NOTA: Redacté esta entrada el 20 de diciembre de 2021, pero la publico ahora a causa del ciberataque que la UAB sufrió entonces y que causó la suspensión temporal del blog

Estoy tomando prestada para esta entrada la famosa expresión “ubicación, ubicación, ubicación”, acuñada por Harold Samuel para describir los tres factores que más importan en el mercado inmobiliario. Sin embargo, no trataré aquí de la propiedad de inmuebles, sino de los límites en la elección de los escenarios para la ficción, inspirada por una película y una novela. La película es El último duelo (2021) de Ridley Scott y la novela L’aigua que vols del autor catalán Víctor García Tur y también de 2021. Aunque muy diferentes, ambas obras son incursiones en una comunidad nacional por parte de un narrador extranjero del que se podría aducir que no estés cualificado para contar la historia narrada, precisamente por ser un extranjero. Cuestiono aquí la suposición de que los autores son libres de contar cualquier historia que deseen, independientemente de dónde se localice su trama, con algunas advertencias sobre el nacionalismo y la historia nacional.

Cuando hizo en 1992 la muy horrenda película 1492: La conquista del paraíso, con Gerard Depardieu interpretando a Cristóbal Colón, al director inglés Ridley Scott se le preguntó muchas veces por qué había querido hacer esta cinta en lugar de dejar el asunto a los españoles. El director inglés siempre respondía, cada vez más molesto, que ningún director español había mostrado ningún interés en conmemorar a Colón como héroe nacional en el 500 aniversario de su primer desembarco americano y, por lo tanto, él era libre de contar esta historia. Esto provoca dos reacciones contradictorias inmediatas: a)muy bien y de acuerdo, b) ¿Scott preguntó personalmente a todos los directores españoles sobre sus intenciones? En realidad tres reacciones, la tercera de consternación, ya que diversos directores españoles han contado la historia de Cristóbal Colón; sencillamente, Scott no estaba familiarizado con ellos ni le importaban.

El último duelo parece verse afectado por una situación similar: dado que ningún director francés se había molestado en contar esta notoria historia de venganza a causa de una violación, ambientada en la Francia del s. XIV, ¿por qué no habría de contarla Scott? La respuesta es que, como muchos críticos y espectadores han comentado, es posible que ya no estemos dispuestos a aceptar películas en las que los idiomas originales y las culturas nacionales sean reemplazados por el inglés y por un enfoque genéricamente angloamericano. Ha habido miles de películas anglófonas ambientadas en lugares no anglófonos, por supuesto, pero de alguna manera El último duelo hace que este artificio sea particularmente molesto. Imaginad una película francesa ambientada en el oeste americano en la que todos los personajes hablan francés simplemente porque ese es el idioma de los productores de la cinta, y rápidamente entenderéis lo incoherente que es la película de Scott. Agregad a esto la distancia sociocultural entre el siglo XIV y el siglo XXI, y entre el contexto post-#MeToo de Scott y su material histórico medieval, y se obtiene la explicación de por qué El úlitmo duelo ha fracasado en taquilla.

Sé que el razonamiento que estoy planteando es casi pura tontería si pensamos en la larga tradición de contar historias ambientadas en otras tierras que prolifera en las culturas anglófonas. Aunque italianos de nacimiento, Romeo y Julieta siempre han hablado inglés, incluso en la versión cinematográfica del director italiano Franco Zeffirelli. La descarada apropiación cultural de Shakespeare no suele ser debatida por los italianos, al igual que los daneses no se molestan en quejarse de que los personajes de Hamlet deberían hablar danés. Creo, sin embargo, que este tipo de colonialismo cultural es, como mínimo, sospechoso. Me imagino ahora cómo sería que Ridley Scott viniera a Cataluña a hacer una película sobre, por ejemplo, la ejecución de Lluís Companys –el presidente de la Generalitat asesinado por el franquismo en 1940 con la colaboración de la Gestapo– en la que no se escuchara ni una palabra de catalán porque todo el elenco hablaba en inglés (¿Edward Norton interpretaría a Companys?). No importa lo mucho que esta supuesta película pudiera ayudar a publicitar la tragedia de Companys a nivel internacional; aún así, me molestaría enormemente como catalana y hablante nativa de esta lengua. Si, suponiendo, Scott estuviera interesado en Companys (si lo pensamos, el tema de El último duelo es mucho más remoto), entonces lo mejor que podría hacer sería poner su maquinaria de producción al servicio de un director catalán, como Manuel Huerga que ya ha trabajado en una película sobre Companys; o ponerse al frente de un equipo catalán, incluyendo un elenco catalán, para que la credibilidad de la película se potenciara al máximo. En El último duelo la credibilidad que pueda tener la película queda completamente destruida por los acentos y el lenguaje corporal estadounidense de los actores (y guionistas de la cinta) Matt Damon y Ben Affleck, totalmente imposibles de aceptar como aristócratas franceses feudales.

¿Estoy diciendo que un enfoque ‘a cada uno lo suyo’ es la única posibilidad narrativa? Casi. Lo que estoy diciendo es que aunque en muchos casos tiene sentido aceptar el artificio y las convenciones de la cinematografía, la estructura sentimental que diría Raymond Williams con respecto a este asunto puede estar cambiando. Fue más fácil para Ridley Scott convencernos en 2000 de que el actor neozelandés-australiano Russell Crowe era un general romano que ahora proponer que aceptemos a Matt Damon como un guerrero francés medieval, y no solo porque la civilización romana ha desaparecido hace mucho tiempo, mientras que Francia está muy viva. El principio que Quentin Tarantino estableció en Malditos bastardos (2009) por el cual los personajes de una película deben hablar de manera realista en sus propios idiomas o con acento si hablan otro idioma nunca se ha popularizado, ni tampoco la idea de que las barreras culturales-lingüísticas deben ser reconocidas. Al ver la sobrevalorada Encanto esta Navidad, me horrorizó mucho la insistencia de Disney en la absurda idea de que usar un inglés con acento para personajes colombianos que lógicamente solo deberían hablar español tiene sentido. No lo tiene, y no debería.

La novela de Víctor García Tur, L’aigua que vols, es un texto escrito en catalán pero ambientado en Quebec. De nuevo, reconozco que estoy defendiendo una argumentación casi sin sentido si pienso que mi autor catalán favorito, Marc Pastor, ha ambientado algunas de sus novelas (como Bioko o Farishta) en localizaciones exóticas, utilizando solo el catalán como lengua para todos sus personajes; lo mismo ocurre con La pell freda de Albert Sánchez Piñol, en la que el protagonista es un joven irlandés. Eso sí me molestó (¿por qué no podía este tipo ser catalán, me he preguntado siempre?), pero menos de lo que me irrita la familia quebequense en la novela de García Tur, quizás porque Pastor y Piñol escriben en la tradición de la novela exótica heredada de las naciones anglófonas, mientras que García Tur escribe en la tradición realista que prevalece en catalán. Curiosamente, tuve una conversación con el autor en el momento en que estaba escribiendo L’aigua que vols, y le sorprendió mucho mi punto de vista. Aún más curiosamente, en el postfacio García Tur comenta que entiende los peligros de escribir sobre una comunidad extranjera que no conoce de primera mano, y promete no volver a hacerlo. Luego procede a anunciar que su próxima novela será ciencia ficción, un género en el que los escritores son mucho más libres de elegir sobre quién escriben.

L’aigua que vols cuenta la sencilla historia de una reunión familiar convocada por la matriarca, Marie, de 76 años, viuda y ex actriz de teatro. Los cuatro hermanos –JP, Helène, Laura, Anne-Sophie– visitan la dilapidada casa familiar junto al lago, comprada por su difunto padre, y se ponen al día sobre el estado de sus vidas. Hablan mucho, pero no se puede decir realmente que se comuniquen, y nada terriblemente dramático sucede hasta el final de la novela, aunque de una manera bastante moderada. Mientras leía el texto, escrito en un catalán bellamente fluido, pensaba en esas divertidas películas francesas, como Les petits mouchoirs (2010) de Guillaume Canet y su secuela, que siempre me hacen preguntarme por qué no tenemos ninguna película tan efectiva en castellano o catalán. Al mismo tiempo, me estuve preguntando con cada paso de página, por qué los personajes de García Tur no eran catalanes y por qué su destartalada casa no estaba ubicada junto a un lago catalán. Mientras leía, tuve siempre la incómoda impresión de que estaban doblados, complicada además por la nota del autor que presenta el texto catalán como una traducción de una novela quebequense en francés publicada en 1996. Qué pirueta tan complicada…

Me llevó un tiempo entender por qué L’aigua que vols no está ambientada en Cataluña, aunque al mismo tiempo espero estar totalmente equivocada. La novela está ambientada en 1995, fecha del segundo (fallido) referéndum de independencia en Quebec; el primero se celebró en 1980. Los hermanos discuten sus preferencias, con Laura muy a favor de la independencia e incluso tratando de comprar el voto de su hermano JP para la causa, aunque no se trate de una novela básicamente política. En un momento dado, sin embargo, JP da un discurso bastante largo sobre lo cansado que está de todo el debate sobre la independencia, y cómo envidia a los parisinos porque no se despiertan por la mañana pensando en su nación. Simplemente continúan con su vida. JP también argumenta que debe ser bueno que las personas en los países comunes y corrientes que no se vean afectados por cuestiones independentistas puedan quejarse de su nación. Por contra, dice, los quebequenses nunca pueden criticar a su nación porque se sienten desleales. Mi impresión es que es así como García Tur se siente respecto a la independencia catalana, y por ello eligió una ruta indirecta para expresarse, poniendo sus propios sentimientos y opiniones en boca de un personaje quebequense. Su novela es, así pues, una especie de roman-à-clef donde todo lo quebequense representa algo secretamente catalán. Ojalá no fuera así, y la novela fuera abiertamente sobre Cataluña. Simplemente parecería más auténtica.

Para concluir, lo que propongo es que cada narrador considere cuidadosamente su elección de ubicación, más allá de su primer impulso. Si se siente tentado a establecer una historia en otro lugar, dentro de fronteras ajenas, la pregunta que debería hacerse es por qué esto es necesario. ¿Puede un autor local contar mejor la historia? ¿Por qué es necesaria la ubicación extranjera si la historia puede ambientarse dentro de las propias fronteras? Y siempre hay que considerar la posibilidad opuesta: ¿estaría contento Ridley Scott con una película en francés sobre la reina Victoria?, ¿disfrutaría García Tur de una novela en francés quebequense con un elenco de personajes totalmente catalanes ambientada en Cataluña? Puedo estar limitando el alcance de mucha ficción, histórica o contemporánea, pero creo que estas son preguntas que deben abordarse. Ubicación, ubicación, ubicación…

Publico aquí una entrada semanal (me puedes seguir en @SaraMartinUAB). Los comentarios son muy bienvenidos. Los volúmenes anuales del blog están disponibles en http://ddd.uab.cat/record/116328. Si te interesa echar un vistazo, mi web es http://gent.uab.cat/saramartinalegre/