NOTA: Redacté esta entrada el 29 de noviembre de 2021, pero la publico ahora a causa del ciberataque que la UAB sufrió entonces y que causó la suspensión temporal del blog

La entrada de hoy está escrita en reacción al volumen de Francisco Mora Neuroeducación: Sólo se puede aprender lo que se ama (2013). Mora es doctor en Medicina y Neurociencia, no pedagogo, pero lleva años trabajando en ‘neuroeducación’, es decir, el campo que propone que la educación podría ser mucho más eficaz si entendiéramos con más precisión cómo funciona el cerebro humano. Esto suena apropiado, del mismo modo que una supone que el entrenamiento deportivo mejora cuanto más conoce el entrenador las características anatómicas y las capacidades de los atletas. Sin embargo, este volumen en particular me ha decepcionado, ya que parece que todavía estamos muy lejos de adaptar la educación a la excitación de determinadas zonas del cerebro. Mora no ofrece, en definitiva, ninguna receta para rehacer la educación de manera que se puedan idear ejercicios que estimulen, como digo, áreas cerebrales clave. Prueba de ello es que al tratar el gran problema de cómo encender la curiosidad de los alumnos ofrece los siguientes consejos (estoy parafraseando)

1) Empezar con algo que provoque.
2) Presentar una pregunta mundana basada en experiencias cotidianas con las que el alumno pueda sentirse relacionado.
3) Cree un ambiente relajado, para que los alumnos se sientan cómodos; nunca se deben juzgar sus aportaciones como inferiores o inadecuadas.
4) Dar tiempo suficiente para que todos los alumnos realicen las tareas.
5) En un contexto de seminario, evitar hacer preguntas directas; suscitar preguntas de los propios estudiantes.
6) Durante las clases, introducir elementos que resulten chocantes, sorprendentes, perturbadores…
7) … asegurándose de que no provocan ansiedad.
8) En un contexto de seminario, invite a los alumnos a participar activamente.
9) Premiar con elogios las buenas aportaciones de los alumnos (preguntas, comentarios).
10) Ayudar a los alumnos a encontrar la respuesta a una pregunta, en lugar de dársela.

Suspiro profundo… Para esto no necesitamos la neurociencia, sino el simple sentido común pedagógico. Por supuesto, si eres de los que piensan que transmitir la información a través de clases magistrales en las que no tienen que intervenir los alumnos es el mejor método pedagógico, los consejos de Mora te deben parecer muy innovadores. Pero espero que no seas ese tipo de profesor.

Permítame volver al subtítulo del libro de Mora, Sólo se puede aprender lo que se ama. En teoría, los mejores maestros son los que te hacen amar aquellas materias que inicialmente te eran indiferentes, o incluso hostiles. Sin embargo, creo que hay un límite para ese tipo de milagro, y ese enamoramiento repentino de alguna materia posiblemente corresponda a que el maestro cosquillea una zona del cerebro hasta entonces dormida. No creo, sin embargo, que en mis treinta años como profesora de Literatura haya convertido a ningún no-lector en lector, aunque puede ser que haya interesado a algunos alumnos en ciertos textos. Asimismo, aunque en mis tiempos de estudiante de licenciatura una buena profesora que ahora es mi colega (Mireia Llinàs) consiguió que me interesara mucho por la Lingüística, eso no fue suficiente para mantener una vocación firme en este área de conocimiento, y acabé abrazando la que parece ser mi área natural de interés, la Literatura.

He pensado mucho en por qué algunas personas, como yo misma, amamos la lectura mientras que otras nunca adquieren el hábito. Mi conclusión neurocientífica provisional es que nuestros cerebros están cableados (sí, es un anglicismo feo) para que obtengamos placer de ello, del mismo modo que los cerebros de las personas que disfrutan practicando deportes obtienen placer al hacer ejercicio. La educación, tal y como la entendemos hoy en día, supone que la mente y el cuerpo pueden ser entrenados para leer y hacer ejercicio como habilidades básicas que los humanos necesitan para llevar una vida productiva. Sin embargo, recuerdo con regocijo el día en que, al final de la escuela secundaria, me libré por fin de la clase de educación física que me había hecho sentir tan terriblemente incómoda desde los seis años. ¿Por qué esa incomodidad? Porque me juzgaban según lo que mis compañeros podían hacer, no según lo que yo misma podía hacer –nadie se molestó en comprobar, por ejemplo, que yo era mucho mejor bailando que corriendo. Supongo, por tanto, que muchos de nuestros alumnos en el grado de Estudios Ingleses sienten el mismo regocijo cuando aprueban la última clase obligatoria de Literatura. Porque, ¿recuerdas?, ‘sólo se puede aprender lo que se ama’, y no se pueden aprender las bellezas de la literatura anglófona si no se ama la lectura para empezar. Y eso, al parecer, tiene que ver con la naturaleza de cada cerebro.

Así que aquí está el problema: los neuroeducadores como Mora utilizan un modelo general para el cerebro humano, pero posiblemente están pasando por alto los matices de cada cerebro humano individual. Tal y como funciona la educación, enseñamos a los niños hasta los 16 años los mismos contenidos, suponiendo que eso es lo que todos necesitan para convertirse en ciudadanos responsables y en personas suficientemente maduras para emprender la siguiente etapa de su educación. Sin embargo, el sistema está produciendo alumnos que, o bien están tan desinteresados que abandonan, o bien alumnos que aprenden a desenvolverse en el sistema aunque nunca les interese realmente gran parte de lo que se les enseña. No creo que haya habido nunca un solo estudiante en la educación primaria y secundaria que haya disfrutado aprendiendo todas las asignaturas, ni siquiera los niños con las notas más altas. Los neuroeducadores nos dicen que si supiéramos cómo funciona el cerebro de los niños podríamos limar las dificultades de todos para aprender y enseñar a los niños con menos aturdimiento mutuo el actual plan de estudios, diseñado, seamos sinceros, con poco cuidado para despertar realmente el amor por el aprendizaje.

Quizás sea al revés. Si comprendiéramos bien las inclinaciones de cada cerebro humano, podríamos adaptar la educación a las capacidades de cada niño y así involucrarlo en su educación desde el principio. Supongamos, en aras de la argumentación, que los neurólogos descubren que hay una zona del cerebro que indica que una persona tiene grandes habilidades mecánicas, quizá incluso de tipo ingenieril. ¿Por qué esta persona pasaría toda su infancia sin desarrollar esas habilidades, siendo alimentada en su lugar con una dieta seca de asignaturas que nunca le interesarán? Lo mismo con cualquier otro tipo de habilidad, y siempre suponiendo que se pueda encontrar una correspondencia entre ciertos pliegues del cerebro y ciertas habilidades. Pensad en esto: los que tenemos inclinaciones académicas nos adaptamos más o menos bien al tipo de educación actual, que se basa en la producción de ejercicios; pero si nos sometieran a una educación basada en el trabajo manual, probablemente nos iría mal. Sin embargo, pocas de las personas que se horrorizan por el hecho de que tantos niños abandonen la escuela secundaria se plantean si el problema es, de hecho, la rigidez del modelo educativo escolar.

¿Estoy diciendo que esto debería ser Un mundo feliz y que la gente debería ser educada de acuerdo con un análisis neurológico de sus cerebros tomado a los tres años, antes de comenzar la escuela? En realidad no, aunque creo que cualquier profesor perspicaz puede ver que enseñar, por ejemplo, matemáticas a ciertos niños (como yo) es una pérdida de tiempo para el profesor y el alumno; o que los niños bajitos nunca serán jugadores de baloncesto. Lo que hacemos, en cambio, cuando un niño no se interesa por una asignatura, o por la educación en general, es descartar a ese niño como un perdedor nato en el peor de los casos y como un fracaso escolar en el algo menos peor. Si vamos por el camino que abre las ideas de Mora, entonces, no hay fracaso por parte del niño, sino por parte del sistema que no ha sabido entender sus capacidades y proporcionarle la mejor educación posible (sobre todo a nivel de secundaria).

Tal y como funciona ahora el sistema, de la forma más barata posible, todos los niños se ven obligados a entrar en el mismo molde. A nadie se le escapa que los niños de entornos más ricos obtienen mejores resultados, no porque sean más inteligentes, sino porque reciben una atención más personalizada que puede sacar a relucir sus mejores habilidades. Hay el mismo número de futuros médicos o diseñadores potenciales en cada grupo social, o de operarios de grúa y cocineros de comida rápida, pero mientras que a los niños de entornos más ricos siempre se les supervisa para que sus habilidades florezcan, a los niños de entornos más pobres se les dice que eso sólo pueden ocurrir en circunstancias excepcionales que requieren un compromiso extraordinario, ya sea del individuo o de la familia. Y que el trabajo duro y poco cualificado va a ser el destino de la gran mayoría.

Estoy segura de que a todos les horroriza la posibilidad de ese escáner cerebral que mostrará a los tres años cómo se debe educar a cada individuo para que aproveche al máximo sus capacidades. Pero tal vez lo que podría ser verdaderamente aterrador para las altas esferas es que el escáner podría mostrar que los cerebros de los niños pequeños muestran pocas diferencias entre clases sociales. No creo que la neurociencia y la neuroeducación vayan por ahí, pero, como se ve, pueden tener consecuencias revolucionarias que ni siquiera Marx podría soñar. Sí, la utopía de unos es siempre la distopía de otros.

Publico aquí una entrada semanal (me puedes seguir en @SaraMartinUAB). Los comentarios son muy bienvenidos. Los volúmenes anuales del blog están disponibles en http://ddd.uab.cat/record/116328. Si te interesa echar un vistazo, mi web es http://gent.uab.cat/saramartinalegre/