En una reciente encuesta (MINECO, 2016) a nivel estatal emergió lo que ya se veía venir: más de la mitad de la población otorga mucha o bastante veracidad a Pseudociencias como la homeopatía o la acupuntura. Estos resultados se sumaban a datos de la investigación en didáctica, que describen que el apoyo a las Pseudociencias es también alto entre alumnado de secundaria y profesorado en activo y en formación (Solbes, Palomar y Domínguez, 2018) y que –cuidado, que vienen curvas- esta tendencia correlaciona a nivel académico de una forma paradójica: a mayor nivel académico, mayor es el apoyo a propuestas pseudocientíficas.
Las Pseudociencias y pseudoterapias –la posverdad científica- son propuestas no demostradas científicamente que se presentan como sólidas o fiables. Suelen basarse en errores epistémicos y usar el pensamiento mágico para convencer de postulados no demostrados (Shermer, 2008). Acostumbran a usar un léxico complejo, que las confunde con la Ciencia, como “holístico”, “cuántico” o “resonancia” o conceptos etéreos como “energía”, “harmonía” o “fluido”, a menudo apelando a pretendidas tradiciones o filosofías milenarias. Bioneuroemoción, Reiki y Dietas Detox son algunos ejemplos que pululan por periódicos, radios y televisiones en prodigiosa normalidad. Deslumbrando personas vulnerables que se encuentran en la angustia y la oscuridad del dolor, el desconcierto o la enfermedad. Entretanto, gobiernos y farmacias hacen el saltimbanqui normativo para autorizar la venta y difusión de propuestas dudosas con la apuesta cínica de que cada uno gasta su dinero (y su salud) como le apetece. Y se intensifica la sensación de que la comedia del absurdo se va haciendo cada vez más siniestra.
Pero lo más extraordinario y paradójico es que este apoyo- acrítico- a las Pseudociencias se produce desde el argumento del espíritu crítico, la disidencia y el empoderamiento.
Y seguramente esto tiene que ver con cómo enseñamos y escenificamos en los centros educativos qué es la Ciencia, qué es la Disidencia y qué es el Empoderamiento.
Escena 1. Aula. Una Ciencia escolar hacia un empoderamiento humilde
Creo que no es necesario ir hasta la Ilustración para decir que la Ciencia es una actividad (y una perspectiva) emancipadora. Y cuando los profes de ciencias intentamos dar forma al discurso de la Ciencias y su potencial empoderador, acostumbramos a tenerlo claro: aprender a investigar.
A formularse preguntas, analizar datos, extraer la propias conclusiones. Lo que en otras áreas se llama “pensar por uno mismo” y en la ciencias llamamos “indagar”.
Pero en la práctica a veces patinamos, y generamos una soberbia epistémica bastante pseudocientífica. Me explico. En una actividad que hicimos hace unos años con alumnos de 13 años sobre los tropismos de las plantas (su capacidad de orientar su crecimiento en respuesta a estímulos, como la luz o el agua) –y dadas las limitaciones de recursos en el laboratorio- un alumno decidió que él se preguntaría si las plantas tenían o no tendencia a crecer en dirección a las tizas situadas a 30 cm.
Diseño su experimento con plantas, y sus conclusiones fueron inequívocas: las plantas sí crecían hacia las tizas. Concluyó, gozoso, que existía “alguna cosa” que hacía que “supieran” que había una tiza allí y las atraía. Llegados a este punto, empecé a darme cuenta de la magnitud de mi impericia. Alarmado, intenté hacerlo razonar sobre si eso tenía sentido. Me miró decepcionado, como no sabiendo de qué le hablaba. Me dijo “Pero está demostrado, ves?”. I señalaba, insistentemente, las (3!) plantas.
Creo que con esta versión inocente, esta caricatura de la Ciencia (el célebre Método Científico) hemos alimentado el pensamiento pseudocientífico. Hemos generado soberbia epistémica, la creencia de que es razonable preguntarse cosas a lo loco y posible “descubrir” cosas e interpretarlas sin que nadie nos ayude a controlar nuestros sesgos. Y me pregunto si no estaremos formando mentes pseudocientíficas.
Porque esta versión de la indagación puede usarse para describir muchas Pseudociencias, y se trunca justo donde empieza la Ciencia. Había que continuar. Discutir y argumentar con otros alumnos. Buscar si alguien antes había descrito algo parecido (a favor o en contra). Interpretar las conclusiones a la luz de lo que ya sabíamos hasta el momento –sobre las tizas y sobre las plantas- e invitar al alumno a discrepar y llegar a un consenso con otros, o intentarlo. Llegar a acuerdos sobre de qué cosas estamos muy seguros como comunidad y de cuáles no (lo que los científicos suelen hacer en metaanálisis y congresos). Entender que “las proposiciones de la Ciencia no son sobre lo que es verdad y lo que no. Sino sobre lo que se conoce con distintos grados de certidumbre” (Feynman, 1956).
Escenificar lo que hace que la Ciencia sea Ciencia, y la humildad epistémica que implica.
Creo que tenemos que seguir empoderando al alumnado desde las Ciencias. Pero creo también que tenemos que conseguir proteger a nuestros alumnos de la soberbia epistémica, escenificando una práctica científica más completa, incorporando de manera recurrente la duda y la incertidumbre en nuestra práctica. Y eso también incluye evitar la soberbia científica. Ayudar a los alumnos a entender que eso no va de bloques. Que lo que proponen muchas Pseudociencias (y el resultado del experimento de las tizas) son ideas interesantes. Pero que, de momento, siendo honestos y humildes, tenemos que aceptar que son sólo ideas interesantes. Que el problema de las Pseudociencias no son las ideas interesantes, sino la soberbia de presentar como hechos cosas en las que todavía no estamos de acuerdo. Contra la soberbia epistémica de las Pseudociencias, empoderamiento humilde.
Escena 2. Comunidad. Ciencia como disidencia y para la disidencia
Es una conversación que se repite de modo recurrente en la sala de profesorado. En ocasiones son las vacunas, en ocasiones la homeopatía. En ocasiones, las ondas Wi-Fi. De fondo, la divisa de la “Ciencia oficial” como ente dogmático y adoctrinador, cerrado a alternativas y la necesidad de oponerse para ser críticos. Una idea que tiene sus raíces –bien legítimas- en cómo históricamente el Poder ha hecho (y hace) un mal uso de la Ciencia (Eugenesia), contrapuesta a cómo la Ciencia se ha opuesto (y se opone) al Poder (Cambio Climático). Y es difícil salir de esta dicotomía sin un doble compromiso: 1) Por un lado, entender que también la Ciencia, como actividad humana, tiene sus limitaciones (marcos ideológicos, sesgos personales) y malos usos, y debe ser objeto de escrutinio. 2) Por otro lado entender que la Ciencia es un tipo de conocimiento particular porque se dota de herramientas para detectar esos sesgos y obligarse a considerar ideas alternativas y disidentes. Invitando a ser escrutada y asumiendo la obligación ética no sólo de defender con pruebas las propias conclusiones, sino también señalar las limitaciones de las mismas (Sánchez-Ron, 2018). Y este compromiso no se resuelve con menos Ciencia, sino con más Ciencia. Me explico.
Creo entender el ánimo disidente con el que muchas personas (familias, profesorado), ante un sistema deshumanizado y la desconfianza de grandes corporaciones farmacéuticas, o el estereotipo de la “Ciencia oficial”, optan por ejercer su disidencia apoyando, por ejemplo, a la homeopatía. También el estupor al percatarse de que las mismas compañías farmacéuticas –que fabrican los productos homeopáticos- continúan enriqueciéndose con su disidencia (más todavía, pues es más barato producir un producto homeopático). Ahora vendiendo un producto que no ha demostrado su eficacia, a veces para cosas que no son enfermedades y mejoran durmiendo las horas que hacen falta o haciendo ejercicio. Y como quien no se conforma es porque no quiere, queda siempre la carta “A mí me funciona”, que no queda muy lejos de nuestro alumno con sus plantas y sus tizas de la Escena 1. Hay aquí un espíritu crítico incompleto. Que se legitima desde el espíritu crítico, pero no analiza críticamente cómo puede ser que unas bolitas deshidratadas conserven ningún tipo de “memoria del agua”. Una disidencia naïf (a caballo entre la mística y el consumismo) absorbida por el sistema, convencida de que YA está actuando críticamente.
Y eso tiene relación con nuestro modo de ejercer la ciudadanía: necesitamos estándares mucho más altos de qué significa actuar críticamente. Necesitamos una disidencia más crítica, que no pueda ser absorbida por el sistema, que no renuncie a analizar (también) científicamente las causas y consecuencias. Que sepa acercarse desde la Ciencia a la prensa, la publicidad y las redes sociales ( (Oñorbe, 2015) y las problemáticas y controversias socio-científicas, distinguiendo lo que es científico de lo que no lo es, y no comulgar con ruedas de molino. Que exija un control sobre los fundamentos y precios de las prácticas médicas, el sistema de patentes de los medicamentos y su democratización. Que frene la patologización de problemáticas de origen social, como el consumo de ansiolíticos –o homeopatía- debidas a condiciones de explotación laboral o injusticias sociales. Que reclame una cosa tan simple como tiempo para que los profesionales médicos puedan atender a cada paciente. Capaz no sólo de comprender, sino también de decidir y actuar (Domènech-Casal, 2018, 2019). En definitiva, que use la Ciencia para hacer más potente su sentido crítico.
También de forma global. Porque existe un cierto paternalismo que presenta la Ciencia como un invento occidental que oprime las culturas y tradiciones ancestrales no occidentales, las “otras formas de conocer”. Y lo irónico de todo esto es que precisamente todas las culturas (también las occidentales) vamos consiguiendo –en parte gracias a la Ciencia- emanciparnos de “otras formas de conocer” autóctonas (Frenología, Cosmogonías antropocéntricas, Nueva Medicina Germánica) que se dedicaban – y se dedican- a someternos. Pero en una pirueta relativista despreciamos la capacidad de otros pueblos de participar y emanciparse (desde su propia cultura) en un campo que es de todos, el de la Ciencia. Todo eso para decir que evadir la problemáticas sociales renunciando a la Ciencia lo que hace es debilitar la disidencia, no fortalecerla.
Pienso que uno de los papeles de la escuela es precisamente el de garantizar que existe una disidencia productiva, capaz de provocar cambios en el sistema. Y que eso pasa por ayudar a los claustros de profesorado y alumnado a entender que la Ciencia no está enfrentada con la disidencia sino que es una de sus herramientas más fundamentales e imprescindibles.
Si no hay disidencia, no es educación, es instrucción.
Y si no hay Ciencia, no es disidencia, es evasión.
Escena 3. Centro educativo/Institución. La legitimación de la Pseudociencia en los centros educativos
Imaginad un centro educativo que ofrece una charla sobre el origen extraterrestre de las pirámides. O una presentación colorista sobre las “dudas razonables” que esgrime el terraplanismo. A todo color, en 3D. No, es un mal ejemplo, en 2D. O “pruebas de la CIA” sobre la existencia de la Atlántida, con el argumento de que “la Historia no lo sabe todo”.
Chirría, ¿verdad? Pero sí aceptamos situaciones similares sobre el Feng-Shui, la agricultura Biodinámica o la BioNeuroImmuno(¿Gastro? ¿Osteo?)Emoción.
Esto tiene relación con lo que hemos dicho antes (la disidencia naïf de la Escena 2), pero también con una concepción errónea del papel que jugamos los centros educativos.
Ilustraré eso con un caso reciente. Un centro educativo público organiza una conferencia de un conocido charlatán pseudocientífico, en colaboración con la Diputación regional y un sindicato de trabajadores. Cuando llegan objeciones sobre la conveniencia de la conferencia, la Diputación y el sindicato se desvinculan de la propuesta, que es finalmente organizada por el centro educativo en solitario. La paradoja es que de las tres instituciones que proponían inicialmente el acto, sólo el centro educativo –¡la única que se dedica al conocimiento!- tiene el poco discernimiento de continuar con ello. Incluso la misma inspección educativa menosprecia la importancia del hecho, alegando que se ha programado una conferencia complementaria (¡sic!) posterior, aportando el “Punto de vista científico”. Imagináis conferencias sobre negacionismo del Holocausto con el argumento que ya después, si acaso, invitaremos a un historiador para que el público tenga “las dos versiones”? Pues Isaac Asimov sí imaginaba situaciones parecidas, y lo plasmaba brillantemente en 1890 en la frase grotesca: “Mi ignorancia es tan buena como tu conocimiento”.
Los centros públicos no podemos actuar así. Precisamente nuestra función es evidenciar que el conocimiento sí que hace la diferencia. ¿Cómo puede hacerla, si no distinguimos conocimiento de lo que no lo es? Porque lo que ofrecemos desde un centro educativo, lo legitimamos. Argumentar desde la democracia y la libertad de expresión puede ser un ejercicio interesante de relativismo epistémico. Pero durará sólo hasta que llamen a la puerta los terraplanistas extraterrestres piramidales de la Atlántida, para los que –casualmente- ya no tendremos tiempo, porque no son de nuestro rollo. La legitimidad no puede depender de nuestras fobias o filias individuales. Diría que lo que necesitamos no es un consejo de sabios o un protocolo de dictamine qué es o no “proponible”. Lo que necesitamos es asumir la responsabilidad que tenemos nosotros de ejercer esa militancia epistémica. Que somos nosotros los que tenemos que ser rigurosos. Hacer que la duda epistémica forme parte de nuestra mirada sobre la escuela. Los centros educativos deberían ser un espacio de emancipación, del que los alumnos salieran sabiendo que no todo lo que te dicen es cierto. Conocer la Pseudociencias por sus nombres y sus errores. Estar listos. Estar alerta. Y los primeros que debemos dar ejemplo somos los propios centros educativos, tratando las Pseudociencias como lo que son, y dejando de legitimarlas.
Escena 4. Sistema. Pseudociencias en educación
Y estas tres cosas, también nos ocurren cuando hablamos de educación.
Vivimos un momento de gran empuje innovador. Es una gran oportunidad, porque parece que hay un consenso social insólitamente amplio en que es necesario cambiar la educación. Un momento también de empoderamiento del profesorado, un tiempo para la disidencia de las liturgias escolares (¿Y por qué tenemos que estar en clase todos al mismo tiempo? ¿Y por qué hay que evaluar así?), de los roles profesionales (¿Cómo distribuir el liderazgo pedagógico? ¿Hasta dónde es vocación y hasta dónde es precarización?) y de la misión de la escuela (¿Preparamos ciudadanas, o trabajadoras? ¿La escuela es preparar para, o ya ES?).
Y no somos inmunes a los mismos vicios que afectan a la sociedad en general. Quizás el momento en que he tenido esa sensación de un modo más claro fue en una actividad de innovación en la que los participantes nos propusimos bucear en nuestra memoria y recordar un momento personal en el que aprendiésemos. Comentarlo con otros y buscar puntos en común, generando una lista de “Cosas que hacen aprender”. Fue confortable, verse representado en esa lista. Llegamos a un consenso muy general y a una sensación gratificante, de liberación. ¡La Lista podría ser usada como una guía para el diseño y mejora de la acción educativa! Era fantástico. Todo lo que aparecía en ella era relevante para nosotros. Esa sensación tan agradable fue un obstáculo para percatarnos de que en la lista no aparecía, por ejemplo, el feed-back, lo que hoy en día tenemos científicamente confirmado como comunidad como uno de los factores más potentes de mejora en el aprendizaje (Hattie, 2008). Había que admitirlo. Habíamos estado confirmando nuestros propios sesgos, escogiendo sólo a partir de nuestra propia narración, en un contexto en el que sólo valía añadir, y disentir o discrepar no era amable.
Me atrevería a decir que, motivación a un lado, esta práctica es tan pseudocientífica como común en innovación, y a nivel epistémico no se diferencia mucho de los que dicen que se aprende bien memorizando porque a ellos les fue bien así.
Creo que es cierto que la profesionalización requiere que –en paralelo a los cambios- cada uno construya una narración personal de qué significado. Pero también –para esa profesionalización- necesitamos que las espirales de indagación (sobre lo que hacemos y cómo lo hacemos) incorporen datos y modelos más amplios, menos sesgados, de lo que ya sabemos como comunidad sobre cómo se aprende. Con un contacto más estrecho con lo que dice la investigación en educación. Y tenemos que pedir un compromiso más sólido y crítico al Departamento de Educación, las Universidades e Institutos de Ciencias de la Educación y otros agentes educativos. Que proliferen formaciones dando por consolidadas propuestas pseudocientíficas como las Inteligencias Múltiples, Pedagogía Sistémica, Waldorf, Programación Neuro-Lingüística o Constelaciones Familiares en los espacios responsables de garantizar el rigor educativo es una mala noticia que habrá que ir corrigiendo. Porque si no hay rigor no hay empoderamiento, si no hay ciencia, no es disidencia.
Y esto requerirá sacrificios y honestidad: saber asumir cuándo nuestro discurso no “cuaja”. Aprender a controlar nuestros sesgos. Comprometernos con los alumnos y no con las metodologías. Generar una cultura de creación del conocimiento, con espacios en los que registrar, escribir, comunicar y debatir, donde se promueva la disidencia, el rigor y la duda (Twitter, por ejemplo, no es uno de esos espacios). Podemos partir de espacios que ya existen, pero todavía escasos: grupos de investigación universitarios que incorporan profesorado de escuelas e institutos. Grupos de trabajo de profesorado que invitan a participar a investigadores. Y profesionalizar ese ciclo.
Pienso que estamos asumiendo un nuevo rol profesional en el que salir de la zona de confort, asumir riesgos, empieza a formar parte de nuestra identidad. Pero la verdadera salida de la zona de confort es asumir que podemos estar equivocados. Una cosa que debemos hacer en las cuatro Escenas (Aula, Comunidad, Institución y Sistema) que hemos recorrido en este artículo, y que podemos resumir en:
• Contra la soberbia epistémica, empoderamiento humilde.
• Si no hay Ciencia, no es disidencia.
• El conocimiento sí hace la diferencia.
• La verdadera salida de la zona de confort es asumir que podemos estar equivocados.
Referencias
- Asimov, I. (1980). A Cult of Ignorance. Newsweek. [https://bit.ly/2XZdQpf]
- Domènech-Casal, J. (2018). Comprender, Decidir y Actuar: una propuesta-marco de Competencia Científica para la Ciudadanía. Revista Eureka sobre Enseñanza y Divulgación de las Ciencias 15 (1), 1105.
- Domènech-Casal, J. (2019). Aprenentatge Basat en Projectes, Treballs pràctics i Controvèrsies. 28 experiències i reflexions per a ensenyar Ciències. Rosa Sensat: Barcelona. Edición en castellano en preparación.
- Feynman, R. (1956). The Relation of Science and Religion. [https://bit.ly/29qWz1S]
- Hattie, J. (2008). Visible Learning: A Synthesis of Over 800 Meta-Analyses Relating to Achievement. Routledge: Abingdon-on-Thames.
- MINECO (Ministerio de Economía, Industria y Competitividad). (2016). VIII Encuesta de Percepción Social de la Ciencia. [https://t.co/KrH1UmNwLZ]
- Molina, E. (2019). Las Pseudoterapias. Editorial Popular, Madrid.
- Oñorbe, A. (coord). (2015). Ciencia, Pseudociencia y publicidad. Alambique, Didáctica de las Ciencias Experimentales, 81.
- Sánchez-Ron, J.M. (2018). Ciencia y Filosofía. Unión Editorial: Madrid.
- Schwartz, M.J, (2017). La Izquierda Feng-Shui: Cuando la ciencia y la razón dejaron de ser progres. Planeta: Madrid.
- Shermer, M. (2008). Por qué creemos en cosas raras. Pseudociencia, superstición y otras confusiones de nuestro tiempo. Barcelona: Alba Editorial.
- Solbes, J., Palomar, R., Domínguez, M.C. (2018). En quin grau afecten les pseudociències el professorat? Revista Mètode 96, 29-35.
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Este artículo es la traducción del original publicado en catalán en la web de la Asociación Rosa Sensat.
Pueden descargarse los textos originales en Catalán y Castellano.