Ya es de noche, después de la cena, y toca relajarse: es la hora de elegir una película en cualquiera de las plataformas a la que una está suscrita. Esto significa emplear aproximadamente dos horas en absorber una historia, dejando de lado los quince minutos (o más) que puede llevar seleccionar una película mínimamente atractiva, a menos que se haya preseleccionado y colocado en la lista correspondiente. Si sabes de una película que realmente quieres ver, tanto mejor; si no, en este punto comienzas a preguntarte si tienes la resistencia para aguantar ciento veinte minutos de un guión posiblemente mediocre con una dirección y actuaciones superficiales, la típica película con una calificación de 6 a 6’5 en IMDB. Ahí es cuando te preguntas ¿por qué no ver un episodio de una serie? Sesenta minutos como máximo y luego temprano a la cama, tal vez para leer un rato; o quedarte en el sofá a disfrutar de un videojuego. Cuatro horas y cuatro episodios después, te preguntas a dónde se ha ido el tiempo y si te despertarás a tiempo cuando suene la alarma…

¿Por qué es más fácil ver cuatro episodios de una serie en lugar de un largometraje, que siempre será más breve? Por la misma razón que es más fácil leer sesenta páginas de una novela que un relato de veinte páginas. Todas las narraciones requieren un esfuerzo para dominar las reglas de su mundo ficticio, se trate de un micro cuento o de un serial inacabable de veinte temporadas. Aplicado a un texto corto este esfuerzo no es productivo porque se gasta en poco tiempo. Con un texto más largo, sucede lo contrario: una vez que se comprenden las reglas narrativas básicas, la narración en sí puede degustarse muchas páginas o muchas horas, sin esfuerzo adicional. Cuando elegimos una serie en lugar de una película, o una novela en lugar de un relato, estamos maximizando la utilidad del esfuerzo que hacemos para entrar en sus mundos imaginarios. Cuando la película de dos horas termina, tenemos que comenzar el proceso de nuevo con otra película. Con una serie, el mismo esfuerzo se extiende horas, días, semanas y más, sin inversión adicional. Además, ver una serie también resuelve el problema de qué ver los días siguientes, hasta que la serie termine o su atractivo disminuya para el espectador. En resumen, una persona que ve una película diferente todos los días, o que lee un cuento diferente a diario, debe estar dispuesta a gastar mucha energía imaginativa, mientras que alguien que usa dos horas al día para ver la misma serie durante un mes, o leer la misma novela, solo se involucra en una historia, sin importar cuán compleja sea la trama y las subtramas.

No me gustan las series por la misma razón que no me gustan las novelas de más de 400 páginas: debe haber un límite, creo, al tiempo que estoy dispuesta a invertir en una sola historia. Por las razones que he explicado, no me gustan demasiado los cuentos, que generalmente me impacientan incluso cuando tienen solo unas pocas páginas. Me gustan las películas, pero cada vez me resulta más difícil encontrar guiones que me interesen y, por ello raras veces estoy dispuesta a invertir dos horas de mi tiempo en ver un largometraje, especialmente si estoy leyendo un libro atractivo. A menos que viaje en un tren, avión o autocar, o que lea por trabajo, no leo más de dos horas seguidas por placer, lo que significa que para mí la película de la noche está en competencia directa con cualquier libro que pueda estar leyendo. Por lo general, el libro gana.

Una solución para aquellos a quienes, como a mí, no les gustan las series y están empezando a odiar las películas es ver miniseries. La diferencia entre una serie y una miniserie no es tan fácil de establecer. En principio, una miniserie está limitada a una temporada; de hecho, la palabra ‘temporada’ ni siquiera debería aplicarse a este tipo de narración, ya que una serie solo tiene ‘temporadas’ si es propiamente una serie, no una miniserie. Para confundir aún más las cosas, no es fácil distinguir entre miniserie y serie por número de episodios: por poner un ejemplo, la brillante miniserie Berlin Alexanderplatz (1980) consta de catorce episodios, mientras que la no menos brillante serie Sherlock (2010-2017) consta de quince episodios distribuidos en cuatro temporadas. Tal vez en lugar de ‘miniserie’, deberíamos usar la etiqueta de ‘serie de una temporada’, aunque esto contradiga mi argumentación anterior. La Academia de Artes y Ciencias de la Televisión de los Estados Unidos, que otorga los Emmy, prefiere la etiqueta ‘serie limitada’, y parece que en el Reino Unido la palabra serie se usa tanto para minis como para series más largas.

En cuanto a la duración de los episodios, hay miniseries de solo dos episodios que son más cortas que la magnífica película de Steven Spielberg Schindler’s List (1993), de 195 minutos. El límite superior está marcado por el máximo que puede durar una temporada, aunque diría que quince episodios son suficientes. Los episodios pueden durar de veinte a noventa minutos, si bien la mayoría dura de cuarenta y cinco a sesenta minutos, por lo que el número de episodios no es una indicación de la duración real de una miniserie. Se dice que War and Remembrance (1988-1989) es la miniserie más larga, con sus 27 horas (en 12 episodios); ¡su primer episodio dura 150 minutos! Para agregar más datos, las dos miniseries de ficción de mayor rango en IMDB calificadas con un 9,4 (dejando de lado las miniseries documentales) son muy diferentes en cuanto a duración: Band of Brothers (2001) dura 594 minutos, Chernobyl (2019) solo 330.

La miniserie nació mucho antes de la palabra en sí, que apareció a principios de la década de 1960 (1963, según el diccionario Merriam Webster), con la adaptación serializada de novelas. En The Classic Serial on Television and Radio (2001), Robert Giddings y Keith Selby atribuyen a John Reith, el inventor británico de la radiodifusión de servicio público, la idea de usar la cadena de radio de la BBC para representar obras de teatro en la década de 1930, hábito que generó una moda centrada en los clásicos literarios y populares del siglo XIX. Esta moda se trasladó más tarde a la televisión. Giddings y Selby señalan (p. 19) que la adaptación en 1951 por parte de BBC Television de la novela The Warden de Anthony Trollope en seis episodios fue la primera miniserie; fue seguida en 1952 por Pride and Prejudice. Según Francis Wheen’s Television (1985), el inmenso éxito en los Estados Unidos, en 1960-1970, del serial británico The Forsyte Saga (1967), basado en las novelas de John Galsworthy, “inspiró la miniserie estadounidense”, también a menudo basada en novelas, tanto clásicas como best-sellers.

Siento usar mis recuerdos personales, pero sucede que mi infancia y adolescencia se solapan con el período en el que las miniserie estadounidenses y las británicas florecieron. El año clave fue 1976. Fue entonces cuando la adaptación de la BBC de las novelas de Robert Graves I, Claudius (1934) y Claudius the God (1935) como I, Claudius, y la versión de ABC del best-seller de Irvin Shaw Rich Man, Poor Man (1969) llegó a la pantalla de televisión con una fuerza de huracán que recuerdo perfectamente. Tenía diez años cuando Hombre rico, hombre pobre fue emitida por TVE, en 1977, y doce cuando Yo, Claudio fue vista por fin en España en 1978, y sí recuerdo su impacto con toda claridad. No recuerdo haber visto la exitosa miniserie anglo-italiana Jesús de Nazaret (1977, dirigida por Franco Zefirelli), emitida por TVE en 1979, pero ciertamente recuerdo el enorme fenómeno en el que se convirtió Roots (1977), o Raíces, basada en la novela de Alex Hailey (1976), en ese mismo año de 1979. Luego vinieron otras adaptaciones de la BBC (me quedé impresionadísima con la versión de 1978 de la BBC de Wuthering Heights, que vi a los trece años, antes de leer la novela de Emily Brontë) y los éxitos de la década de 1980: Shōgun (1980), adaptación de la novela de James Clavell; The Thorn Birds (1983) basada en la novela romántica de Colleen McCullough; y la trilogía de miniseries North and South (1985, 1986, 1994), basada en las novelas de John Jakes.

La miniserie que posiblemente alteró más profundamente cómo se debía gestionar la adaptación literaria fue Brideshead Revisited (1981) de Granada Television/ITV, basada en la novela de 1945 de Evelyn Waugh. Esta serie de once episodios, que lanzó la carrera de Jeremy Irons, se emitió en España en 1983. Tenía yo dieciséis años entonces y recuerdo estar completamente encantada con todo lo que mostraba. Curiosamente, Televisión Española emitió originalmente Brideshead en su segundo canal, que solo llegaba a una minoría de espectadores y luego le dio una segunda oportunidad en su canal principal en 1984. Eran los tiempos previos a la aparición de los canales privados (en la década de 1990) y mucho antes de las plataformas de streaming, cuando todos veían la misma serie. Brideshead Revisited tiene poco que ver con todas las otras miniseries que he mencionado, siendo una exploración bastante sutil del desajuste entre Charles Ryder y la rica pero decadente familia de su amigo Sebastian Flyte. También es una crónica bastante nostálgica del final de las grandes casas aristocráticas británicas (el magnífico Castillo Howard fue la ubicación principal), y como tal un precursor de la novela mucho más crítica de Kazuo Ishiguro The Remains of the Day (1989). Era yo entonces una adolescente fácilmente impresionable y creí a pies juntillas que la cultura inglesa era tan fina y elegante como Brideshead mostraba, lo cual no era el caso. Tampoco capté el profundo clasismo, que vi con toda crudeza cuando enseñé la novela una década después a estudiantes de primer año que no le vieron la gracia.

Repasando estos días las listas de las mejores miniseries actuales, es decir, de los últimos diez años, concluyo que este tipo de narración está floreciendo de nuevo, aunque también está siendo sobrevalorada. Disfruté enormemente de The Queen’s Gambit (2020), según la novela de Walter Tevis (1983), pero encontré The Night Manager (2016), basada en la novela de John le Carré (1993), muy poco merecedora de su éxito. Un problema que afecta a las miniseries es que las plataformas no distinguen en sus menús entre ellas y las series de varias temporadas, con lo cual es fácil perderse las menos publicitadas. La imposibilidad de suscribirse a todos los servicios de streaming significa además que los espectadores se pierden constantemente las series de las que podrían disfrutar. Esta iba a ser originalmente una entrada con una lista de grandes miniseries recientes, pero yo misma tengo acceso a una selección muy limitada. Este es un tema para otro post, por supuesto, pero me pregunto si la proliferación de plataformas está haciendo que la piratería vuelva a crecer, una vez que los espectadores que se apañan bien con los ordenadores han llegado a la conclusión de que no hay forma de mantenerse al día con el flujo incesante de productos audiovisuales atractivos.

Terminaré sugiriendo que la miniserie podría acabar matando la adaptación cinematográfica de novelas para el cine, probablemente sea una buena noticia. Una película de dos horas nunca puede acomodar los eventos de una novela de extensión media y mucho menos los de cualquier novela de más de 400 páginas. La miniserie, que es siempre más flexible, parece ser, por lo tanto, un vehículo mucho más adecuado para adaptar novelas, como ya demostró la hermosa versión de Orgullo y prejuicio (1995) de la BBC. La mala noticia asociada a esta tendencia es la tentación de prolongar la miniserie para una segunda temporada y más allá, con la esperanza de convertirla en una serie propiamente dicha basada en el atractivo de un personaje o una trama. Un ejemplo es The Handmaid’s Tale (2017-) ya en su quinta temporada, mucho más allá de la novela original de Margaret Atwood. Los showrunners intentan explotar el atractivo de todas las series populares, pero es bueno saber cuándo hay que detenerse, y este es el rasgo que más aprecio de las miniseries.

Espero que vosotros también las disfrutéis.

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