INVERSIÓN EN LA TEMPRANA INFANCIA: POLÍTICAS, POLÍTICA Y RESULTADOS.

Hasta hace relativamente poco tiempo, los Estados de Bienestar no atendían a la infancia como una etapa de la vida con sentido y significado propio. Los niños y las niñas eran casi exclusivamente responsabilidad de sus familias y los primeros años de vida constituían poco más que una transición hacia algo más importante. La infancia no requería de infraestructura social, los estados no atendían a las necesidades propias de los menores sino a las necesidades genéricas de las familias. Los niños no eran sujetos de derecho.

A partir del despliegue de los sistemas públicos de educación, la infancia obtiene por vez primera centralidad en la construcción de los estados modernos. La educación pública, obligatoria y gratuita se convirtió en uno de los pilares fundamentales en la construcción de los Estados de Bienestar y las aspiraciones de justicia distributiva de una sociedad. Pero sólo a partir de una edad, los 6 años en la mayoría de los países. En Europa, únicamente los estados escandinavos socializaron la atención a la temprana infancia desde muy pronto. Fueron pioneros en profesionalizar la atención pre-natal, en colectivizar el cuidado infantil y en proporcionar soporte financiero y de servicios a las familias. Hasta hace apenas dos décadas, la etapa pre-escolar era en la mayoría de países un escalón previo a la entrada en la educación elemental, nada más.

Pero eso ha dejado de ser así, desde hace aproximadamente dos décadas, la infancia se ha convertido en foco de atención. Destinado a reformar los Estados de bienestar clásicos, el nuevo paradigma de la Inversión Social sitúa en el centro la función preventiva de las políticas sociales, su rol fundamental en el desarrollo del capital social, mucho más allá de la labor clásica reparadora de los regímenes de bienestar clásicos. Poco a poco asistimos a un cambio epistémico profundo abrazado por todas las organizaciones internacionales que reclaman más inversión pública en sostener los primeros años de vida. Este giro hacia la infancia de las políticas sociales y educativas viene respaldado por una serie de evidencias: en primer lugar, la incorporación de las mujeres al mercado laboral no es posible sin el desarrollo de políticas de conciliación y de cuidados; en segundo lugar, la caída generalizada de la natalidad en los países desarrollados guarda relación directa con la existencia de un fuerte conflicto entre la vida laboral y la familiar de las mujeres; en tercer lugar, la evidencia empírica que llega desde distintos ámbitos del conocimiento señala la importancia de los primeros años de la vida en el desarrollo posterior de las personas. Lo que Heckman llamo “el accidente de nacimiento” determina el éxito o fracaso educativo y laboral, la salud en la etapa adulta, la esperanza de vida y hasta en la felicidad. Es en estos primeros años cuando se forjan las verdaderas desventajas sociales que actúan como barrera a la igualdad de oportunidades.

De forma pragmática y con un enfoque en los derechos del menor, esta nueva centralidad en las políticas públicas de los primeros años de vida ha propiciado un despliegue fenomenal de mecanismos de protección antes inexistentes. En cuanto a políticas del Estado de Bienestar, el cambio más importante ha sido la expansión de los servicios de atención a la temprana infancia, (ECEC en sus siglas en inglés, Early Years Education and Care), lo que en España conocemos como la Educación Infantil. Pero el despliegue sin precedentes en tantos países de este nuevo pilar del Estado de bienestar no está exento de problemas. Las propias características del servicio –no propiamente educativo, con frecuencia en el ‘inter regno’ del asistencialismo, con una importante participación de la iniciativa privada y con desequilibrios en la cobertura– derivan en la gran mayoría de países en problemas de equidad, de calidad y de cobertura. A pesar de su protagonismo en la agenda política de tantos gobiernos, la educación infantil está lejos de lograr un proceso de transformación equiparable a aquél que permitió la extraordinaria expansión de la educación pública obligatoria y más recientemente, pre-obligatoria.

En España, el éxito más importante sin duda fue la incorporación de la educación infantil en el sistema nacional de educación de la Ley de Ordenación General del Sistema Educativo (LOGSE) de 1990. A partir de aquí se divide la educación infantil en dos ciclos, de 0-3 años y de 3-6 años. Aunque la ley reconoce los dos ciclos de la educación infantil, el compromiso político se establece con la segunda etapa que empieza a partir de los 3 años. Al equiparar a todos los efectos el 3-6 a la educación primaria obligatoria se ofrece un servicio de mucha calidad, tanto en lo que se refiere a la cualificación y condiciones laborales de las maestras, como en infraestructura -la mayoría de la educación infantil está integrada dentro de las escuelas de primaria aunque con espacio propio-, el desarrollo curricular y pedagógico y la atención a necesidades especiales. El 3-6 es sin lugar a dudas una de las políticas más exitosas de igualdad de oportunidades y reducción de las desigualdades entre niñas y niños de distinta procedencia familiar y social con la que han estado comprometidos todos los gobiernos democráticos con un modelo de gobernanza multinivel que se ha ido consolidando con el tiempo.  A pesar de no ser una etapa obligatoria, los problemas que pueda tener el 3-6 (que podríamos resumir en pautas de segregación creciente entre la red privada y la pública así como dentro de la propia red pública; y la exclusión de los servicios de comedor y de actividad extraescolar de la gratuidad del servicio) son compartidos con la educación elemental obligatoria.

El 0-3, sin embargo, ha corrido una suerte bien distinta. No fue hasta principios del año 2000 cuando el primer ciclo de educación infantil comienza un lento ascenso en cobertura.  La escolarización pasa de un 11% en el año 2000 a un 36% en el 2020. Además, con el compromiso de ampliar la cobertura gracias a los Fondos Next Generation, es probable que en los próximos años aumente hasta alcanzar al menos el 50%. El trabajo que hemos realizado durante los últimos cuatro años en el marco del proyecto de I+D “Inversión en la temprana infancia: política, políticas y resultados” y que presentamos aquí, aporta evidencia robusta sobre los logros y riesgos en relación a la expansión del 0 a 3. En primer lugar, en España no existe un marco de regulación común para todo el territorio, lo cual configura una gran dispersión administrativa y diversidad en la provisión. Aunque todas las CC.AA. parecen ir en la misma dirección en cuanto a la expansión de estos servicios, las diferencias entre ellas en lo referente a las características de la provisión son muy grandes. En segundo lugar, la presencia del sector privado con ánimo de lucro en el 0 a 3 reduce las posibilidades de que actúe como nivelador social para reducir las desigualdades de partida. Por ejemplo, varias de las investigaciones que presentamos aquí aportan datos sobre la fuerte desigualdad que existe en el acceso al 0-3 por el nivel formativo y el poder adquisitivo de las familias. En tercer lugar, en el 0-3 parece existir una fuerte tensión entre la ampliación de la cobertura -es decir más niños y niñas en esta etapa educativa- y la calidad del servicio que se ofrece. Esto no sucede con el 3-6 y, como decimos, guarda relación con la propia arquitectura de partida de este servicio. Si la ampliación de la cobertura se produce sin los mínimos requisitos de calidad en cuanto a espacios, ratios, condiciones laborales de las profesionales, etc., difícilmente podemos considerarla una política de inversión social en capital humano. Por último, esta etapa de la educación infantil tiene unas características pedagógicas propias difícilmente asimilables a las siguientes etapas educativas. Para empezar, hablar de escolarización para referirse a niñas y niñas por debajo de los tres años es en sí bastante problemático. Consideraciones sobre la necesidad de una relación fluida y permeable entre el entorno familiar y el educativo, flexibilidad horaria, el reconocimiento de elementos menos educativos y más propiamente de cuidados y custodia son todos aspectos que exigen consideraciones muy específicas poco compatibles con los diseños curriculares más estructurados de las etapas posteriores. Por último, la complementariedad de este servicio con otras políticas (permisos parentales y otras políticas de conciliación) es especialmente significativo cuando se trata de articular servicios para las edades más tempranas. La investigación que hemos realizado a lo largo de estos últimos años y que presentamos aquí alertan contra defensas unilaterales de las bondades del 0-3 y aportan notas de cautela frente a manifestaciones unilaterales en defensa del 0-3 porque son muchas las pre-condiciones que se tienen que dar para que podamos efectivamente considerarlo parte del interesante proyecto político del Estado de bienestar del futuro.