Hace un par de semanas impartí una conferencia sobre mujeres y ciencia ficción ante un público no especializado, que sirvió además de sesión de clausura de un curso organizado por Jordi-Agustí Font en el Espai Betúlia de Badalona. Era la única mujer conferenciante en una serie de seis sesiones y, como suele suceder, se me pidió que hablara sobre mujeres, aunque, lo que son las cosas, ahora estoy escribiendo un libro sobre hombres en la ciencia ficción. Como era de esperar, el público de mi charla fue significativamente menor (según me dijeron) que en las sesiones anteriores (sobre ciencia ficción escrita por hombres), a pesar de que los asistentes, en su mayoría damas y caballeros mayores, fueron maravillosos y me hicieron preguntas muy relevantes.
Una duda que compartí con ellos fue si la sección que había incluido en la conferencia sobre mujeres y ciencia era pertinente dado el panorama actual. Presenté una visión general básica de las dificultades de las mujeres para participar en la ciencia y ser reconocidas, desde Ada Lovelace hasta las últimas ganadoras del Premio Nobel, para argumentar acto seguido que las escritoras de ciencia ficción tienen el deber de popularizar a las científicas e ingenieras como modelos a seguir para las niñas. La ciencia ficción escrita por hombres siempre ha despertado vocaciones entre los chicos, inspirándolos a soñar con sus futuras carreras y creo que si las niñas ahora muestran un interés muy disminuido en los títulos STEM (ciencia, tecnología, ingeniería, matemáticas), esto se debe en gran medida a la falta de modelos a seguir. De hecho, hay muchas mujeres científicas e ingenieras pero tienen una visibilidad muy baja en las noticias de los medios y en la ficción en comparación con otros tipos de mujeres, profesionales o no. Mi público de Badalona estuvo de acuerdo conmigo: ninguna niña soñará con ser una gran científica o ingeniera si no se inspira en una profesional exitosa, ya sea real o ficticia.
Mi tesis, sin embargo, es bastante marginal en el campo académico de la ciencia ficción feminista, cuyas últimas batallas se centran en cuestiones de identidad hasta un punto que me parece francamente contraproducente. Asistí la misma semana en que di mi charla al congreso online organizado por la revista Foundation y la Universidad de Glasgow ‘When It Changed’, encuentro que, aludiendo al cuento clásico de Joanna Russ, examinó hasta qué punto ha mejorado la posición de las mujeres en la ciencia ficción. Quiero decir en todos los campos: como lectoras, autoras, personajes y especialistas académicas. Participé con un artículo incendiario (o eso creía) sobre cómo el tratamiento de las autoras de ciencia ficción no blancas como una categoría especial está dañando sus carreras, proponiendo que dejemos de usar indicadores raciales o que los usemos para todas, incluidas las autoras blancas. Utilicé como caso de estudio a Vandana Singh, una brillante escritora de cuentos originaria de la India que lleva décadas trabajando como científica en Boston. Singh ha pedido una y otra vez que sus historias se lean a través del doble prisma de sus intereses científicos y su herencia cultural india, pero su experiencia profesional es ninguneada por la mayoría de los académicos y reseñadores. Ella es vista, absurdamente, como una especie de representante del sur de Asia importada para llenar un vacío en el mundo de los lectores occidentales (léase ‘estadounidenses’). Nadie quiso debatir mis ideas…
Técnicamente, Singh escribe CFF, es decir, ciencia ficción fantástica, una etiqueta torpe para describir la CF con, como es obvio, algunos elementos de fantasía. La CFF es ahora, como pude ver en el congreso, la mezcla de géneros preferida entre las lectoras y escritoras. La etiqueta “ficción especulativa”, que el autor Robert Heinlein ofreció como alternativa a la etiqueta “ciencia ficción” de John W. Campbell (una mejora respecto a la “cientificción” de Hugo Gernsback), se está extendiendo más allá de la ciencia ficción. La serie Routledge Speculative Fiction, por ejemplo, se anuncia afirmando que ofrece estudios de “ciencia ficción, fantasía, terror, literatura apocalíptica/post-apocalíptica, utópica/distópica y ficción sobrenatural”. Soy la primera en conceder que “ciencia ficción” no es una etiqueta útil en muchos casos, y que el “¿qué pasaría si…?” que, según Darko Suvin, define una trama de ciencia ficción puede extenderse más allá de ese género a otras formas de ficción especulativa (“¿qué pasaría si… existieran los fantasmas?”). Pero lo que me pone bastante nerviosa es una tendencia general en la ficción especulativa escrita por mujeres a colocar la magia al mismo nivel que la ciencia o por encima de ella. No hay mujeres con poderes mágicos y si queremos empoderar a las mujeres necesitamos darles una educación mucho más sólida en ciencias e ingeniería. No la obtendrán, insisto, mientras las adolescentes sigan leyendo ficción en la que domina la magia, no la ciencia, aunque se presente como CFF.
El problema, obviamente, es que el curso que ha tomado la ciencia está dominado principalmente por la ideología patriarcal. Sin duda, el planeta está siendo destruido por la aplicación de una tecnociencia masculinista egoísta que nunca tuvo en cuenta su impacto. Leyendo estos días el magnífico volumen de Andrea Wulf La invención de la naturaleza: el nuevo mundo de Alexander von Humboldt, queda bastante claro que los científicos pioneros como este genio alemán ya entendieron a finales del siglo XVIII cómo la tecnociencia estaba dañando el planeta (no todos los hombres apoyan la ciencia patriarcal, faltaría más). Frankenstein (1818) de Mary Shelley es también una advertencia muy temprana sobre cómo el trabajo de un solo científico masculino puede acarrear la destrucción de todos los Homo sapiens. Desgraciadamente, así pues, la ciencia y la tecnología son vistas hoy como monstruos fuera de control, lo que explica la actitud ridícula de los antivacunas. Por cierto, tuve que usar Google para recordar los nombres del matrimonio turco que desarrolló las milagrosas vacunas anti-Covid de Pfizer: Ugur Sahin, de 55 años, y Ozlem Tureci, de 53, asentados en la ciudad alemana de Mainz. Algo no funciona ya que ellos deberían ser héroes inmensamente populares, nombres familiares que todos deberíamos poder reconocer.
En resumen, debido a las reacciones negativas que provoca la tecnociencia corporativa capitalista (particularmente la que está en manos de multimillonarios tecnológicos como el iluminado Elon Musk), la ciencia ficción actual escrita por mujeres ha dejado de ofrecer admiración por el científico o el ingeniero como héroes, sean del género que sean. Tampoco los autores masculinos sienten mucha admiración, o no la encuentro en la CF masculina que estoy leyendo, más bien dominada por la tecnofobia. El interés principal parece ser más bien la aventura que acompaña a la lucha contra corporaciones criminales o villanos interplanetarios.
La palabra clave que dominó la mayoría de las sesiones del congreso al que asistí fue “indígena” y, un concepto nuevo para mí, “ciencia indígena”. La entrada correspondiente de Wikipedia, que tiene una bibliografía bastante extensa, explica que la ciencia indígena consiste en los “conocimientos y experiencias” tradicionalmente transmitidos “oralmente de generación en generación” y defiende la idea de que la ciencia indígena “tiene una base empírica y se ha utilizado tradicionalmente para predecir y comprender el mundo”. Seguramente, la ciencia indígena es indispensable para reparar el daño ambiental causado por lo que Wikipedia tímidamente llama “conocimiento científico”, pero me preocupa mucho que apunte a un pasado tribal idealizado que nunca ha existido. Este concepto también borra las líneas de investigación que vinculan tradición y modernidad en Occidente. Por ejemplo, la aspirina nació cuando el químico Charles Frédéric Gerhardt mezcló salicilato de sodio, el elemento en la corteza de sauce tradicionalmente utilizado para tratar el dolor, con cloruro de acetilo produciendo así ácido acetilsalicílico. Por otro lado, el jarabe que estoy tomando para hacer frente a mi resfriado bronquial está compuesto en su totalidad por destilados a base de plantas.
Volviendo al congreso, y para resumir, me desconcierta que no se hablara de ciencia y tecnología, aparte de alusiones a la ciencia indígena. El cambio climático estuvo muy presente, pero como una especie de distopía inevitable y no como el centro de historias en las que las ingenieras encuentran una solución para detener el desastre que se avecina.
Una última reflexión se refiere al impacto real de la ciencia ficción escrita por mujeres y si, como nos preguntamos a lo largo del congreso, las cosas han cambiado. Los dos premios principales, el Hugo (otorgado por los fans) y el Nebula (otorgado por los propios autores de CF) ahora están en manos de mujeres; los autores masculinos son una minoría incluso entre los nominados. Cheryl Morgan dio una excelente conferencia sobre la evolución de la presencia de las mujeres en la historia de estos premios, señalando que las mujeres siempre habían estado mucho más presentes de lo que suponemos, y habían ganado además un número considerable de premios en la década de 1990. Sin embargo, cuando le pregunté si esta nueva visibilidad de las autoras de ciencia ficción se traduce en ventas, su respuesta fue que no lo hace porque la distribución de libros está dominada por los hombres de arriba abajo, de la cadena a la librería. Las “Estadísticas de ventas de libros de ciencia ficción [2022]” de Wordsrated son, en ese sentido, deprimentes. Las diez novelas de ciencia ficción más vendidas son Dune (1966) de Frank Herbert, 1984 (1949) de George Orwell, The Hitchhiker’s Guide to the Galaxy (1979) de Douglas Adams, The Foundation Series (1942-1993) de Isaac Asimov, Ender’s Game (1985) de Orson Scott Card, The Time Machine (1895) de H.G. Wells, Cat’s Cradle (1963) de Kurt Vonnegut, The Martian (2011) de Andy Weir, 2001: A Space Odyssey (1968) de Arthur C. Clarke y Ready Player One (2011) de Ernest Cline. Tal vez, si se juntan las ventas de toda la ciencia ficción publicada por autoras en 2022 se obtienen muchos volúmenes vendidos, pero el top 10 sigue siendo masculino, blanco y anticuado.
Termino mis reflexiones mencionando a la maravillosa Sara García Alonso, seleccionada por la ESA junto con Pablo Álvarez Fernández, como la primera aspirante a astronauta española que podría viajar a la Luna. Sara es una de las 8 mujeres, entre 17 astronautas, elegidas por la ESA en una convocatoria que ha atraído un 25% de candidatas, un “gran aumento”, señala ella, en relación con la convocatoria anterior. Sara tiene un historial impresionante como investigadora biotecnológica del cáncer y, de hecho, es el tipo de mujer que puede ser un potente modelo a seguir para las niñas, una verdadera influencer a diferencia de las mujeres tan superficiales que reinan en las redes sociales. Me pregunto qué tipo de ciencia ficción vio y leyó Sara cuando era niña y qué la inspiró a querer ser astronauta… También me pregunto qué escritoras de ciencia ficción están trabajando en historias sobre mujeres exitosas como ella, para llegarles a las niñas y así empoderarlas.