Recientemente he tenido ocasión de leer el interesante libro de Saifedean Ammous, profesor de Economía en la Escuela de Negocios Adnan Kassar en la Universidad Americana de Líbano, y más concretamente la traducción española del mismo, a cargo de Mercedes Vaquero Granado, impreso por Ediciones Deusto (ed. Planeta) en 2018. Ya adelanto desde ahora que me ha parecido de gran interés, y que recomiendo vivamente su lectura, no solo a quienes quieran entender el funcionamiento y la razón de ser de Bitcoin, sino también, y muy especialmente, a quienes quieran entender el funcionamiento del sistema monetario y su historia. A este respecto, destacaría algunos rasgos del libro que lo hacen digno de lectura: primero, está muy bien escrito, y los problemas se presentan de una manera muy clara y convincente; segundo, el autor demuestra un importante bagaje de conocimientos de historia económica, y particularmente de historia monetaria; en tercer lugar, es un libro valiente, incluso provocador; en cuarto lugar, no se suma a las corrientes de pensamiento político-económico al uso, sino que las critica abiertamente y sin ambages. En este sentido, es de destacar que sus críticas alcanzan tanto a las teorías keynesianas como a las monetaristas (por ejemplo, pocas veces he leído un comentario de un libro tan demoledor como el que dedica, en las páginas 169 a 175, a la obra de Milton Friedman y Anna Schwartz A Monetary Histroy of the United States,1867-1960). En su opinión, a la postre ambas conducen a una gestión deficiente de la masa monetaria y a la inflación. Sus simpatías en cuanto al pensamiento económico, que explicita con toda claridad, se sitúan del lado de la escuela austríaca de finales del siglo XIX y principios del XX y del sistema monetario basado en el patrón oro. Como veremos, este posicionamiento no es nada extraño en alguien que se empeña en explicar la singularidad de Bitcoin como moneda.
Entremos un poco más a fondo en el planteamiento del libro: creo que bien puede decirse que, para valorar la mayor o menor bondad de una solución, primero hay que conocer (y, por supuesto, entender) cuál es el problema. Por ello, es de agradecer que la mayor parte del libro se dedique a estudiar las funciones del dinero y su historia, o mejor dicho sus historias (formas de dinero primitivo, metales monetarios, monedas gubernamentales, la cuestión de la preferencia temporal y el ahorro…), y que no sea hasta el capítulo octavo, a partir de la página 255, cuando empieza a hablar del dinero digital. En resumen, la tesis fundamental del libro es que, para que una moneda sea sólida, resulta imprescindible que la masa monetaria no pueda crecer con facilidad o, lo que es lo mismo, que la cantidad de nueva moneda que pueda introducirse en el mercado sea pequeña en comparación con el conjunto de la masa monetaria existente, razón que explicaría que el oro haya sido utilizado con éxito como instrumento monetario durante siglos, por ser un metal escaso y porque la cantidad de nuevo oro que pueda extraerse ha sido, y es, relativamente pequeña en comparación con el total de las existencias del preciado metal. En cambio, una moneda débil sería aquella cuyas existencias puedan aumentarse con facilidad, lo que provoca inflación, pérdida del valor de los ahorros y una dificultad de atesorar capital para destinarlo a fines productivos. Explica interesantes ejemplos en distintos lugares y momentos históricos, como el de las manipulaciones monetarias y la inflación que contribuyeron a la caída del imperio romano o el caso de las piedras rai de la Isla de Yap (Micronesia), cuyo rol monetario resultó comprometido a finales del siglo XIX como consecuencia del contacto de la isla con la moderna sociedad industrial capaz de introducir en ella grandes cantidades de la piedra en cuestión. Pero sobre todo deplora que, desde el momento en que se abandonó el patrón oro, el sistema monetario se base en monedas gubernamentales (monedas “fiat” o “hágase”), cuyas existencias pueden aumentar prácticamente sin límite, dependiendo de decisiones políticas de los Estados. Semejantes monedas gubernamentales conducirían inevitablemente a la inflación (o incluso a la hiperinflación), a la pérdida de valor del dinero y, en consecuencia, a desincentivar el ahorro. Pero, además, a juicio de Ammous, esta situación tendría múltiples repercusiones negativas en el plano económico y social; por ejemplo, la constante subida de precios o las devaluaciones desincentivarían el ahorro, puesto que pondrían en jaque una de las principales funciones del dinero, cual es la de constituir una reserva de valor. Por el contrario, incentivarían el consumo inmediato, y ello daría como resultado final una actitud poco responsable ante la vida y la dificultad de planear proyectos a largo plazo. Por otra parte, las monedas débiles constituirían un instrumento favorable a la arbitrariedad política y, en último término, una amenaza para la libertad de los ciudadanos, que quedarían permanentemente expuestos a la “expropiación” del valor de sus ahorros.
Pues bien, ante el actual panorama de monedas gubernamentales, actual o potencialmente débiles, Ammous defiende de manera convincente que Bitcoin puede constituir una auténtica alternativa, un nuevo paradigma monetario. Por un lado, se trataría de una alternativa “descentralizada”, en comparación con el sistema “centralizado” basado en los bancos centrales de los Estados y, por otro, sería una alternativa puramente basada en el mercado y en el consenso de sus múltiples actores (inversores y los llamados “mineros”, que contribuyen al funcionamiento del sistema mediante el procesamiento informático y verificación de las operaciones). Entonces, se trataría de una moneda cuyo funcionamiento sería ajeno al control de los Estados y, según el autor, tampoco podría ser controlada por ningún partícipe o grupo de partícipes, por el gran número de participantes en su gestión descentralizada; es decir, ni siquiera personas o grupos con gran poder económico podrían manipularla (y, suponiendo que intentaran hacerlo, tendrían que invertir cantidades de una magnitud tal que no existiría un incentivo para hacerlo, ante el riesgo de que la moneda se devaluara de manera importante una vez que, como resultado de su manipulación, dejara de ser una moneda fuerte). Pero, para que Bitcoin sea una moneda realmente fuerte, no basta con su gestión descentralizada mediante tecnología blockchain. La clave de su fortaleza estaría, según Ammous, en el estricto control de la masa monetaria existente. Desde su inicio Bitcoin se diseñó de tal manera que la creación de nuevas unidades estuviera perfectamente limitada y no pudiera ampliarse discrecionalmente, y además la ratio de crecimiento de Bitcoin es decreciente, hasta el día en que su número llegue a ser finito. En otras palabras, Bitcoin sería una moneda fuerte precisamente porque se ha diseñado para que su número sea escaso y no pueda crecer con facilidad. Por tanto, aun cuando no sea una moneda de curso legal, al menos de momento (sin embargo, en algún Estado, como El Salvador, ya lo es), cumpliría de una manera muy eficaz (y, según el autor, mejor que ninguna otra) una de las funciones básicas de la moneda, que es la de ser una reserva de valor. En cambio, al menos por el momento, no sería la mejor opción para las transacciones cotidianas, particularmente las de escaso valor. Para esta función de instrumento para los intercambios, funcionarían mejor los criptoactivos de “segunda capa” que, aunque representativos de depósitos en Bitcoin, operarían fuera de la blockchain de Bitcoin. Desde luego, esta relación entre las dos “capas” presenta una clara analogía con la que durante mucho tiempo existió entre el oro (reserva de valor custodiada por los banqueros y luego por los bancos centrales) y los diversos títulos representativos del mismo (certificados de depósito, billetes…), que eran los que cambiaban de manos en las transacciones cotidianas. En resumidas cuentas, sostiene la obra reseñada que la fortaleza de Bitcoin resulta inexpugnable, puesto que, al menos con la tecnología actualmente disponible, no resulta posible multiplicar su número más allá de lo inicialmente programado. Personalmente, no estoy en condiciones de juzgar el acierto de esta afirmación, dado que carezco de los conocimientos técnicos necesarios para ello; pero, si realmente es así, entonces hay que reconocer que el argumento en favor de la fortaleza de Bitcoin es muy poderoso. A este respecto, no está de más añadir que el autor considera que el caso de Bitcoin, por ser la primera de las criptomonedas en el tiempo, es único e irrepetible, y que ninguna de las demás monedas virtuales (las “Altcoins”) alcanza su nivel de seguridad, como demuestran los ataques informáticos que han sufrido algunas de ellas. También desmitifica la tecnología blockchain, aportando sólidos argumentos en el sentido de que no todos los sistemas que la utilicen serán igual de seguros, y que esta tecnología tampoco sería la más indicada para cierto tipo de funciones (p. 338 y siguientes). A este respecto, resultan de especial interés para el jurista sus breves consideraciones en torno a las posibilidades de aplicación de la tecnología blockchain en el ámbito de los contratos (p. 349-351): a su juicio, la idea de que el contrato se cifre en una blockchain y se ejecute sin posibilidad de anularlo, obedeciendo únicamente a los parámetros de lo progrmado (principio de que “el código es la ley”), se enfrentaría a un inconveniente fundamental, que es que el lenguaje jurídico que se utiliza para redactar los contratos lo entiende mucha más gente que el lenguaje codificado que utilizan los elaboradores de los contratos “inteligentes”, por lo que muy pocas personas tendrían conocimientos técnicos suficientes para comprender cabalmente las implicaciones de un contrato “inteligente”. Se trata de una objeción de puro sentido común, que sin duda afecta a un aspecto nuclear de la estructura contractual, que es el consentimiento de los partícipes.
En definitiva, estamos en presencia de una obra decididamente militante en favor de Bitcoin. Ahora bien, está claro que no se trata de la obra de un vocero que agote su discurso en las maravillas tecnológicas de la modernidad. Todo lo contrario, sus afirmaciones se fundamentan en argumentos sólidos, basados en un muy buen conocimiento de la función monetaria y de su historia, argumentos que por tanto merecen ser tenidos en cuenta, incluso si no se estuviera de acuerdo con ellos. Personalmente, el libro de Ammous ha conseguido convencerme de las razones por las que Bitcoin puede desempeñar eficazmente una función monetaria, concretamente como reserva de valor. También pueden compartirse otras consecuencias que, según el autor, se derivan de ello. Ahora bien, hay algún planteamiento que no acaba de convencerme. El primero se refiere a la relación entre Bitcoin y las actividades ilícitas (capítulo 10, apartado quinto: ¿Es Bitcoin para delincuentes?, p. 314-317). Según el autor, constituiría un tópico sin fundamento que Bitcoin es un instrumento idóneo para los delincuentes, puesto que la tecnología en la que se basa permite el registro de todas las transacciones y su rastreo. Teniendo esto en cuenta, Bitcoin no sería una herramienta para delincuentes (o, al menos, no lo sería más que otras monedas). En lo que no estoy de acuerdo es en la conclusión que de ello deduce: si Bitcoin se utilizara para cometer “delitos” con víctimas (ignoro si el término “delito” es el que se emplea en la versión original o es producto de la traducción española), entonces la persona afectada intentaría poner en marcha una investigación para identificar al infractor. Por el contrario, cuando las acciones ilegales no produjeran víctimas (un ejemplo de este segundo tipo sería, a su juicio, la evasión de capitales), nadie se tomaría molestia de investigar y rastrear las operaciones. A mi juicio, se trata de una visión excesivamente simplista. Puede haber muy distintos tipos de infracciones, y, conceptualmente, las víctimas pueden ser personas concretas o bien puede existir un perjudicado que podríamos llamar “genérico”, en cuanto la conducta afecte a colectivos más o menos amplios o incluso a la sociedad en su conjunto. Además, y desde una perspectiva puramente pragmática, creo que la decisión de investigar actuaciones ilegales en muchas ocasiones puede depender, no tanto de la existencia o no de víctimas concretas claramente identificables, sino de la información, recursos y capacidad de actuación de quien pueda tomar la iniciativa de perseguir determinadas conductas. Por ejemplo, previsiblemente tendrá mucha más capacidad de investigación y rastreo de las operaciones la Administración fiscal de un Estado, incluso cuando actúe con un enfoque preventivo, que, pongamos por caso, un pequeño comprador de criptomonedas que hubiera sido víctima de una estafa o que hubiera sufrido el robo de las claves que permitieran el acceso a su cuenta.
El segundo punto en el que no estoy de acuerdo es en la estimación que se realiza de las posibles consecuencias a largo plazo de Bitcoin. Pero vayamos por partes. El inicio del argumento es el siguiente: Bitcoin constituiría una garantía de libertad y “soberanía individual”, puesto que permite a las personas depositar sus ahorros en una moneda fuerte, que por tanto conservará su valor, y que además los pondrá al abrigo de Estados potencialmente opresivos, consiguiendo así una autonomía financiera que no podría ser expropiada. Ahora bien, creo que lleva el argumento demasiado lejos cuando se plantea la posibilidad, a modo de hipótesis, de que Bitcoin tuviera por consecuencia acabar con los Estados tal como los entendemos actualmentea. En síntesis, el proceso podría ser el siguiente: los ciudadanos se darían cuenta, cada vez más, de que Bitcoin constituye un refugio seguro para sus ahorros, mientras que las tradicionales monedas gubernamentales tienden a devaluarse, además de estar expuestas a las exacciones fiscales de los Estados. Otro tanto ocurriría con los activos “físicos”, por ser susceptibles de aprehensión por parte de los Estados. Así las cosas, sería de prever que las personas tendieran a transferir sus activos hacia Bitcoin, en detrimento de los activos tradicionales al alcance de los Estados. Ello podría provocar, más o menos a largo plazo, una erosión de la base fiscal de los Estados que los hiciera insostenibles, lo que conduciría a su desaparición o transformación radical. Por ejemplo, sería posible que se transformaran en organizaciones de adhesión voluntaria, que solo podrían sobrevivir si ofrecieran servicios por los que las personas estuvieran dispuestas a pagar. En definitiva, la visión más radical de este planteamiento sería tributaria de una ideología “anarcocapitalista” que vería en Bitcoin la manera de garantizar la libertad de los individuos y de escapar del control de los Estados, yendo hacia una gobernanza mundial basada en una estructura de mercado eficiente. Ahora bien, la valoración, positiva o negativa, de este posible resultado depende, lógicamente, del sesgo político-ideológico desde el que se contemple. A este respecto, la perspectiva del autor es claramente favorable a una disminución del papel del Estado: valora muy positivamente que la economía cibernética permita al individuo “subvertir las restricciones y regulaciones estatales” (p. 267) y celebra que Bitcoin ofrezca al individuo moderno “la oportunidad de prescindir de los Estados socialistas, keynesianos, gerenciales y totalitarios; y constituye una solución tecnológica sencilla ante la peste actual de los gobiernos que subsisten explotando a las personas productivas residentes en su territorio” (p. 269). En cambio, desde una perspectiva opuesta, la erosión continuada del rol del Estado y de su capacidad redistributiva propiciada por el contexto de la globalización se ha valorado muy negativamente (un trabajo clásico al respecto sería el de Tony Judt, Algo va mal, traducción de Belén Urrutia, Madrid, ed. Taurus, 2011). En el fondo, creo que la nueva sociedad digital no hace sino poner de relieve, una vez más, la eterna tensión entre la libertad individual y la organización social, tensión para la que mucho me temo que no hay una solución perfecta, y a este respecto la evolución histórica no ha hecho más que decantar soluciones necesariamente imperfectas en las que se ha intentado conseguir un equilibrio entre las libertades individuales y una organización política sujeta a un control democrático. En definitiva, creo que el Estado (o los Estados) son imperfectos, pero también lo es el mercado totalmente desregulado. Sea como fuere, tengo la impresión de que, si realmente sucediera que Bitcoin acabara con los Estados, el resultado final no sería el paraíso libertario que algunos imaginan. La experiencia demuestra que, cuando se producen vacíos de poder estatal, o en situaciones de Estados fallidos, lo que surge no es un orden espontáneo entre personas libres e iguales, sino caos, inseguridad y violencia. Cuando se produce un vacío de poder público no se pasa a una situación de ausencia de poder, sino que el poder lo ocupan otros, llámeseles bandas criminales, mafias o “señores de la guerra”. A lo largo de la historia, incluso reciente, no faltan ejemplos de ello.
Dr. Miguel Gardeñes Santiago