Tras tantos días concentrado en un trabajo absorvente, no se me ocurre nada mejor que ofrecer una contraposición (que no oposición). Donde reinó la imágen, ahora la palabra, donde la participación y la muchedumbre, ahora la reflexión íntima.

La poesía también puede ser un vehículo de la memoria, como esta de 1959 publicada en Pliegos de Cordel de J.M. Caballero Bonald. 

 

APRENDIENDO A VER CLARO

1

Fueron haciendo un corro
alrededor del muro cuarteado

y llamaban a gritos, no sé a quién
todavía, volviéndose un momento
hacia el chaflán antes de deslizarse
entre los abatidos postes
de la cerca.
Lo recuerdo
despacio: no podría
olvidarme jamás de aquella voz
mojada de lujuria,
de aquellos broncos brazos aferrados
al pilar de las bardas,
de aquel mirar vidrioso
prendido en el alféizar.

Vienen por Rosa ( oí
que susurraban), vienen sólo
por ella. Y ya
todo fue como un trueno
alrededor del cuarto. (Nadie
vendrá por ti, mi guardadora
paciencia, delantal
de mi infancia.) Escuché
desde el fondo los golpes,
el jadear del techo
de cañizo, la terrible espesura
del grito en la mordaza.
¿Quién
entre aquellas siniestras
figuras de guiñol
me equivocó los años de estar solo?

Octubre colegial del 37,
ya sin la vigilancia
doméstica de Rosa
en los balcones, cuántas veces
pregunté por su risa, fui acercándome

en vano a su escondite de calor,
adiviné los símbolos
impuros, compartí en la cocina
el papel del que vela…

2

Miro con los ojos de entonces
el zaguán en declive
del prostíbulo, a medias
columbrado desde la penumbrosa
esquina. Alguien
vomitaba en la jamba mientras
cantaban los demás un himno
de victoria, golpeando con furia
en el postigo. 

Bajo el verdín
de la cornisa, entre las sombras
aledañas, sentí por vez primera
el miedo de enfrentarme
a un enemigo, me asigné
en la contienda el puesto
de vigía, acompasé mis años
al movimiento hostil de aquellas otras
figuras de guiñol.

En el dintel
se recortó un momento el rostro
taciturno de Rosa
como en una película quemada,
con un brumoso fondo
de fusiles, carnes de tinte
sepia y gorros de soldados.

Cuando, al cabo del tiempo, quise
cotejar de una vez con mi experiencia
la deserción de Rosa y la encontré
desnuda y sin saber,
supe
que de verdad habíamos perdido
.