Y por eso, cuando se consumen tomates, éstos deben ser absolutamente de las variedades propias de la zona. Lo contrario no es saludable.

Ésa era la conclusión. Es una conversación antigua, entre profes de instituto, sobre el tema de las variedades “naturales” de productos agrícolas y las variedades “artificiales” (ver producción industrial, transgénicos, cámaras frigoríficas, aditivos alimentarios, todo bien mezclado y metido en un mismo saco).

El nudo del argumento estaba en que la evolución se da en un contexto ecológico concreto y que, de algún modo, los seres humanos estamos adaptados, evolución mediante, a las variedades agrícolas “propias” de nuestra zona. Nuestros estómagos y sistemas nutritivos e immunitarios asumirían mal el consumo de variedades de tomate “extrañas” a las locales.

Se trataba de un profe de sociales. No podía ignorar que el tomate se halla entre nosotros desde tiempos relativamente recientes (hace poco más de 500 años), importado gracias al descubrimiento/colonización/invasión de unas tierras al otro lado del Atlántico, a miles de quilómetros de aquí, un evento bastante relevante en las ciencias sociales.

Tampoco podía ignorar las migraciones y repoblaciones que se han producido desde entonces y intuir sus efectos en la constitución genética de las poblaciones.

Pero aún así, usaba alegremente el argumento de la co-evolución del ser humano y el tomate.

Obviemos la increíble velocidad de co-evolución de las variedades de tomate importadas hace 500 años y el ser humano y la plasticidad genética que eso implica. Obviemos, por ejemplo, que otra práctica alimentaria, como es el consumo de leche en adultos, a pesar haber sido incluída en la dieta mucho tiempo antes, y de forma más generalizada (10.000 años, con el inicio de la ganadería) todavía hoy no ha conseguido esa increíble coevolución ( y hoy en día somos aún bastantes los intolerantes a la lactosa); no ya a la variedad de leche de una raza concreta de vacas. A la leche de cualquier mamífero (vaca, oveja, cabra). Obviemos todo eso. Quizás un profe de sociales no deba saber eso (?).

Aún así: ¿porqué al mismo tiempo insistía en consumir variedades primitivas -casi pre-agrícolas- de cereales? ¿A qué esa manifiesta convicción en consumir tofu, leche de soja, bayas de gogi, algas y otros productos “no co-evolucionados”?

Existe una razón. 

Obviamente no es el espíritu crítico, ni la preocupación por la salud. Se trata de una melancolía ñoña por el retrato tergiversado de una época “natural” en la que un pueblo cerrado genética y culturalmente (etnia?), permaneció feliz y “natural” durante generaciones. Es un relato en el que es placentero refugiarse, aunque series como “Juego de Tronos” se encarguen de destruir (desconozco si acertadamente) esa bucólica escena.
Por eso nos convencemos de que los tomates están con nosotros desde que el mundo es mundo, y que entonces, los tomates, sí que eran buenos. A pesar de la historia. Y a pesar de la bioquímica.

Pero la realidad no tiene piedad con esas ficciones, que recuerdan al ridículo anuncio de Casa Tarradellas que quiere vender como tradicional o “auténtico” un producto tan local como la pizza y con ingredientes tan “añejos” como …el tomate.

Lo que sucede es que usamos el vestido del espíritu crítico y la aparencia de argumentación científica para fundamentar elecciones que no se fundamentan realmente en ello, sino en otras cosas, como la actitud contestataria, la oposición a un sistema económico deshumanizado y la desconfianza de las grandes corporaciones. Actitudes todas ellas necesarias, cuando se usan con tino. Cuando no, es peor. ¿Por qué?

Lo ilustraremos con una anécdota histórica que suele usarse para esos casos (aunque es difícil encontrar fuentes fiables que sustenten que ocurrió): cuando el incipiente gobierno bolchevique empezó sus andaduras, tuvo muy claro que había un grupo importante de disidentes pro-zaristas que harían lo imposible para destruir al Estado bolchevique desde dentro. La Cheka, el servicio de inteligencia de Lenin, ideó una estrategema: creó una falsa disidencia zarista que atrajo a los auténticos rebeldes a un movimiento inoperativo, el MOTsR, controlado por…el estado bolchevique (eso es partido único y lo demás son tonterías). Resultado: los servicios secretos extranjeros cayeron en la trampa y aceptaron al MOTsR como el interlocutor de la oposición interna: espías infiltrados en una organización de “cartón piedra”, disidentes identificados y bajo el control de la Cheka, y años de esfuerzos de disidencia perdidos.

Por eso es peor alegar el espíritu crítico para la toma de decisiones que no lo son. Porque nos quedamos contentos y satisfechos en nuestra disidencia improductiva.

La disidencia sanitaria

Un ejemplo: la disidencia sanitaria según la cual las familias se lanzan a la homeopatía o evitan vacunar a sus hijos, con el argumento de que las empresas farmacéuticas sólo pretenden enriquecerse a nuestra costa, y a costa de nuestra salud.

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Aunque, como sugiere la imagen ese interés puramente económico de las empresas sea cierto, veamos el resultado: la disidencia sanitaria luego compra homeopatía a las mismas compañías farmacéuticas para cosas que no son enfermedades reales en sentido estricto (como la bronquiolitis infantil hasta los tres años, alteraciones del sueño, ansiedad, falta de concentración o muchas pretendidas alergias), sino procesos que mejoran con ejercicio, hábitos saludables, infusiones de hierbas y, sí, alguna vez, si es necesario, medicamentos de verdad.

Las compañías farmacéuticas continúan enriqueciéndose (más todavía, pues es mucho más barato producir un producto homeopático), vendiendo todavía más productos para cosas que no son enfermedades, sino necesidades creadas, para que sean tratadas (la mayoría de las veces, crónicamente) con productos farmacéuticos homopáticos. Y tenemos a la gente convencida de que YA está actuando críticamente. MOTsR.

Y todo eso sin entrar en la base científica del tema, que dejamos para un fantástico divulgador científico como Naukas.

Un falsa disidencia que habita en nuestras aulas con concepciones erróneas sobre homeopatía, transgénicos, cambio climático, vacunas y demás. Concepciones erróneas que (des)atendemos muchas veces a base de memorizar los tipos de limfocitos, los nombres de los gases contaminantes, tipos de inmunoglobulinas y las técnicas de dilución en el laboratorio.

Es fácil entrever dónde nos lleva no afrontar esas concepciones erróneas: a una ciudadanía más maleable, más controlable, más consumista y menos culta. Aunque no haga faltas de ortografía.

Tomemos una decisión

No digo que no debamos tratar la “parte teórica” de los tipos de limfocitos, los nombres de los gases contaminantes, tipos de inmunoglobulinas y las técnicas de dilución en el laboratorio.
Digo de debemos hacerlo en el contexto que haga emerger esas concepciones erróneas, promoviendo la actitud crítica del alumnado. En ese sentido, el trabajo en el aula a partir de la las controversias socio-científicas y las iniciativas que se están impulsando en Investigación e Innovación Responsable (RRI en sus siglas en inglés) es la clave.

Si queremos que nuestros ministros de Sanidad dejen de lleva pulseras “Power Balance”, hay que hacer un esfuerzo para poner el contacto el mundo real y la toma de decisiones a la ciencia escolar, pero también a la escuela en general.

Junto con los profes de sociales, de lengua y de mates. Porque para tomar decisiones no bastará con la ciencia. Hay que saber leer críticamente y argumentar, asumir la justicia, la economía, la sociedad, y la comunicación como parte del análisis y la toma de decisiones, en contextos que tensionen el léxico y los conceptos científicos.

Actuemos

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Jornades de Controvèrsia Sòcio-Científica i Recerca i Innovació Responsable. Ciències per a qüestionar i canviar el món. Pensar, comprendre, decidir. Octubre-Novembre 2015.

https://cienciaicontroversia.wordpress.com/

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Así que me (os) animo a leer un par de artículos para tirar del hilo y consultar un recurso interesante.

Recursos (en castellano) para trabajar controversias socio-científicas en aula: