Comment on…. “Eppur si muove: la Cultura, Derecho fundamental” de Encarnación Roca Trías.

Carlos Padrós Reig
Catedrático (Ac.) de Derecho Administrativo y Derecho de la Unión Europea
Universidad Autónoma de Barcelona
carlos.padros@uab.cat

19 mayo 2022

Acaba de aparecer el libro homenaje al polifacético profesor Luis María Cazorla Prieto (Estudios en homenaje al profesor Luis María Cazorla Prieto. Luis Cazorla González-Serrano (dir.), Pablo Chico de la Cámara (coord.), José Luis Peña Alonso (coord.), Alejandro Blázquez Lidoy (coord.), Alberto Palomar Olmeda (coord.) Editorial Thomson Reuters Aranzadi, Madrid, 2021. Vol. 1: ISBN 978-84-1391-424-4; vol. 2: ISBN 978-84-1391-420-6). Se trata de una obra en dos volúmenes repleta de contribuciones de destacados y destacadas juristas españoles, agrupados en varios temas de su propia disciplina (el Derecho tributario) y otros. Para nuestro interés subrayamos la contribución (pp. págs. 1461-1479) que realiza la profesora y magistrada Encarnación Roca, quien fuera además de catedrática de derecho civil y magistrada de la Sala I del Tribunal Supremo, vicepresidenta del Tribunal Constitucional entre los años 2017-2021.

La frase que da título a la contribución de Encarnación Roca se atribuye a Galileo quien ante el Tribunal de la Inquisición se vio obligado a retractarse de su teoría astronómica por la cual, era la tierra la que giraba alrededor del sol y no al revés. Galileo cuestionó el dogma tradicional y, pese a la pública abjuración, desafió a las autoridades eclesiásticas al reafirmar que aun así, la tierra se movía. La frase resulta idónea como frontispicio de lo que va a exponer la autora: la superación de la interpretación tradicional del artículo 44.1 CE según la cual, la Constitución protege el derecho de acceso de los ciudadanos a la cultura pero no a la cultura misma. La propuesta – estemos de acuerdo o no – resulta de imprescindible abordaje, tanto por su originalidad como por la autoridad de la pluma.

1. La concepción tradicional.

El artículo 44.1. CE se expresa en los siguientes términos literales:

“Los poderes públicos promoverán y tutelarán el acceso a la cultura, a la que todos tienen derecho”

Para la dogmática tradicional que ha estudiado el tema (PRIETO DE PEDRO, J. Cultura, Culturas y Constitución. Ed. Centro de Estudios Constitucionales, Madrid 1992; TAJADURA, J. “La Constitución cultural” Revista de Derecho Político n. 43, 1998), la redacción constitucional garantiza el acceso a la cultura y no la cultura misma. La cultura es un fenómeno que preexiste a la organización política y cuya libertad debe preservarse (deber negativo o de abstención). La generación de manifestaciones culturales no sería pues una responsabilidad exigible jurídicamente al poder constituido sino que la cultura existe autónomamente y los poderes públicos lo que hacen es generalizar su acceso y difusión, así como promover su desarrollo.

Esta interpretación tradicional separa, pues, en dos ámbitos distintos la libre creación cultural y el poder. Se proscribe la interferencia de la política en la creación, así como la existencia de artistas y creadores de Corte (como había sido tradicional en el antiguo régimen). Precisamente, el triunfo de los sistemas democráticos supone la extensión de la cultura a toda la sociedad y la consecuente generalización de los derechos culturales. Es inconcebible que un Estado democrático sea un Estado elitista en cuanto al acceso a la cultura. El sistema social basado en la democracia popular y en la igualdad entre ciudadanos y ciudadanas comporta un sistema cultural donde la posición del Estado es básicamente liberadora, es decir, donde el Estado tiene la obligación de generalización de la cultura. Esta obligación se desarrolla precisamente mediante una generalización del acceso a la misma.

Para que un Estado sea un Estado democrático y de Derecho, éste ha de ser también un Estado de cultura, en el sentido de abordar la cultura como una de sus políticas públicas. Según Álvarez, “a esta sociedad de cultura tiene que corresponder una nueva concepción del Estado, el Estado de la cultura, cuyo papel no consiste en dirigir, controlar o crear la cultura, sino en mejorar los niveles de educación, garantizar el acceso de todos a la cultura y a la libertad de creación cultural, conservar el patrimonio cultural y natural, fomentar y promover el interés y gusto por todas las actividades del espíritu, extendiendo el grado de conocimiento de todas las personas en los campos de la cultura, el arte y la ciencia”. (ALVAREZ ALVAREZ, J.L. Sociedad, Estado y Patrimonio Cultural. Madrid, 1992).

De este modo, se conjura la oficialización de determinada cultura según el momento político. Pero también se cierra el paso a los temores a que el derecho a la cultura se convierta en una demanda social de prestaciones positivas y concretas.

Existe pues un claro mandato a los poderes públicos de generalización de la cultura y éstos deben desarrollar los instrumentos necesarios para permitir la plena igualdad entre los ciudadanos con respecto al acceso de la misma. Este mandato chocará en muchos casos con las desigualdades inherentes a la estructura social. En otras palabras, el Estado no puede eliminar de golpe las diferencias sociales y económicas que sitúan a unos ciudadanos en una posición aventajada con respecto a otros, también con respecto a la cultura.

En definitiva, el acceso de la cultura se promueve fundamentalmente a través de la organización y puesta en funcionamiento de servicios públicos (por ejemplo, la enseñanza básica pública y gratuita) pero la prestación de estos servicios no es propiamente el contenido del derecho a la cultura sino una técnica para cumplir el mandato constitucional.

Por todo ello se afirma que la cultura más que un derecho es un valor del ordenamiento que se presenta como un concepto metajurídico no exigible directamente ante los Tribunales. El rasgo fundamental de dichos conceptos es su abstracción o inconcreción. Como especifica uno de sus principales estudiosos (VAQUER CABALLERÍA, M., Estado y Cultura: la función cultural de los poderes públicos en la Constitución Española. Editorial Centro de Estudios Ramón Areces, Madrid, 1998) “En el Estado de cultura, el valor de la cultura despliega su eficacia a través de diversos principios como la libertad de creación, el pluralismo y el progreso de la cultura. Entre los principios que median entre el valor y las concretas reglas culturales cabría distinguir dos órdenes. En el primer orden aparecen el pluralismo y la autonomía culturales como principios que sintetizan el concepto mismo de cultura para el llamado Estado de cultura. En un segundo orden, referido a la misión cultural de los poderes públicos en el Estado de cultura, podemos enunciar los principios de: a) libertad cultural entendida como una dimensión de la libertad de expresión y que se articula en unos derechos subjetivos de libertad que deben ser respetados por los poderes públicos; b) desarrollo cultural que exige una acción positiva de los poderes públicos en aras a la conservación y la promoción de la cultura y que se traduce en derechos subjetivos de prestación.”

Cfr. como resumen de lo expuesto DIEZ SARASOLA, “El derecho constitucional de acceso a la Cultura” Diario La Ley nº 9838, de 22 de marzo de 2019.

2. La cultura como Derecho.

La autora propone una interpretación constitucional superadora de la doctrina tradicional. La cultura sería un verdadero Derecho que debe ser accionable y no solo protegido. El precepto constitucional no se limitaría al acceso a una cultura preexistente sino a garantizar la cultura misma. La Administración pública tendría respecto a la cultura una especie de obligación de resultado. El contenido de este deber finalista consiste en imponer una acción positiva dirigida a realizar la consecución de la efectividad y plenitud de la igualdad de todos en la vida cultural colectiva. La cuestión se ha revelado de crucial importancia a raíz de las variadas restricciones que han sufrido el sector cultural a causa de la pandemia de la COVID-19, reclamándose la naturaleza de servicio esencial a la cultura.

Hace medio siglo, la conferencia de la UNESCO de 1970 ya planteaba la existencia de la cultura como un derecho del hombre tanto individual como colectivamente considerado. Los Estados tienen la obligación de adoptar las medidas necesarias para la conservación, el desarrollo y la difusión de la cultura. Sin embargo, cabe preguntarse ¿cómo se protege este derecho ? Se puede realizar un doble enfoque: a) cuando la cultura se genera de forma espontánea, la actividad del Estado debe ser puramente negativa es decir, el respeto al derecho a la Cultura manda la no interferencia del Estado respecto a este proceso íntimo de desarrollo cultural; b) sin embargo, cuando la cultura no se genera espontáneamente o se hace de forma insuficiente (como siempre será el caso), el Estado debe asumir un papel de promoción y tutela de ese derecho ciudadano a la Cultura. En este caso sí se trata de una actividad positiva de prestación, ya sea directa o indirecta.

La intangibilidad del concepto cultura y el reconocimiento que ninguna actividad bastará nunca para alcanzar una plenitud cultural nos lleva a reconocer que el papel del Estado es el de garantizar los medios que facilitan la cultura (la instrucción, las artes, la ciencia, etc.). La promoción y la tutela de la cultura implica la exigencia de una actividad pública en orden al desarrollo cultural, actividad que abarca básicamente la protección de los bienes culturales (patrimonio histórico-artístico) así el fomento y la prestación de servicios culturales. Vemos pues en esta concreción la plasmación de los tres tipos de actividad administrativa clásica: limitación, fomento y servicio.

En esta línea, la contribución de Encarnación Roca, presenta las siguientes premisas básicas que resumimos aun a riesgo de empobrecer sus muchos matices:

– El texto constitucional no ofrece una definición de lo que deba entenderse por Cultura, de modo que sus contornos son de definición extraconstitucional. La Constitución utiliza el mismo término en diversas ocasiones con distinto contenido y finalidad. El esfuerzo académico por aprehender el contenido resulta en gran parte fútil.
– Los principios rectores de la política social y económica son dignos de protección de manera análoga a los derechos subjetivos. No se trata de un mero mandato al legislador o de su carácter meramente informativo de la práctica administrativa y judicial. Los principios – entre ellos el del Derecho a la cultura – gozan de garantías puesto que “la colocación del artículo (44.1 CE) en el capítulo correspondiente a los principios rectores no lleva a concluir que goce de garantías inferiores sino distintas.”
– El precepto constitucional, admite en su interpretación gramatical dos proposiciones básicas: (i) los poderes públicos promoverán y tutelarán el acceso a la Cultura; (ii) todos los ciudadanos tiene Derecho a la Cultura.

Nótese que el cambio con la interpretación tradicional arroja unos resultados notablemente dispares. De esta guisa, la cultura, en tanto que creación humana esencial, queda integrada en la protección del conjunto de la dignidad de la persona. El art. 44.1 CE protegería el derecho de toda persona a la creación cultural. La dicción literal del precepto habla de que todos tienen Derecho a la Cultura, no de que todos tienen Derecho de acceso a la Cultura puesto que esta segunda interpretación requeriría una concordancia gramatical “al que todos tienen derecho”. Por lo tanto, el derecho refiere al concepto de cultura y no a su acceso. En palabras de la autora “el derecho a la cultura en el significado de la segunda parte del primer párrafo del art. 44.1 CE es un derecho fundamental, y su contenido está formado por los derechos recogidos en el art. 20 CE básicamente”.

Pero el texto no se detiene ahí sino que indaga sobre la obligación que esta nueva significación impondría sobre los poderes públicos. En otras palabras, ¿se agota el contenido al Derecho a la Cultura en la inhibición y la protección de la libertad individual? De nuevo, la respuesta es compleja.

En la concepción tradicional que encierra el artículo 44.1 CE en un solo derecho (el acceso a la cultura), resulta que el ciudadano se encuentra siempre ante los límites de la configuración legal y de las disponibilidades presupuestarias. Nuestro acceso a la cultura es en gran medida contingente de cada gobierno y cada presupuesto, lo que la autora califica críticamente como “una mera proclamación teórica, sin ningún resultado práctico.” En la nueva concepción, el poder público debe imperativamente no solo promover, proteger o tutelar la cultura sino poner a disposición los medios necesarios para garantizar la efectividad del Derecho.

3. Problemas de implementación de la nueva concepción.

Intuitivamente, cualquier avance o progreso en el ámbito de los derechos fundamentales parece que debe aplaudirse. Sin embargo, la construcción del nuevo derecho a la cultura se topa con un problema más general cual es el valor de los principios rectores de la política social y económica. El debate no es exclusivo de la cultura sino que, como la misma autora reconoce en varios pasajes, lo es también de la salud (y nosotros añadimos del medio ambiente, o el trabajo o la vivienda). ¿es realmente pensable que los ciudadanos gocemos de un derecho a la salud sin la existencia de una organización pública especifica que preste este servicio?; ¿puede hablarse de derecho a la salud cuando las administraciones no ponen a disposición los medios humanos y materiales necesarios para atender a la población? Todos los derechos – es decir, tanto los comprendidos en el ámbito de la protección del recurso de amparo, como los que derivan del cumplimiento de los principios rectores – deben tener algún grado de protección. Pero la sistemática constitucional los coloca en posiciones distintas cuando se refiere a su exigibilidad y protección. La nueva construcción diluye la distinción entre derecho subjetivo y principio rector.

También a resultas de la implementación de la nueva concepción va a presentarse el problema de la interferencia política sobre los contenidos que dan cumplimiento al derecho. Si el Estado debe poner los medios que hagan posible la efectividad del derecho, seguramente necesitamos un tipo de administración distinta a la existente para tratar con un tema tan extremadamente delicado como son las expresiones culturales. Tuve ocasión de exponerlo hace algún tiempo con ocasión de la conmemoración del centenario de la Dirección General de Bellas Artes.

La necesidad de aislar la política cultural de los vaivenes electorales parece ser una justificación poderosa para la existencia de un modelo organizativo de Administración pública que goce de cierta independencia y autonomía funcional de la estructura jerárquica tradicional. Para Fumaroli, hay que evitar la discrecionalidad entendida como dosis de capricho y tendenciosidad política sobre la gestión de los asuntos culturales (FUMAROLI, M. El estado cultural. Ensayo sobre una religión moderna. Acantilado, Barcelona, 2007). La política cultural, ya sea desde el Ministerio de Cultura, desde los Departamentos competentes de los Gobiernos autonómicos o incluso desde la más modesta Administración local, puede lograr una mayor continuidad y eficacia si se aísla de los ciclos electorales y los debates partidistas. Este modelo es en gran parte inédito en España, donde la fracasada experiencia catalana del CONCA (Consell Nacional de la Cultura i les Arts) no resulta más que una amarga anécdota. A pesar de las pías intenciones del legislador, expresadas en una conmovedora exposición de motivos de la Ley catalana 6/2008, la realidad es que el modelo innovador de administración pública cultural que suponía el CONCA no llegó nunca a funcionar.

El reto administrativo que supone esta nueva interpretación constitucional debería acompañarse precisamente de la configuración de una Administración cultural tan activa y eficaz como neutral en los contenidos. (cfr. el modelo el Arts Council of England, puede consultarse en https://www.artscouncil.org.uk/ ). La organización administrativa debe modularse según la materia objeto de regulación y se necesita para ello un diseño institucional que garantice la autonomía de la cultura mediante una adecuada ordenación orgánica y funcional de la estructura de poder que debe decidir sobre elementos tan importantes como el destino de las subvenciones o la programación de las salas públicas de teatro o auditorios públicos de música. De otro modo, “una cultura de estado llevada a sus últimas consecuencias puede producir aberraciones, o también menos vistosas pero igualmente perniciosas, consecuencias de seguir los dictados de la moda”. En su formulación más teórica cfr. ARROYO JIMÉNEZ, L. “Derecho administrativo y Constitución española.” Revista de Administración Pública nº 209, 2019, pp. 145-174.

Y finalmente, la autora abre otra reflexión no menos importante: el deber de prestación de políticas culturales pesa sobre los poderes públicos, pero no únicamente. El papel del mecenas o benefactor cultural tan extendido en otros lares se encuentra todavía en estado de franca anemia en España. Seguramente para salir de las fauces de la politización de la cultura, se recela caer en la mercantilización de la misma.