NOTA: con disculpas por la pedantería, uso aquí los nombres originales de los monarcas británicos Elizabeth II y Charles III para acabar con la ridícula costumbre de traducir sus nombres, aunque me consta que también se observa en inglés. Si el Presidente americano es Joe Biden y no Pepe Biden, no veo razón para que Elizabeth II sea Isabel II.

La reina Elizabeth II falleció el pasado jueves 8 de septiembre, y en los días siguientes hemos visto una manifestación pública de dolor que no da señales de disminuir. El funeral de Estado programado para el lunes 19 marcará un clímax y pondrá fin formalmente a la segunda era Isabelina, aunque aún está por ver si los futuros historiadores se referirán al período 1952-2022 como tal.

            En los días transcurridos desde la muerte de Elizabeth Windsor, he estado esperando señales de un aumento del activismo republicano, pero a estas alturas es obvio que este es débil y que el fallecimiento de la Reina puede incluso haber aumentado el sentimiento pro-monárquico. El nuevo rey Charles III ya ha mostrado en dos de sus apariciones oficiales su mal genio pero a pesar de ello su popularidad sigue aumentando. Ni siquiera los muchos tuits que conmemoran a la difunta princesa Diana como la verdadera reina, en lugar de la reina consorte Camilla, parecen haber hecho mella en esa popularidad; las sugerencias de que el príncipe heredero, William, debería ser coronado en lugar de su padre no se encuentran en ninguna parte. Solo el príncipe Andrés, abucheado por un escocés descontento como un “viejo verde” (debido a su asociación con Jeffrey Epstein) durante la procesión fúnebre de Edimburgo, ha atraído algún sentimiento negativo, aunque muy menor.

            Aunque sigo horrorizada por el infame tuit de la profesora Uju Anya (“He oído que la monarca jefa de un imperio genocida ladrón y violador finalmente se está muriendo. Ojalá que su dolor sea insoportable”) por su fealdad y crueldad, es cierto que esto es lo que fue Elizabeth II. Las personas no blancas tanto en el Reino Unido como en las antiguas colonias tienen mucho de que alegrarse por el fin de su reinado, aunque los ataques contra una persona anciana moribunda me parecen de muy mal gusto. Las imágenes de sus llorosos súbditos no son universalmente blancas, pero este es el momento adecuado para iniciar una conversación pendiente sobre la participación de la monarquía británica en la esclavitud, los horribles efectos del colonialismo y el imperialismo en todo el mundo, y la situación anormal por la cual el rey Charles III seguirá siendo formalmente el jefe de estado de catorce antiguas colonias. La Primera Ministra de Nueva Zelanda, Jacinta Arden, ha hecho saber que la nación que dirige no tiene prisa por proclamarse república, algo que me sorprende, aunque veremos qué sucede cuando Australia tome ese camino, como hará muy pronto (aunque posiblemente después de las naciones caribeñas aún sujetas a la monarquía británica). Esperemos un efecto dominó.

            Aparte de Twitter y otras redes sociales, donde en cualquier caso la avalancha de condolencias, luto y lágrimas ahoga la respuesta negativa, los medios británicos más progresistas me han decepcionado. Y, sí, me refiero a The Guardian. Solo ayer, cinco días después de la muerte de la reina, este periódico comenzó a publicar columnas de opinión y caricaturas que cuestionan los acontecimientos que rodean esta muerte, desde la exhibición alucinante de ceremonias y boato totalmente obsoletos, hasta el tema del legado colonial de Elizabeth, perpetuado a través de la fantasía de que de alguna manera la Commonwealth continuaría existiendo y se convertiría en una alternativa a la Unión Europea.

            Un mantra que se ha invocado en los medios de comunicación y las redes sociales es que ahora no es el momento de plantear cuestiones políticas delicadas, ya que el Reino Unido está de luto y la difunta reina merece respeto por su largo servicio a la nación. No estoy de acuerdo. Este es el momento, aunque entiendo que cualquier conversación se complica por el recuerdo de la abuela de aspecto dulce en la que se había convertido Elizabeth Windsor en los últimos años. Si, con perdón, el funeral fuera el del mucho menos popular y mucho menos atractivo Charles, las cosas serían muy diferentes. Me parece, además, desafortunado y controvertido que haya escogido reinar como Charles III, recordando a todos que mientras que el primer Charles fue ejecutado para facilitar la inauguración de la única república británica hasta ahora, el segundo Charles restauró la monarquía parece que para siempre. Creo que Charles III está advirtiendo al mundo que él es el tipo de monarca que se queda en su trono, no el tipo que es depuesto. Podría haber elegido reinar como el rey Arthur I usando uno de sus nombres de pila (los otros son Philip y George), pero ha escogido seguir siendo Charles.

            Debatiendo estos asuntos con mi familia, uno de mis hermanos argumentó que, en general, por odiosas que sean las ideas de monarquía y poder heredado, no cree ni por un momento que un presidente republicano y su familia sean más baratos de mantener. Posiblemente tenga razón, pero más allá de la cuestión del costo y la ridiculez de que un crío o cría cualquiera sea nombrado heredero al trono en el momento en que nace en cierta familia independientemente del consentimiento público, el caso de la monarquía británica (y española) se vincula ahora muy estrechamente y con gran incomodidad con la política. Se podría pensar que la idea misma de la monarquía es política, pero dado que los monarcas no tienen poder y ahora son figuras representativas, sus vínculos en Gran Bretaña y España con la política espantosa del pasado reciente los hacen profundamente cuestionables en términos de representación nacional.

            El rey Juan Carlos I, como sabemos, tuvo que abdicar debido a los muchos escándalos financieros y personales en los que se ha visto envuelto, pero el principal escándalo es que fue el heredero elegido por el dictador Franco y, como tal, no hizo nada durante largos años para traer la democracia. Elizabeth II nunca ha sido asociada a ningún escándalo personal (excepto por lo mal que reaccionó al maltrato de Charles hacia Diana, o porque compró el silencio de la víctima de abuso sexual de su hijo Andrew), pero no hizo nada personalmente para reconocer los crímenes cometidos por el Imperio Británico. Muchas más voces necesitan cuestionar su silencio, y Charles III necesita ser obligado a reconocer esos crímenes, lo mismo que sería necesario que Felipe VI lo hiciera con respecto a la trágica ocupación de América Central y del Sur.

            Como catalana, quizás la parte que menos entiendo del homenaje servil que rodea el fallecimiento de la reina es la situación en Escocia. El independentismo catalán está en declive, a pesar de las pretensiones de la Assemblea Nacional de Catalunya, pero ha logrado aumentar el ya palpable sentimiento antimonárquico y republicano en Cataluña. A ningún miembro de la actual Familia Real se le ocurriría mantener una residencia como la de Balmoral en Cataluña, de hecho sus estancias se limitan al menor tiempo posible (y sin duda a las visitas privadas de las que no sabemos nada). Si el rey Juan Carlos I o el rey Felipe murieran en Cataluña, Dios no lo quiera, sería una muy mala idea exhibir el féretro por media Cataluña como se ha hecho con Elizabeth II en Escocia. Habría protestas, si no disturbios, y estoy segura de que no habría más remedio que trasladar el cadáver rápidamente a Madrid. El cortejo fúnebre a lo largo del este de Escocia y la Royal Mile de Edimburgo y la vigilia en la catedral de St. Giles son simplemente incomprensibles para mí, ya que esperaba una fuerte reacción independentista y protestas que no han sucedido.

            Me sorprendió saber que el ex Primer Ministro escocés Alex Salmond quería que la reina Elizabeth siguiera siendo jefa de Estado suponiendo que Escocia se independizara, porque siempre asumí, como se supone en Cataluña, que la independencia pasa necesariamente a través de la declaración de una república. En parte, me sentí humillada por los poderes monárquicos por la presencia del cuerpo sin vida de Elizabeth II en Edimburgo, a pesar de que no me defino como independentista. Curiosamente, el rey Charles III prometió proteger la libertad de la Iglesia Presbiteriana de Escocia durante su proclamación el sábado pasado, como debe hacer dado que es jefe de la Iglesia Anglicana, pero nada se dijo del derecho a su libertad de las actuales naciones británicas. Extiendo mi perplejidad sobre Escocia, por supuesto, a Irlanda (del Norte) y Gales. A los galeses se les ha dicho que William y su esposa Kate son ahora Príncipe y Princesa de Gales, les guste o no.

            Una palabra sobre la difunta Diana, la anterior princesa de Gales. Como es bien sabido, gracias a la serie The Crown, a pesar de que el joven Charles estaba profundamente enamorado de Camilla Shand, ella no era considerada una candidata adecuada para casarse con él, por razones que tenían que ver con su estilo de vida y con no ser lo suficientemente aristocrática. En un horrible ejercicio de manipulación e hipocresía, y una vez que Camilla se había casado cansada de esperar con otra persona, Charles le propuso matrimonio (o se le obligó) a Lady Diana Spencer, de 19 años, una mujer lo suficientemente ingenua como para creer que él la amaba. Lo que siguió fue el material de un gran escándalo: Charles y Camilla finalmente comenzaron una aventura, Diana comenzó muchas otras en represalia, la pareja se divorció y Lady Di murió trágicamente a los 36 años, ahora hace 25, en un accidente automovilístico provocado por los paparazzi que la perseguían.

            Charles se casó finalmente con Camilla después de su propio divorcio y, protegida por la difunta reina, la antigua amante del rey está a punto de ser coronada reina consorte. No puedo evitar pensar lo que William y Harry deben estar sintiendo, pero tal vez sea bueno para la causa del republicanismo que Camilla y no Diana sea coronada reina. Con la atractiva y extremadamente popular Diana a su lado, en un imaginario matrimonio feliz, el rey Charles III sería invencible. Con la mucho menos glamurosa Camilla, disculpad mi comentario sexista, él no lo es, porque ella puede ser amada (para mi sorpresa) pero no es venerada como lo fue Diana, no importa cuán inexplicable pueda ser esa veneración.

            London Bridge ha caído, como decía el código secreto para aludir al fallecimiento de Elizabeth II, pero Londres se mantiene como la sede de la monarquía británica. Dado que solo las personas de 96 años o más han conocido un mundo sin la reina Elizabeth, tal vez lo que estamos viendo ahora en su sentimental duelo público es un cierto temor de que las cosas puedan cambiar incluso para peor. Lo cual es, en muchos sentidos, algo estrambótico. En los 70 años de su largo reinado, recordemos, Gran Bretaña ha visto la pérdida de su Imperio y de su influencia sobre Europa con el Brexit, y se ha enfrentado a varias crisis económicas importantes, de las cuales la que ahora se avecina en el horizonte podría ser una de las peores. La presencia de Elizabeth Windsor creó una falsa ilusión de que las cosas eran estables como de costumbre, pero 1952, el año en que fue coronada, es ahora un recuerdo muy lejano de un mundo apenas conectado con el nuestro.  

Como he señalado, su personalidad como la dulce abuela de la nación se ha convertido en un imán para el duelo nacional de un modo que no habría ocurrido si la reina hubiera fallecido, por ejemplo, hace treinta años. En ese sentido, Charles no tiene nada que ofrecer, por no ser en absoluto un amado abuelo del pueblo ni un hombre mínimamente interesante. Tal vez su egoísmo se muestra con toda claridad en el hecho de que nunca se ha planteado pasar la corona a su heredero mucho más joven, seguramente porque la espera para reinar al fin aunque sea con 73 años justifica toda su vida. Ojalá que esa vida sea muy larga y libre de dolor, pero ojalá también que los británicos tengan la oportunidad de decidir cuánto tiempo debe durar su reinado, un sentimiento que comparto como republicana frustrada que ve a la obsoleta monarquía sobrevivir inexplicablemente por toda Europa.