Escribir sobre el transgenerismo como una persona cisgénero siempre es complicado y un potencial campo minado. Hoy, sin embargo, el Parlamento español aprobará presumiblemente la nueva “Ley para la igualdad real y efectiva de las personas trans y para la garantía de los derechos de las personas LGTBI”, conocida simplemente como “Ley Trans”, que la ministra de Igualdad, Irene Montero, ha promovido, y este parece un buen momento para considerar el asunto. La nueva ley, como sabemos, ha dividido al feminismo español en un frente pro-trans y otro TERF, pero como no conozco suficientemente su texto no tengo una opinión que expresar. Creo en la defensa de los derechos personales, pero veo que en algunos ámbitos (como el deporte) hay cuestiones que resolver dadas las evidentes diferencias biológicas entre las mujeres trans y cisgénero.

            La inspiración para mi publicación de hoy es pura curiosidad. Hasta ahora he tenido dos estudiantes trans, pero como su profesora habría sido totalmente impropio que les preguntara cómo sabían que su cuerpo no coincidía con su género, tal como sería igualmente inadecuado hacerle una pregunta personal a un estudiante LGTBI+ (o a cualquier estudiante) para satisfacer mi curiosidad. Para eso están las memorias y las autobiografías y, por lo tanto, después de haberme tropezado con la increíble historia de la reputada periodista y escritora galesa Jan Morris, he leído sus memorias Conundrum (1972, traducidas como Enigma por Ana Mata Buil).

            Lo que hace que la historia de Morris sea especial quizás no sea tanto su propia experiencia individual, sino su relación con Elizabeth Tuckniss. Morris, nacida en 1923, siempre supo que era una mujer, pero quería tener hijos, lo que solo podía hacer como hombre (o macho). En 1949 se casó con Tuckniss, quien siempre estuvo al tanto del transgenerismo de su esposo, y criaron cuatro hijos juntos. Morris se presentó como hombre y mujer durante unos años, a media treintena, pero decidió transicionar una vez que los hijos mayores entraron en la adolescencia, sometiéndose a varias operaciones quirúrgicas (la primera en 1972 en Casablanca, con el famoso Dr. Georges Burou). Después de que Morris se convirtiera legalmente en Jan, abandonando para siempre su nombre masculino muerto, la pareja tuvo que divorciarse, ya que dos mujeres no podían estar casadas legalmente. Sin embargo, mantuvieron viva su relación y legalizaron su unión civil en 2008, después de que el Reino Unido permitiera las uniones entre personas del mismo sexo (aunque no el matrimonio). En Conundrum Jan escribe que aunque era una mujer heterosexual atraída por los hombres, nunca consideró casarse con un varón, porque “a menos que alguna pasión cegadora intervenga en una u otra de nosotras, [Elizabeth y yo nos] proponemos compartir nuestras vidas, felices para siempre” (Capítulo 17). De hecho, las dos mujeres fueron enterradas juntas y el epitafio grabado en su lápida reza “Aquí hay dos amigas, Jan y Elizabeth, al final de una vida”. Lamentablemente, hay muy poco sobre Elizabeth en las memorias de Jan y, según parece, nunca comentó su singular historia de amor. Cuando Jan escribe: “Con la amorosa ayuda de Elizabeth abandoné el intento de vivir como un hombre, y di los primeros pasos hacia un cambio físico de sexo” (Capítulo 11, cursiva añadida), las memorias provocan mucha curiosidad que, desafortunadamente, nunca se satisface.

            Morris, quien murió en 2020, reeditó Conundrum en 2001 y escribió en la Introducción que aunque “los años han hecho que algunas partes de mi libro parezcan pintorescamente anacrónicas, no han alterado en lo más mínimo sus actitudes fundamentales”. Ella “enmendó sólo unas pocas palabras” por razones “puramente factuales”. Esto es sorprendente. Su editor debería haberle señalado que muchos de sus comentarios suenan dolorosamente clasistas, colonialistas, racistas, homofóbicos e incluso misóginos. Me sorprendió en particular lo nada consciente que Morris es de su propio privilegio. Las memorias comienzan con las famosas frases: “Tenía tres o quizás cuatro años cuando me di cuenta de que había nacido en el cuerpo equivocado, y realmente debería ser una niña. Recuerdo bien el momento, y es el primer recuerdo de mi vida” (Capítulo 1). En esta escena, la niña está debajo del piano de su madre, mientras ella toca una pieza de Sibellius en su cómoda casa de clase media alta. Más tarde, cuando Jan se somete a la primera operación, la alta tarifa que exige el Dr. Burou se menciona al menos dos veces (el sistema de salud público británico ofreció la operación de forma gratuita, pero el cirujano decidió en el último momento que solo operaría a Jan si ella se divorciaba primero de Elizabeth, algo que rechazó hacer).

            En la introducción, Jan escribe que siempre pensó en su “enigma” como “una cuestión del espíritu, una especie de alegoría divina” para la cual las explicaciones “no eran muy importantes de todos modos”. Su historia (“Treinta y cinco años como hombre, (…), diez en el medio, y el resto de mi vida como yo”, Capítulo 16) no se narra como una historia de liberación sino como una historia de normalización y es en ese sentido, si no bastante plácida (Jan afirma que se habría suicidado sin la posibilidad de pasar por el quirófano) al menos carente de gran drama, sin duda porque, insisto, como periodista y escritora respetada, Jan pudo tomar una serie de decisiones fuera del alcance de personas menos privilegiadas. Lo que llama la atención hoy es el pequeño papel que juega la sexualidad en su experiencia, hasta el punto de que Jan se ve a sí misma como miembro de una futura vanguardia asexual, y que acepte sin cuestionarla la condición subordinada de las mujeres en la década de 1970, cuando transicionó en medio de la segunda ola feminista.

            Me sorprendieron muy negativamente no solo su revelación de que recibió su primer beso “carnal” como mujer de un taxista que, en esencia, la agredió sexualmente, sino también pasajes como este: “Los hombres me trataban cada vez más como una menor (…); y así, abordando todos los días de mi vida como alguien inferior, involuntariamente, mes tras mes, acepté esa condición” (Capítulo 17). Estas palabras me hicieron pensar en algo más que obvio: la transición transgénero está condicionada por el estado de la medicina y la comprensión del género en el momento en que una persona decide someterse a este gran cambio. Estoy segura de que el Dr. Burou estaría muy sorprendido por lo lejos que otros han llevado sus enseñanzas (aunque hasta ahora la transición biológica completa aún no es posible), pero también hay una gran diferencia entre las ideas patriarcales sobre la feminidad que articularon la transición de Jan Morris y cómo entendemos el género hoy.

            Conundrum me hizo pensar también en cómo las personas cisgénero experimentamos el género y, secundariamente (o no), la sexualidad. La pregunta que hay que hacer, creo, no es ‘¿cómo supiste que eras una persona trans?’ sino ‘¿cómo sabes que eres una persona cisgénero?’ Jan Morris escribe, como he mencionado, que a pesar de haber nacido varón, sabía a los tres o cuatro años que “realmente debería ser una niña”, lo que constituyó “el primer recuerdo de mi vida” (Capítulo 1). Desafío a cualquier persona cisgénero a reproducir un recuerdo similar sobre cómo supo a una edad tan temprana que era un niño o una niña, sin rastro de disforia de género y con una plena intuición de cómo el cuerpo y el género se vinculan. Yo no tengo ese tipo de recuerdo, al igual que no recuerdo cuándo comprendí que soy heterosexual. De hecho, podría argumentar que no sé con certeza si soy una mujer y una persona heterosexual porque me falta un punto de inflexión en mi vida en el que fuera consciente de mi propia identidad y me percatara de que había otras posibilidades, otras opciones.

            Los que me rodeaban me dijeron que, dada la forma de mis genitales, yo era una niña y a cada momento de mi infancia me indicaron qué estaba bien o mal para una niña, en las circunstancias patriarcales y sexistas de la España de 1960 y 1970. Algunas directrices nunca calaron (hasta la fecha no uso maquillaje excepto lápiz labial y me siento muy incómoda con zapatos de tacón alto), y tomé otras decisiones seguún mi personalidad, amigos y educación. Y la forma de mi cuerpo, como debo enfatizar. Crecí muy confundida acerca de por qué otras chicas parecían abrazar la feminidad con total naturalidad mientras que yo siempre tenía dificultades para aceptar mi aspecto físico, atraer a los chicos que me interesaban o pensar en mí misma como una futura madre. Siempre he admirado ciertos tipos de mujeres para mi ideales, pero nunca me he acercado a ese ideal ni lo conseguiré. Es por eso que me desconcierta tanto que las personas trans sepan con tanta certeza quiénes son en términos de género. Soy cisgénero y todavía no sé si soy realmente una mujer, aunque soy una mujer biológica que es también heterosexual. O al menos así voy por la vida.

            La nueva ley española permitirá a las personas trans declarar su género ante un juez y hacerlo oficial, sin necesidad de transición corporal. Creo que la ley no debería interferir en este asunto y todos deberíamos ser libres de vivir nuestro género como nos plazca. Sin embargo, tal vez sería necesario que las personas cisgénero también pasemos por el trámite de una declaración formal ante el juez para que entendamos quiénes somos. Lo mismo aplica a la heterosexualidad, condición que la mayoría de la gente asume sin entender completamente por qué o qué es (no es una herramienta para la reproducción de la especie ya que muchos heterosexuales no desean tener hijos). En ese sentido, es totalmente injusto que los heterosexuales cisgénero que hacen las leyes estén pidiendo a otras personas que se expliquen cuando no podemos explicarnos a nosotros mismos excepto murmurando que nuestra condición es natural y normativa (no es ninguna de las dos cosas). Necesitamos estar preparados, además, para ese futuro en el que la medicina permitirá a los individuos hacer una transición completa e incluso revertirla, de modo que, como sucede en tantas novelas de ciencia ficción, las personas puedan ser madres y padres biológicos si así lo desean en diferentes períodos de sus vidas (sí, estoy pensando en La mano izquierda de la oscuridad).

            El enigma que Jan Morris describe, en resumen, es un enigma para todas las personas en relación al género. No tenemos idea de por qué funcionamos de esta u otra manera en nuestras preferencias sexuales y de género, a pesar de la abundante investigación sobre la influencia de los cromosomas, las hormonas, la fisiología del cerebro, la psicología personal, etc. Tal vez inconscientemente James Morris deseaba ser Jan desde la edad de tres años porque no quería ser sometida al terrible destino de su padre, Walter Henry Morris, un hombre que murió cuando ella tenía 12 años, incapaz de superar la experiencia traumática de ser gaseado en la Primera Guerra Mundial. Del mismo modo, debe haber una razón social detrás del creciente número de personas que desean transicionar, el hecho de que son más jóvenes que nunca y el hecho de que son en su mayoría mujeres (aunque no en un porcentaje muy alto).            

Diría que algo funciona muy mal en el modelo normativo cisgénero cuando tantos jóvenes se sienten incómodos con él y dispuestos a arriesgarse a modificaciones corporales intensas y peligrosas para curar esa incomodidad. Según la OMS solo entre el 0’3 y el 0’5% de la población mundial es trans (unos 39 millones), pero más allá de los números lo que importa es cómo las personas trans están cuestionando los modelos de género que el 95% de la población ha dado por sentado hasta ahora. Es hora de repensarlos, así pues, y reconsiderar qué significa asumir que somos cisgénero, quienes lo seamos.