En una reciente reunión de Departamento surgió el problema apremiante de la baja asistencia de los estudiantes este último semestre. No he dado clase en este tiempo pero mis compañeros me dicen que menos del 50% de los alumnos han asistido a sus clases, porcentaje incluso inferior a lo que vi en el primer semestre, cuando todos seguíamos usando mascarillas y soportando la incomodidad de las ventanas abiertas en invierno por la ventilación para protegernos del Covid-19.

Las causas de la ausencia de los estudiantes de las aulas, un problema general que no se limita a un grado particular, son difíciles de precisar ya que, lógicamente, no se puede hablar con personas que no están allí y preguntar a sus compañeros sobre su ausencia es inútil. Aquellos cuyo trabajo es hablar con los estudiantes afirman que los estudiantes desaparecidos generalmente no están interesados en las actividades del aula; encuentran aburridas las lecciones y escuchar las presentaciones orales de sus compañeros, cosa que, de todos modos, no es un fenómeno nuevo. Lo novedoso es que alrededor del 20% de todos los estudiantes de mi universidad han notificado a la oficina correspondiente que no pueden asistir a clases porque padecen problemas de salud mental relacionados con la depresión y la ansiedad. Estas dos palabras se han convertido de esta manera en las palabras clave más importantes en nuestra vida académica.

Los docentes también están deprimidos y sufren de ansiedad, aunque podría decirse que la edad y la experiencia, al menos entre las filas de los docentes titulares más privilegiados, nos dan una capacidad de resistencia de la que la generación más joven podría carecer. El personal más joven, empleado principalmente como asociados temporales a tiempo parcial, incluso cuando son doctores embarcados en carreras académicas serias, sufre de depresión y ansiedad causadas por el mismo factor que abruma a los estudiantes: la falta de perspectivas. Tal como están las cosas ahora, la mitad de la plantilla que les pide a los estudiantes que hagan un esfuerzo para capacitarse para su futuro profesional está atrapada en un limbo profesional que no se está disolviendo lo suficientemente rápido. Mi universidad se jacta en estos días de que está ofertando entre 50 y 70 nuevos puestos a tiempo completo cada año (la mayoría con un contrato de cinco años), pero a pesar de que a mi Departamento se le han asignado tres para 2022-23, dos de esos puestos están destinados a darle a asociados con una carrera académica que abarca unos veinte años la oportunidad de ser titulares (por supuesto, otras personas podría ganar los puestos, a los que se concursa en oposición). En cuanto a la colega que se ha jubilado, su puesto a tiempo completo se ha transformado en un conjunto de tres asociados, ahorrándole así a la institución aproximadamente la mitad de su salario. Depresión y ansiedad, ahora se entienden.

Entre el personal de mayor edad, aquellos de nosotros que llevamos trabajando treinta años o más, veo principalmente decepción y cansancio. Nosotros, afortunados profesores titulares a tiempo completo, podemos jubilarnos después de los 60 años siempre que llevemos 30 años activos y teniendo en cuenta que nuestra pensión se reducirá en relación con la pensión completa que solo se consigue a los 67 años. La colega que se ha jubilado en mi Departamento se encuentra precisamente en esa situación. He oído hablar de muchos otros que se han jubilado anticipadamente con una pérdida económica notable porque ya no podían hacer frente a la enseñanza de los estudiantes deprimidos y ansiosos que ahora están en nuestras clases y a las presiones que nos impone la burocratización de la universidad. Tenía la impresión de que solo los profesores menos interesados en la investigación se jubilaban o piensan en hacerlo, pero esta semana un querido amigo que ha publicado una maravillosa serie de excelentes obras me dijo que también está considerando la jubilación. Está cansado, una palabra que escucho entre el personal mayor con una regularidad monótona. Yo misma me siento muy cansada, y si voy trampeando es porque tengo una baja carga docente y al fin puedo escribir libros. Todavía me queda una década por delante, al menos, y hay días en que la perspectiva abruma. Al mismo tiempo, espero continuar publicando una vez retirada, con suerte, en paz y tranquilidad.

Las causas de la depresión general y la ansiedad son transparentes: el neoliberalismo ha creado una economía de servicios que solo ofrece empleos precarios a los jóvenes; el cambio climático amenaza con acabar con la vida en la Tierra en unos quince años como máximo, y el fascismo está aumentando en todas partes, borrando derechos humanos que ha costado más de 200 años establecer. Como si el Covid-19 no fuera suficiente, Ucrania lleva cuatro meses sufriendo una invasión horrible que, además, podría resultar en la muerte por hambruna de millones en África y Asia que dependen de los cereales ucranianos para sobrevivir. Vladimir Putin declaró la semana pasada que el reinado de Occidente ha terminado y será reemplazado por una nueva era, cambio que no me importaría en absoluto si esta fuera una era de verdadera democracia y cooperación internacional. No creo que haya querido decir eso. Esta semana he animado a mi sobrina a lo largo de los tres días que ha durado su examen de Selectividad, pese a sentirme horriblemente ansiosa por el tipo de futuro que ella y su generación encontrarán. Sé que muchos de nosotros entre los cincuenta y los sesenta años tenemos una vida relativamente buena (no mencionaré el miedo constante a la enfermedad o a que nunca obtendremos una pensión) pero temblamos por lo que el futuro podría depararles a los jóvenes, al menos yo lo hago. Entiendo que se sientan deprimidos y ansiosos, y que no vean ningún sentido en la educación, a pesar de que saben que sin asistir a la universidad sus perspectivas serán aún peores.

La situación es objetivamente mala, pero también me pregunto si se siente subjetivamente así porque nuestra capacidad para hacer frente a la vida (nuestra resiliencia) se ha visto socavada por una filosofía de felicidad que requiere estar constantemente satisfecho. Yo misma no tengo razones personales o profesionales para sentirme abatida, pero así es como describiría mi estado de ánimo desde al menos 2008, cuando estalló la crisis financiera. No estoy clínicamente deprimida pero, como muchos otros de mis conciudadanos, me resulta cada vez más difícil ver las noticias (no porque no me importen los demás, sino porque sí me importan) e incluso hacer frente a crisis personales menores que no son realmente tan importantes. Estoy, además, como estudiosa de Estudios de Género, harta y cansada de las presiones de la izquierda y de la derecha, hasta el punto de que estoy considerando rendirme por completo y escribir sobre otros asuntos, una vez que haya terminado mi próximo libro. Trato, por lo tanto, de entender si más allá de los problemas reales, la depresión y la ansiedad generalizadas tienen que ver con la ruptura de una promesa de felicidad personal y colectiva, hecha tal vez en la década de 1960, que no se ha materializado.

Tratando de entender si ese es el caso, he leído consecutivamente, por casualidad, dos libros que están en profundo diálogo mutuo. Por razones que no consigo explicarme, aún no había leído El hombre en busca de sentido (1946) de Viktor Frankl, originalmente titulada Ein Psychologe erlebt das Konzentrationslager. Tenía la impresión errónea de que se trata de un adusto libro filosófico cuando es en realidad unas memorias de la desgarradora experiencia de Frankl como prisionero de los nazis en diversos campos. El otro libro es Happycracia: Cómo la ciencia y la industria de la felicidad controlan nuestras vidas (2019) de Eva Illouz y Eric Cabanas, publicado originalmente en francés como Happycratie: comment l’industrie du bonheur a pris le contrôle de nos vies (2018). Estaba leyendo este libro y pensando en cómo se relacionaba con el otro cuando me encontré con una cita de Frankl, subrayando la conexión.

Frankl (1905-1997) era un prestigioso neuropsiquiatra activo en Viena cuando en 1942 él y su familia fueron capturados y finalmente separados. Durante los tres años de su cautiverio en diversos campos, logró tomar notas sobre su condición mental y la de sus compañeros de prisión; durante ese tiempo, Frankl encontró consuelo en la esperanza de volver a vivir con su joven esposa sin saber que ella ya había muerto. Las memorias de Frankl son diferentes de las de otros sobrevivientes del Holocausto precisamente porque él tenía una comprensión extremadamente lúcida de la resiliencia, una palabra que ahora está de moda tanto como depresión y ansiedad. Sería obsceno hablar de felicidad en el contexto de los campos y lo que Frankl describe es una situación en la que los prisioneros judíos se adaptaron lo mejor que pudieron a la erosión de su humanidad porque antepusieron la resiliencia a cualquier otro valor. Sus pensamientos no eran ni positivos (eso sería inane) ni negativos (eso sería suicida) sino que se centraban en sobrevivir paso a paso. Frankl afirma que los prisioneros más resistentes estaban motivados por la idea de algo de su vida anterior que necesitaban continuar, ya fuera una carrera y un matrimonio como en su propio caso, u otras cuestiones. Es por eso que, según explica, que para muchos el período más oscuro llegó después de su liberación cuando descubrieron que la vida cuyos recuerdos los habían estado sosteniendo en el campo de concentración ya no existía. Muchos también sufrieron, agregaré, porque sus relatos de sufrimiento extremo no fueron creídos. El volumen de Frankl fue traducido al inglés en 1959, lo que sugiere que durante unos quince años los relatos de los sobrevivientes fueron de poco interés, al menos en el área anglófona del mundo.

Illouz y Cabanas citan a Frankl como parte de sus esfuerzos para demoler la psicología positiva, la escuela de pensamiento estadounidense que afirma que la psicología no debe limitarse a tratar a los enfermos mentales, sino que debe proporcionar a todos herramientas para sentirse mentalmente estables e, idealmente, felices. Los autores se quejan, con mucha razón, de que el neoliberalismo ha convertido la psicología positiva, con la aquiescencia de sus inventores, en una herramienta para hacer responsables a los individuos de su bienestar, evitando así los problemas estructurales que están en la raíz de mucho sufrimiento humano. Dentro de los parámetros establecidos por la ‘happicracia’ neoliberal, los estudiantes no están deprimidos y ansiosos porque el presente y el futuro sean sombríos, sino porque están gestionando mal su salud mental. Muchos de los gurús ‘happicráticos’ basan sus carreras en enseñar a las personas que no están mentalmente enfermas a sentirse mal porque no están trabajando adecuadamente por su felicidad. Esto sería el equivalente a decirles a los prisioneros de los nazis que el problema no es el campo, sino su enfoque negativo de la situación. La resiliencia es en muchos sentidos parte del pensamiento positivo, pero la diferencia es que mientras que la verdadera resiliencia se refiere a la capacidad de hacer frente a situaciones negativas, de las cuales la vida tiene muchas, la resiliencia se vende ahora como una herramienta para asegurar la felicidad personal contra viento y marea. Al mismo tiempo, si la absurda promesa de que se puede llevar una vida libre de preocupaciones (porque de esto se trata la felicidad) nunca se hubiera hecho, la depresión y la ansiedad no estarían tan extendidas.

Para mí, el principal enigma es por qué tantos cuyas vidas son bastante buenas en comparación con las vidas de las muchas personas privadas de derechos en el mundo, en Occidente y en todas partes, sufren de depresión y ansiedad. Soy una atea confirmada, pero tiendo a estar de acuerdo con la visión cristiana de que la vida debe ser soportada, no disfrutada (o solo disfrutada en momentos especiales). La vida no tiene que ser un valle de lágrimas y, sin duda, lo que más me enoja es que podría ser mucho más satisfactoria si respetáramos los derechos humanos y elimináramos la sed patriarcal de poder. Sin embargo, encuentro la declaración en la constitución estadounidense de que “todos los hombres son creados iguales, que están dotados por su Creador con ciertos Derechos inalienables, que entre estos se encuentran la Vida, la Libertad y la búsqueda de la Felicidad” no solo hipócrita sino también una base pobre para una vida comunitaria de paz y justicia. Tal vez si toda la energía negativa consumida por la depresión y la ansiedad pudiera canalizarse hacia una demanda de justicia social y personal, nos sentiríamos mejor, pero como sugieren Illouz y Cabanas, ese es el objetivo del neoliberalismo: que nos obsesionemos por nuestra felicidad personal (o su carencia) mientras el mundo permanece en manos de los pocos que lo están destruyendo para su propio beneficio personal y, presumiblemente, para procurar su total felicidad.

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