Este verano he pasado unos días en los Alpes franceses. Para ambientarme, además de las necesarias guías y mapas, llevé un libro, que ya había empezado, en la seguridad de que sería una estupenda lectura. El libro es Las montañas de la mente. Historia de una fascinación, de Robert Macfarlane.

Entre relatos de experiencias del propio autor en sus aventuras montañeras, va desarrollando la idea central que le da título. Las montañas no han sido siempre contempladas de la misma forma, ni han sido admiradas por su belleza en cualquier época, bien al contrario, hasta no hace demasiado tiempo las montañas fueron consideradas lugares peligrosos y no era necesario explorarlas ni visitarlas puesto que nada atractivo se les atribuía. Pero en los últimos siglos nuestra concepción de los paisajes y de la aventura asociada al peligro y a la gloria ha ido valorando a los exploradores como héroes y asociando a los paisajes ideas de sublimidad.

Es un libro de historia cultural, apasionante, que demuestra como incluso la concepción de nuestro entorno natural es dinámica. No hay nada inmutable porque la forma en que nos relacionamos con la naturaleza también tiene una “geología”, una lenta sucesión de cambios que se acumulan y que conforman una determinada percepción.

Aunque en la explicación faltan algunos elementos de contexto y de relación con otros elementos culturales que claramente actúan también en esta historia de las montañas, el libro se lee con pasión y placer. Y deja huella, ayuda a comprender como construimos un imaginario que abarca cualquier aspecto de nuestra existencia. 

Os dejo un pequeño fragmento que podéis encontrar en la página 229 (Alba Editorial, colección Trayectos):

Toda una carga de suposiciones, en gran medida imperceptibles, e ideas preconcebidas, afecta a la forma en que percibimos un lugar y actuamos en él. El bagaje cultural -la memoria- es ingrávido, pero no es posible desprenderse de él.

Así, pues, es posible que lo desconocido exista con mayor facilidad previamente, en la imaginación.