Carlos Padrós Reig
Universidad Autónoma de Barcelona
22 agosto 2024
Desde siempre hemos defendido la delicada posición en la que se encuentra el poder público a la hora de ejercer sus competencias en materia de Cultura. La democratización de la Cultura supone la necesaria inhibición del Estado en las múltiples manifestaciones de la creación artística. El Estado debe garantizar el acceso de los ciudadanos a la Cultura pero no inmiscuirse en la producción de la misma. La Cultura se desarrolla fuera del dirigismo estatal de manera libre e incluso incómoda para el poder.
El debate sobre a independencia de la Administración cultural es, sin embargo, complejo. De una parte está la independencia respecto del poder político partidista. No resulta deseable un modelo administrativo de intervención cultural donde las políticas públicas respondan a los intereses del partido gobernante. De otro lado, la independencia debe predicarse también del propio sector para evitar que las políticas públicas culturales queden bajo el control de los operadores culturales ya existentes y consolidados que perpetuaran su modelo cultural impidiendo la aparición de nuevas manifestaciones. Al igual que el Estado tiene un doble cometido de misión-abstención, podemos decir que la organización administrativa cultural tendría una doble exigencia de independencia tanto del poder político como de los intereses culturales dominantes.
Además de ello, la misma organización administrativa debe adaptarse a la materia objeto de regulación. Se necesita para ello un diseño institucional que garantice la autonomía de la cultura mediante una adecuada ordenación orgánica y funcional de la estructura de poder que debe decidir sobre elementos tan importantes como el destino de las subvenciones o la programación de las salas públicas de teatro o auditorios públicos de música.
Según VAQUER CABALLERÍA , tres son los elementos que deben tenerse en cuenta para garantizar esta neutralidad de la misión-abstención de la Administración pública cultural:
a) Autonomía. La autonomía es un status jurídico graduable y las organizaciones administrativas cumplen muy diversas funciones en el campo cultural. El mismo principio constitucional que garantiza la autonomía de alguna de las más altas instituciones públicas de Cultura debe extenderse a las restantes en una interpretación sistemática y finalista de la Constitución. La intensidad de su aplicación podría modularse según la función atribuida a tales instituciones sin alejarse de la promoción y garantía de las libertades culturales. Las leyes y reglamentos proclaman como autónomos o autárquicos, además de las Universidades, a numerosos organismos culturales en nuestros países. Ahora bien, la autonomía de una organización pública no se sigue inmediata ni necesariamente de su proclamación normativa. Hace falta que la misma se dote de contenido que la configure como una capacidad efectiva, aunque limitada, de autogobierno. Para ello, las dimensiones (autonomía normativa, organizatoria, presupuestaria, económico-financiera) y los instrumentos (forma de nombrar y cesar a los titulares de los órganos de gobierno, existencia o no de fiscalización de sus actos – mediante aprobación previa, derecho de veto o vía de recurso, por ejemplo- por el órgano superior o la Administración matriz, competencias de que se le dota, medios para su ejercicio) de la autonomía son muy variados.
b) Descentralización territorial / funcional. La descentralización es, en el Derecho español, un principio constitucional general de las Administraciones públicas (art. 103.1 CE) que, en materia cultural, cobra todo su sentido. Así es en efecto porque en esta materia, como sabemos, los poderes públicos tienen una misión irrenunciable de promoción, de forma que su neutralidad -que también viene exigida para no violar las libertades culturales ¬no puede fundarse en la abstención. Pero sí cabe buscar una neutralidad basada en la “confrontación” o la competencia entre poderes públicos. HÄBERLE llamó la atención de esta dimensión del pluralismo, la que se refiere al reparto del poder estatal y no del social, para afirmar que de la rivalidad de varios centros culturales estatales (él se refiere a la pluralidad territorial de los Estados en el modelo federal alemán) puede surgir libertad personal y diversidad plural para el creador Cultural. La idea misma de la descentralización, y por tanto que ésta sea territorial o funcional siempre que se acompañe de la autonomía de las diversas Administraciones u organizaciones dotadas de competencia, tendrá por efecto el pluralismo en el proceso de decantación o determinación de los intereses generales de la Cultura, y ello favorece la autonomía de ésta.
c) Participación. La Administración cultural está llamada a respetar la autonomía de la Cultura, para lo que debe actuar con neutralidad. La mejor forma de garantizar esta autonomía es dando participación en la gestión de la propia comunidad cultural, introduciendo la Administración cultural fórmulas de autoadministración. Todas estas formar de participación buscan la legitimidad del ejercicio en la gestión pública cultural, apoyadas en el prestigio y la cualificación de los gestores o sus asesores, según sea el caso. En cualquier caso, no se trata de hacer una Administración al servicio de una cultura de élite. Esta participación experta o cualificada (característica del Estado de Cultura) bien puede combinarse con la participación cívica ordinaria (característica del Estado democrático).
Con respecto a la autonomía, podemos decir que la idea de autonomía en el campo de la Administración cultural posee sutilezas que es necesario explicitar. Existe una fuerte tendencia a considerar la neutralidad del Estado como esencial al pleno desarrollo de la Cultura. Según, tal concepción el Estado debería ocuparse de crear las condiciones para que las personas vinculadas al campo cultural desarrollasen su trabajo. Pero, esa comprensión no es totalmente pacífica. Por el contrario, la cuestión del papel del Estado en relación a la Cultura muchas veces aparece de manera ambigua, oscilando entre la defensa de un papel transformador e intervencionista y la defensa de una neutralidad estatal.
Si en el primer caso no es deseable un intervencionismo partidista, hay también, en el segundo caso, el riesgo de contribuir a la construcción de un ideal de autonomía de los campos restringidos de la Cultura. A partir de esa constatación, se puede construir la idea de que la mejor manera de que el Estado contribuya al libre y democrático desarrollo de la Cultura sería transferir la acción administrativa al control de las personas que entienden de Cultura y que actúan en la área. Pero ello puede presentar un aspecto equívoco, pues, como afirma BOURDIEU , los campos restringidos de la Cultura no son neutrales, sino que reproducen de una manera irreconocible la estructura de dominación social a través de las manifestaciones culturales.
O sea, según el autor francés hay una relación entre el campo de las clases sociales y los campos de Cultura. Así como hay, en el interior del Estado, disputas por el poder, a través del control del aparato estatal, hay en el interior de los campos restringidos de la cultura una competencia por los puestos con más capacidad de intervención en el interior de los campos. En el Estado, el control es ejercido por las personas que poseen el mayor capital político. Lo mismo pasa con los campos de la Cultura: el poder está en la acumulación de un determinado capital cultural. En la lucha de clase el poder reside en el capital económico, siendo ese capital distribuido de forma desigual. En los campos restringidos de la cultura el poder está vinculado al capital cultural que es también distribuido de manera desigual. Las personas dominantes en los campos restringidos, que poseen el mayor capital cultural, luchan para “defender el monopolio y excluir a la concurrencia”, y los nuevos, con menor – o menos reconocido – capital artístico, luchan para adentrarse y participar de los campos, procurando subvertir, quebrar el monopolio.
Así, democratizar la cultura no puede significar que las instancias de decisión sobre las cuestiones específicas de la cultura sean controladas única y exclusivamente por los miembros de los campos restringidos de la Cultura, pues esto puede significar sencillamente una autonomía para mantener privilegios de algunos. Las administraciones deben intervenir, para democratizar la Cultura. O el Estado debe participar como agente efectivo en los campos de la Cultura, actuando en la redistribución del capital cultural, el que virtualmente posibilitará una mejor inclusión, participación, representación de otros estratos sociales en los campos. En ese sentido, la autonomía de las organizaciones para la gestión cultural debe vincularse a los principios generales que beneficien la colectividad y a la participación ciudadana.
Aparece ahora el Decreto andaluz 117/2024, de 18 de junio, por el que se crea y regulan las competencias, composición y funcionamiento del Consejo Andaluz de la Cultura y de la Comisión Asesora del flamenco, que viene a unirse a otros modelos ya existentes: por ejemplo, Decreto foral 86/2020, de 25 de noviembre, por el que se aprueba el reglamento por el que se regula la composición, organización y funcionamiento del consejo navarro de la cultura y las artes; Decreto 26/2012, de 5 de julio, por el que se crea y regula el Consejo para las Políticas Culturales de Castilla y León.
La nueva estructura administrativa responde, según veremos, solamente a una de las características que hemos visto: la participación. El premábulo de la norma así lo explicita: “(…) el Consejo Andaluz de la Cultura, (…) se configura con una doble condición. Por una parte, promueve la integración en la organización administrativa del sector de la cultura, en sus diversas manifestaciones, en Andalucía, a fin de que éste pueda expresar sus opiniones e inquietudes, participar activamente y contribuir a la configuración de una comunidad autónoma más implicada si cabe, en el desarrollo y proyección de la cultura. Por otra, el papel consultivo que se le confiere permitirá a la Administración de la Junta de Andalucía un conocimiento más cercano a la realidad y la posibilidad de optimizar sus actuaciones en el sector.”
El Consejo se estructura internamente en tres órganos: Pleno, Comisión Permanente y Comisión Asesora del Flamenco. En lo que refiere a la composición del Pleno, reúne a 28 miembros, de los cuales, 14 son representantes gubernamentales. Lo mismo puede decirse de la Comisión Permanente (16 miembros de los cuales 8 son funcionarios de la Junta con rango de secretarios generales, secretarios generales técnicos o directores generales. El presidente o la presidenta de cada órgano ostenta voto de calidad dirimente de manera que siempre se asegura cierto control sobre los resultados.
En la participación sectorial, se incluyen asociaciones de empresarios (2), sindicatos (2), organizaciones de consumidores (1) y “personas técnicas o expertas de reconocido prestigio en los distintos ámbitos culturales que, por sus conocimientos y experiencia acreditada en los distintos ámbitos de la cultura pueden realizar aportaciones de indudable valor para el enfoque de las distintas actuaciones y acuerdos que hayan de adoptarse para el cumplimiento de los fines del Consejo y serán nombradas por la presidencia a propuesta de la persona titular de la vicepresidencia del Pleno. (7).
Ni por la composición ni por el sistema de elección no estamos más que ante una administración consultiva que no goza de demasiada autonomía. En otros foros (Actas del XVII Congreso de la Asociación Española de Profesores de Derecho Administrativo, celebrado en la Universidad Pablo de Olavide, de Sevilla, los días 26 a 28 de enero de 2023 y publicadas por INAP. Disponible en https://www.publicacionesinap.es/products/20-anos-de-la-ley-general-de-subvenciones-ebook?_pos=1&_psq=20+a%C3%B1os&_ss=e&_v=1.0 ) hemos destacado el fallido ejemplo del Consell Nacional de la Cultura i de les Arts en Cataluña: “La innovadora experiencia del CONCA como administración apolítica responsable de la concesión de subvenciones culturales tuvo una vida notablemente efímera (2009-2011) y puso en evidencia la distancia entre predicar y dar trigo. La Ley inicial de 2008 (Ley catalana 6/2008, de 13 de mayo) fue rápidamente modificada y se experimentó el cambio de objetivos de la institución cultural que pasó de ser una tentativa de verdadera administración decisoria independiente e imparcial a un mero órgano consultivo en la política cultural pública.
En la muy calificada opinión de los integrantes del primer CONCA, la nueva regulación supone un retroceso en varios aspectos: vuelta a la gubernamentalización de las políticas culturales; recentralización política y administrativa y retorno en manos de responsables políticos de la concesión de ayudas. El nuevo modelo resultante no es ni más ágil ni más eficiente sino que vacía al CONCA de contenidos fundamentales y ello explica por qué todos los miembros del Plenario renunciaron en 2011 al cargo.
En definitiva, las reformas tuvieron poco que ver con la eficiencia y la racionalización del sector público, ni con la agilización de los procedimientos. Simple y llanamente, el nuevo legislador abandonó el modelo de Administración pública cultural participativa e independiente en el modelo clásico de Administración controlada por el poder político. Y es que tal vez en ningún sector como en el de la Cultura puede evidenciarse más claramente que la actividad de fomento es también uno de los modos de intervención administrativa que se detallan en la clásica tripartición de Jordana de Pozas.” (cfr. DESDENTADO DAROCA, E. (dir. y coord.): El marco legal de la Cultura y la creación artística. (Un estudio interdisciplinar), Valencia, Tirant lo Blanch, 2023. En especial capítulo V.)
Con el Decreto andaluz, se constata la falta de especificidad administrativa de la materia cultural. El poder político se muestra renuente a conceder autonomía y capacidad ni tan siquiera a los órganos meramente consultivos en un sector tan sensible como es la Cultura.