La evocación perdura, no la vida

Palabras de Carme Riera para José Agustín Goytisolo

en el homenaje celebrado en Sevilla

En el magma poroso de la memoria se me agolpan imágenes calidoscópicas, convocadas por los recuerdos de los momentos vividos con José Agustín que quisiera compartir con ustedes con la intención de que todos le queramos más. Digo querer porque me niego a conjugar el verbo del amor en pasado ya que mi afecto por José Agustín sigue en presente. Ahora se por propia experiencia que el tiempo nos envejece sólo en parte, la muerte de las personas queridas añade de repente años a nuestra edad. Su ausencia permanece dentro de nosotros, crece como un vacío en medio del estómago y nos obliga a encorvarnos. Todos andamos con nuestros muertos a la espalda, y aunque esa inclinación nos acerque más a su reino, la tierra donde descansan y donde habremos de descansar algún día también, trajinar el peso de su recuerdo no es estorbo si no consuelo. “Lleva quien deja y vive el que ha vivido” escribió Antonio Machado en su “Elegía a Don Francisco Giner” en un verso que puede hacerse extensivo a Goytisolo. Por eso permítanme que antes de referirme a su obra evoque su persona a través de algunas circunstancias alegres y hasta humorísticas vividas en común durante tantos años de amistad.

A menudo todavía le veo entrar por la puerta de casa con la bolsa de viaje y su cara de lobo bueno un poco apaleado y vuelvo a oír su voz: ¿Por favor, puedes coserme el bolsillo de la americana? Al salir del taxi, se me ha quedado enganchada en la manecilla de la ventana y se ha roto. ¿No le importará a tu feminismo? Le prevengo sobre mi incapacidad pero voy a intentarlo doy con esfuerzo unas cuantas puntadas y cuando creo que ya está, compruebo con horror que he cosido el forro de la americana a mi pantalón. Nos reímos un rato y !qué remedio¡, empiezo de nuevo. Ahora José Agustín sostiene en el aire la chaqueta, para evitar contactos perniciosos entre telas dispares. Termino en un segundo, le anuncio, para darme ánimos, entrando a matar. Solucionado, por fin, y corto con los dientes el hilo sobrante. Muy bien, dice, gracias, el bolsillo ha quedado perfecto pero lo has pegado a la manga… Salimos hacia Tudela, en mi coche, no se de qué jurado formábamos parte… De uno de cuentos, quizá Fanny Rubio que también formaba parte se acuerde mejor que yo. Lo que si sé es hace al menos doce años porque… María, mi hija y su ahijada putativa, no había nacido aún. A María, debí de comunicarle por misteriosas vías intrauterinas mis afectos poéticos y aunque por suerte no nació recitando ningún poema de Goytisolo muy pronto decidió que José Agustín era su poeta. María desde que José Agustín no está se duerme todas las noches abrazada al peluche que él le regaló cuando era diminuta.

No más llegar a Tudela Goytisolo dijo a todos que le había llevado bien, parando lo justo, sin permitirle copas, derecho al sitio de la reunión, sólo que esposado… En la primera mercería que encontramos compramos velcro para arreglar el bolsillo momentáneamente, hasta que Ton, mucho más habilidosa que tú y que yo, pudiera coserlo.

Otra vez, no se si en Madrid o en Oviedo, en uno de aquellos actos para homenajear a Barral y a Gil de Biedma, en los meses posteriores a su muerte, acabó contando que se sentía algo así como el superviviente del grupo e hizo un gesto de agazaparse detrás de la mesa y se pilló el codo con un saliente. Con su mejor cara de disimular, la de pirata honrado, procuró que nadie y menos yo, le viera el estupendo siete… e intentara hacer un apaño… Por entonces, dadas las bajas y los achaques propios, empezaba a decir que en vez de a la generación de los cincuenta pertenecía a la del 98.

José Agustín se fue un diecinueve de marzo, por un azar absurdo. “El viaje no le importa” había escrito en el último verso del poema que cierra su último libro publicado, Las horas quemadas refiriéndose a sí mismo, desdoblándose en otro, un recurso que siempre le gustó emplear y que iba mucho más allá de lo poético. Dos días antes, el diecisiete de marzo, se habían cumplido sesenta y un años de la muerte de su madre, Julia Gay en el famoso bombardeo del cine Coliseum de Barcelona, y unas secuencias televisivas revivían la tragedia todavía imborrable para muchos barceloneses. Sin duda se trataba de una casualidad pero esa casualidad : la necesidad de ir al encuentro de la madre muerta planea en la obra de Goytisolo desde su primer libro, El retorno, a ella dedicado, y continúa en Final de un adiós, poemario de 1984 que se inicia precisamente para ir en busca de aquella mujer de muerte sin cuya ausencia —se canta lo que se pierde— es probable que la veta elegíaca que, junto a la irónica vertebra la obra goitysoliana, no constituyera un aspecto tan fundamental. Del tratamiento poético de la desaparición de la madre voy a hablarles ahora ya que la obsesión por la pérdida materna, asociada a la rememoración de la infancia, es un tema recurrente que llegará hasta los poemas de sus últimas entregas (Como los trenes de la noche (1994) y Las horas quemadas (1996)) después de aparecer de manera más esporádica en libros anteriores, como Claridad (1960) o Del tiempo y del olvido (1977). Por eso es fácil concluir que, de los tres hermanos escritores, es José Agustín, quien con más insistencia, y de un modo más dilatado, a lo largo de más de cuarenta años de obra poética, convierte en motivo literario la desaparición de su madre, quizá porque al ser el mayor —no había cumplido aún diez años— pudo vivir el acontecimiento de un modo más consciente aunque, como es obvio, la muerte de Julia Gay resultara catastrófica para toda su familia. A su inesperada violencia («arrebatada por el odio», escribe en el poema once de El retorno), a su ausencia insustituible («Y estábamos callados girando / en el dolor en el sencillo y cotidiano / recordarte entre el pan y los manteles» anota en el poema catorce), cabe añadir la enfermedad del padre, de edad algo avanzada (le llevaba trece años a su mujer), agravada por la desgracia. Incapaz de superar el trauma, don José María Goytisolo, exige a la criada que entra a servir después de morir su esposa, que cambie su nombre, Julia, por el de Eulalia, situación que, por cierto, recoge, trastocándola, Luis Goytisolo en Recuento, y prohíbe a los hijos que pronuncien las palabras madre o mamá, lo que, en cierto modo, podría explicar la ausencia de tales términos en los libros de José Agustín y posiblemente los escamoteos en los textos de Luis. En mi primer trabajo largo sobre José Agustín Goytisolo (Aproximación a la Poesía de J.A. Goytisolo, Llibres del Mall, 1987) apunté ya que posiblemente la vocación literaria de los Goytisolo pudo surgir a consecuencia de la pérdida materna e insistí de nuevo en Hay veneno y jazmín en tu tinta (Antrophos, 1991) y también en la introducción a la Poesía (Cátedra, 1999). Miguel Dalmau, por su parte, ha corroborado la hipótesis, en su libro sobre Los Goytisolo (Anagrama,1999) de manera que no me parece nada exagerado considerar hasta qué punto la muerte de la madre pudo impulsarles a escribir. José Agustín Goytisolo insistía con frecuencia en que el descubrimiento de los objetos maternos tenía para ellos una significación especial, y, entre esos objetos, los libros predilectos —Lorca, Salinas, Proust o Gide— no sólo sirvieron para seguir el rastro que los ojos de Julia Gay dejaron entre sus páginas sino también para iniciarles en la literatura. En estas circunstancias era del todo esperable que la primera contribución poética del mayor de los hermanos fuera una elegía en la que, al mismo tiempo que mitificaba a su madre mitificaba también la niñez, como él mismo ha señalado: Mi madre fue para mí, como dice Jaime Gil, un reino afortunado; un paraíso donde, sin ella no me era posible ser absolutamente nada —declaraba en 1986—.

Esa mitificación de la infancia adquirirá desde los primeros poemas de El retorno tonos marcadamente nostálgicos que serán constantes en el tratamiento posterior de un tema, igualmente grato a los autores de la llamada generación del medio siglo, quizá porque todos ellos fueron despertados a tiros de una niñez que hasta entonces había sido plácida, y eso habría de marcarles, incluso en el caso (pienso en Gil de Biedma o Barral), de aquellos para quienes los años de lucha fraticida supusieron un hortus libertatis. Para Goytisolo, sin embargo, el recuerdo de la guerra es siempre negativo. Las circunstancias políticas que rodean la pérdida de la madre hacen que ésta sea aún más tremenda puesto que se trata de una muerte inútil, provocada además por los aviones que proceden del bando fascista, a los que alude, aunque veladamente a causa de la censura, puesto que Goytisolo escribe los poemas que integran El retorno en su etapa de mayor concienciación antifranquista, entre los veinte y los treinta años. Cuando a sus cincuenta y pico, en Final de un adiós, vuelva a evocar los acontecimientos que desencadenaron su desgracia, la situación política de la posguerra seguirá siendo el referente de otra serie de poemas (el IV, V, VI, VII). Las acusaciones contra los vencedores son mucho más directas en Final de un adiós que en El retorno y más explícitos los sentimientos «de odio al matador», «odio hacia las banderas del crimen / y de asco a sus uniformes / a sus cantos / de falso alegre paso de la paz» (poema VI, «Amapola única») que genera la parafernalia del régimen fascista, aspectos perfectamente explicables si tenemos en cuenta que Final de un adiós fue escrito tras la muerte de Franco, en plena transición, y que El retorno se gestó en los primeros cincuenta cuando la censura y, en consecuencia, la autocensura, eran más rigurosas. El hecho de que, pese al tiempo transcurrido, el odio del vencido por los vencedores no aparezca mitigado tiene que ver, me parece, con el doble punto de vista adoptado por el sujeto poético que no observa la guerra ni la posguerra con sus ojos actuales, distanciados, sino con los que tuvo en su infancia. En Final de un adiós se combinan, por tanto, dos perspectivas la del niño y la del adulto, como ocurre en textos de Gil de Biedma (“Intento formular mi experiencia de la guerra civil,” Moralidades) o de Barral (“Baño de doméstica” Diecinueve figuras de mi historia civil). El interés por retornar, a los cincuenta años cumplidos, al tema de la orfandad, implícito en la elegía a la madre, constituye el pretexto para volver al territorio de la niñez y a través de ella hacer referencia a la perdida felicidad que coincide con la desaparición materna. La abdicación forzosa de la inocencia se adelanta a consecuencia de la brutalidad traumática de la pérdida que establece una línea divisoria entre un antes y un después. El niño alegre que jugaba bajo la atenta vigilancia de su madre y que siempre encontraba cobijo entre sus brazos se vuelve de repente un ser «sin sonrisa», «infortunado», «lleno de angustia», en un «rey mendigo», en «un príncipe destronado».

El mundo «luminoso», «alegre», «claro», «brillante», adquiere de pronto tonalidades oscuras y todo se trastoca en «desgracia», «dolor», «adversidad», «odio», «asco», «tiempo de inclemencia». La percepción de ese mundo de luz, «mundo sin miedo sin fantasmas, sin castigo, sin cuarto de las ratas» (poema XXVIII), un mundo en el que incluso «el lobo era bueno», será abolida tras la muerte. Dominarán las tinieblas a partir de la pérdida, las notas oscuras se acentuarán y la reiteración de la palabra «noche» («la noche y su castigo», «la oscuridad», «la negra atalaya del solo») será clave sobre todo en Final de un adiós. En cambio los poemas que se refieren a la vida de Julia Gay presentan campos semánticos cuyo denominador común son las notas positivas, especialmente las que hacen referencia al fulgor, y la claridad que también sirven para describir la belleza de sus ojos —«Claridad / como la de sus ojos / no he visto» (poema II, Final de un adiós)— o la de su pelo —«inexpresable color miel suave y cambiante de sus cabellos» (poema XV, Final de un adiós) en la que insiste para ponderar lo incomparable:

El brillo de la luz en los cabellos

las olas salpicando el traje lila

alegría en los ojos

y tu figura erguida contra el cielo y la espuma.

Nunca vi tal donaire

ni más delicadeza jugando con el mar.

[Poema XXXI, Final de un adiós]

Esa luz que irradia la figura de Julia Gay envuelve, a su vez, todo lo que su presencia ilumina. Goytisolo se acoge a un tópico de antecedentes petrarquescos muy difundido en la literatura castellana. Así, tanto la casa familiar de la ciudad como las de los pueblos de Viladrau, Puigcerdá o Llansá, donde habían pasado los veranos y cuyas referencias aparecen en los poemas, a menudo mezcladas, igual que la de Barcelona, se describen con términos que denotan o connotan luz. El poema III de Final de un adiós me parece en ese sentido muy evidente:

Yo amaba aquella casa sin vientos de desgracia.

Era como mi alegre posesión transparente.

Como la flor blanquísima que en los jarales brilla.

Tal vez yo por entonces desdeñara a los dioses.

Pues ni ellos habitaban en regiones tan claras.

Y así como un castigo perdí lo que era mío.

Un fuego despiadado prendió en aquellos campos

después no quedó nada. Ni la flor de la jara.

La ruina y la desposesión actual se cimentan en ese pasado definitivamente arrumbado y del que nada queda excepto el recuerdo pero, gracias a éste, el sujeto poético puede reconocerse en el ayer del que procede y entenderse mejor consigo mismo. Una de las novedades que aporta Final de un adiós con respecto a El retorno es, precisamente, la voluntad de introspección y reflexión que generará también una serie poemas posteriores, como los pertenecientes a la primera parte de Las horas quemadas (1996), que casi siempre proceden de núcleos temáticos desarrollados en la entrega de 1984. En el análisis introspectivo se centran una serie de composiciones XXIII, XXIV, XXVI y XXVII de Final de un adiós en las que el sujeto poético se pregunta, siempre en la noche, por su identidad, el paso del tiempo o qué hay detrás de la muerte. Al tema del recuerdo (qué significa recordar, qué supone el olvido) aspectos que en El retorno, pese al tono de evocación nostálgica, no se trataban, se refieren los poemas VII, VIII, XI, XX y XXIV. Incluso en Final de un adiós el sujeto poético se plantea la necesidad del olvido y la renuncia a los recuerdos que han marcado de un modo tan intenso su trayectoria vital. Al hecho de recordar, a las arterías y traiciones del tiempo que también ejerce su rigor sobre la piel de la memoria, dedica Goytisolo los poemas VII, «Una voz o un gesto», y VIII, «En tiempos de inclemencia». En ambos plantea una cuestión simple y paradójica: los recuerdos no sólo se transforman al albur de los años sino que, a medida que nos acercan a las situaciones que los motivaron, nos van alejando de ellas, transformadas por la memoria. Ni siquiera el pasado es consistente:

Los recuerdos de amor- no

los de espanto- se escapaban

por caminos cambiantes como azogue:

no poderlos fijar me parecía

más cruel que la explosión

que el bombardeo. Y para no sufrir

tratando inútilmente de recuperarlos

preferí muchas veces

salir a medianoche y escribir

con lápiz rojo en las paredes: muera

el tirano abajo los…

Así evitaba

seguirte hasta el inhóspito desmonte

y detenerme allí. Aún hoy

 pasados tantos años si no puedo

revivir una voz o un gesto tuyos

me imagino que sigo

pintando en rojo todas las paredes.

[Poema VII, Final de un adiós]

Sin embargo, y pese a las traiciones que la memoria nos depara existencia y transcendencia dependen de ella. Goytisolo lo señala en un verso lapidario del poema XXXIII de Final de un adiós: La evocación perdura no a la vida.

La rememoración, inherente a la condición humana es quizá rasgo fundamental del quehacer poético y hasta es posible que la literatura no tenga otra misión que fijar en el papel manuscrito o impreso, a través de las palabras, unas pocas vivencias para liberarlas así de las vicisitudes de nuestra memoria, maltratada por la continua erosión del tiempo. José Agustín Goytisolo utiliza la elegía, a partir de El retorno con una doble finalidad: rendir homenaje a su madre, recuperando su niñez y ganarle terreno a la muerte, rescatando para la pervivencia, es decir, para la poesía lo que, de no mediar la palabra escrita, acabaría por sucumbir bajo el peso de los escombros de la memoria.