No obstante, ¿cuántas leyes causantes de los reclamos de los indígenas fueron dadas en su favor y cuántas medidas políticas se han echado a andar para atenderlos?
¿Cómo define el Estado el interés de todos los ciudadanos? Difícil respuesta, sobre todo si consideramos, además de lo ya dicho, que, por ejemplo, frente a iniciativas como la hidroeléctrica de Inambari, no sólo los indígenas han protestado, sino también un conjunto de organizaciones de la sociedad civil de Madre de Dios, de Cusco y de Puno; y que en este último caso, incluso el Gobierno Regional se ha pronunciado en contra del proyecto. También cuestionan el proyecto los ambientalistas, en la medida que la represa afectará la zona de amortiguamiento del parque nacional Bahuaya-Sonene.
Otro ejemplo es la cuestión minera. Tampoco son los indígenas amazónicos los únicos que protestan por esta cuestión por sus malas experiencias, en el caso de la explotación de petróleo, que les ha dejado un gran pasivo ambiental y social. Comunidades andinas también reclaman frente a iniciativas mineras, al igual que otras de la costa. Y a éstas dos hay que sumarles agricultores independientes, muchos de ellos dedicados a cultivos de exportación, que no están dispuestos a perder su medio de trabajo y su fuente de riqueza en aras de un “interés nacional” que en nada se ve reflejado en mejoras de las condiciones de educación, salud y empleo de los ciudadanos.
Y la exportación del gas a precio de regalo, mientras que en el mercado interno el consumidor peruano debe pagar mucho más, ¿es también una política pensada en función de “todos los peruanos” y del “interés nacional”?
Muchas veces, con una frecuencia sobre la que no quiero opinar porque debería hacerse un estudio previo en búsqueda de información objetiva, el concepto de interés nacional sirve para esconder “faenones” de ciertos grupos, tampoco muy numerosos y, en todos los casos, más pequeños que los indígenas, que los obreros e incluso que los empresarios.
Los campos de la consulta.-
Las observaciones del Ejecutivo entran en confusiones cuando los firmantes del documento pretenden fijar los campos en que ésta debe actuar. Señalan, así, que la ley propuesta: “no ha distinguido entre medidas legislativas o administrativas que afecten de manera general a los pueblos originarios (por ejemplo, la aprobación de una ley de tenencia de tierras) de aquéllas mismas medidas que sólo pueden afectar a un pueblo en particular en sus intereses y condiciones específicas”. ¿Por qué plantear la distinción? Si se refiere a pueblos indígenas, hay que consultarla en las cuestiones que los afectan. Nada más.
Las objeciones caen en el ridículo al señalar que el Convenio 169 “no prevé la obligación de consulta respecto de los planes, programas y proyectos de desarrollo nacional y regional”. Por tanto, continúan, al considerar estos planes y proyectos dentro del ámbito de la consulta, el proyecto de ley “amplía innecesaria e inconvenientemente los alcances del Convenio, lo que bien podría paralizar la ejecución de importantes obras de infraestructura para el país”. ¿Qué pretende el Ejecutivo? ¿Limitar la consulta para determinar la ubicación de escuelitas primarias y lozas deportivas en las comunidades?
Presumiendo la mala fe.-
Una de las observaciones más curiosas se refiere a la disposición contenida en la ley de “que las entidades estatales deben establecer bajo responsabilidad las propuestas de medidas legislativas o administrativas que deben ser consultadas” (Art. 9º). El Ejecutivo se exalta y reclama que este concepto (“bajo responsabilidad”) desconoce el principio establecido por la propia ley de que “el Estado tiene el deber de actuar de buena fe, en un clima de confianza, colaboración y respeto mutuo”, ya que conlleva “el supuesto que los funcionarios siempre actúan en desmedro de los intereses de los integrantes de las poblaciones indígenas”.
Al respecto hay que decir que la necesidad de actuar de buena fe contemplada en la ley de consulta, y que repite una idea incluida en el Convenio, no exime de responsabilidad a las entidades públicas y funcionarios que no actúen de esta manera. Resulta innecesario explicar esto debido a los numerosos ejemplos existentes de actuaciones de mala fe. Uno solo: ¿actuaron de buena fe los funcionarios que ordenaron el desalojo violento de la Curva del Diablo, en Bagua, en junio de 2009, teniendo en cuenta que los indígenas habían acordado desalojar la carretera ese mismo día, cuatro horas después de la incursión armada?
¿Actúa el Estado de buena fe el Estado cuando da leyes con nombre propio para favorecer a unos pocos reduciendo los derechos de los otros? ¿Lo hace cuando no escucha los justos reclamos de la población afectada por industrias extractivas?
La identidad en debate.-
El Ejecutivo quiere reducir el concepto de pueblo indígena a “las etnias amazónicas” y a los “grupos no contactados”, y excluir a las comunidades andinas y costeñas. Las razones que da son: la comunidad andina es una institución española creada en la Colonia y “está sustantivamente vinculada a la ciudad, al comercio y a los servicios del Estado”; y que algunas comunidades costeñas “actúan como empresas inmobiliarias en beneficio de sus dirigentes en el negocio de terrenos y playas”; y, en última instancia, que ya estas comunidades no son distintas de la colectividad nacional. ¡Cuánta confusión en la cabeza del señor/señora que redactó este informe firmado por los presidentes de la República y del Consejo de Ministros, y cuánta generalización a partir de la arbitraria manipulación de unos pocos datos!
El concepto de originario alude a pueblos cuyas raíces son anteriores a la invasión europea, a la Colonia española y a la República, que es consecuencia de la evolución histórica de procesos iniciados en la etapa anterior. Pero no quiere decir de ninguna manera que se trate de pueblos que se encuentren en estado “original”, inmutable, igual a como pueden haber sido antes del contacto con Occidente. De la misma manera como los peruanos del siglo XIX no son los mismos que los actuales, las sociedades indígenas también cambian, como tienen que haber cambiado antes de la Conquista. Sociedad es casi un sinónimo de cambio.
Las comunidades indígenas no son instituciones desligadas de procesos mayores, como el comercio, ni rechazan servicios del Estado, como la educación y la salud. Por el contario, los reclaman y, cuando los tienen, exigen su mejora. En todo caso, no es requisito para ser considerado indígena estar apartado del mercado y no contar con servicios que el Estado debe dar a todos los ciudadanos. Esto tiene que ver con una concepción evolucionista del indígena. Craso error: los indígenas no son una etapa de la evolución de la humanidad. En cambio, son, si así lo quieren –porque tiene igualmente todo el derecho a dejar de lado sus diferencias y hacerse parte de procesos mayores-, expresión de un tipo de evolución peculiar que incorpora los cambios en sus propias estructuras. Esto lo han hecho durante siglos (herramientas de acero, armas de fuego, animales domésticos, maquinarias, lengua y ciertos alimentos, entre otros) y pueden seguir haciéndolo.
Definir a las comunidades costeñas como entes que actúan como empresas inmobiliarias en beneficio de sus dirigentes, porque efectivamente existen algunos casos así, nos pone frente a la posibilidad de usar los mismos términos para precisar el trabajo de COFOPRI, a raíz del descubrimiento que su presidente se dedicaba a negociar bienes del Estado en beneficios propio.
Que las comunidades andinas y costeñas son creaciones coloniales, sí, lo son, pero sobre la base de ayllus que son instituciones indígenas o, si se prefiere, prehispánicas. En la historia, señores del Ejecutivo, no funciona el borrón y cuenta nueva, y así como después de la Independencia se continuaron las relaciones de explotación de los indígenas, incluso endureciéndose en muchos casos, así luego de la implantación del régimen colonial los indígenas encontraron maneras de darle continuidad a sus propias instituciones y creencias, y de adoptar otras nuevas a sus propias estructuras.
La situación de los pueblos originarios andinos y costeños fue contemplada en su especificidad en una copiosa normativa colonial, que no los considera como instituciones españolas, sino indígenas. Las Leyes de Indias, por ejemplo, recopiladas y publicadas en nueve libros en 1680 (se pueden encontrar en la página web del Congreso), incluyen uno (el sexto) llamado “Situación de los indígenas, su condición social, el régimen de encomiendas, tributos y otros”. De allí que muchas comunidades actuales tengan títulos coloniales de sus tierras.
Pero así como las comunidades indígenas (andinas y costeñas) fueron creadas por una norma colonial, las amazónicas (llamada oficialmente nativas) lo fueron por una ley republicana de 1974, actualizada en 1978. Le proporciono este dato al redactor del informe del presidente de la República y del Congreso incluso a riesgo de que, a vuelta de correo, esté mandando otro informe para que tampoco las “comunidades amazónicas” sean consideradas indígenas por esta razón. Tal vez sea ésta la manera cómo esos señores quieran solucionar el llamado “problema indígenas” del país, que ya es de larga data.
Además hay que recordar que las comunidades hoy conocidas como campesinas fueron llamadas indígenas hasta 1969, cuando el gobierno consideró que el término era ofensivo, situación que ya ha sido superada y hoy indígena se toma en su acepción exacta: “originario del país de que se trata” (Diccionario de la Real Academia Española). A pesar del cambio de nombre, esas comunidades y las nuevas que aparecieron como sujeto de derechos en esos tiempo (las “nativas” amazónicas) han seguido gozando de derechos especiales en la legislación nacional: la Constitución, las leyes referidas a ambos tipos de comunidades, los códigos Penal y Civil y, finalmente, los convenios y declaraciones trabajados en el ámbito de las Naciones Unidas.
Leyendo esta observación del Ejecutivo, recuerdo el comentario de un lector en Servindi (Servicio de Información Indígena): “Si las comunidades andinas y costeñas no son indígenas, entonces ¿para qué existe el INDEPA?”.
La representatividad.-
La última observación del Ejecutivo tiene que ver con la representatividad de las organizaciones indígenas que participan en los procesos de consulta. Es verdad, es un tema difícil. No obstante, hasta donde conozco, hasta ahora el mayor transgresor de esta norma ha sido el propio Estado y las propias empresas, al menos de dos maneras. La primera es financiando la creación de organizaciones afines a sus planteamientos cuando la existente en una zona se opone a sus planes. La segunda es haciendo consultas a estas organizaciones dóciles aun cuando ellas no tengan ninguna presencia en la zona donde se enfrenta el problema. Éste fue el caso de una organización indígenas que fue consultado sobre la cuestión del contrato con la minera Dorato, que obtuvo un contrato en la Cordillera del Cóndor, a pesar de que ella no tenía presencia entre las comunidades de la cuenca del Cenepa, que son las afectadas por la actividad minera.
Son las propias organizaciones, en coordinación con la población local, las que deberán resolver este asunto, ya que de lo contrario, sin ser adivinos, sabemos de antemano que la representatividad la resolverá el Estado en función de sus propios intereses.
Por buena que sea una propuesta de ley de consulta, si no hay voluntad política no servirá de nada. Y ése es ahora el problema central.