Como lectores y espectadores, tendemos a pensar en los medios de transporte como elementos de trasfondo de mediana importancia. Sin embargo, en cuanto he investigado un poco, en seguida ha surgido una imagen compleja de su relevancia en las historias que contamos y consumimos.
Pienso hoy en este asunto a causa de dos conferencias. Jordi Font-Agustí, escritor catalán de ciencia ficción y aficionado a los trenes, fue el conferenciante invitado en la ceremonia de entrega del Premi Pedrolo (tuve el honor de presidir el jurado), y nos deleitó con una visión muy completa de los trenes en las ficciones impresas y audiovisuales. El lugar del evento era la biblioteca principal de Mataró, una ciudad a unos 40 km al norte de Barcelona, que ahora celebra el 175 aniversario de la primera línea de tren de España, inaugurada en 1848 para unir las dos localidades. La otra conferenciante invitada (para la sesión de bienvenida del programa de Doctorado en Estudios Ingleses de mi Departamento) fue Elizabeth Amman, de la Universidad de Gante y autora del volumen The Omnibus: A Cultural History of Urban Transportation, parte de la colección Palgrave Studies in Nineteenth-Century Writing and Culture.
Menciono la colección, o serie, porque he encontrado allí lo que parece ser un volumen pionero publicado en 2012, Transport in British Fiction: Technologies of Movement, 1840-1940 (editado por Adrienne E. Gavin y Andrew F. Humphries). O no tan pionero, teniendo en cuenta que los editores mencionan en el prefacio como predecesores otros libros de Wolfgang Schivelbusch (The Railway Journey: The Industrialization of Time and Space in the Nineteenth Century, 1977), Stephen Kern (The Culture of Time and Space, 1880-1918, 1983), Laura Otis (Networking: Communicating with Bodies and Machines in the Nineteenth Century, 2004) y, sobre todo, el de Jonathan Grossman, Charles Dickens’s Networks: Public Transport and the Novel (2012).
La novela de Dickens que suelo enseñar, Grandes esperanzas, se serializó entre 1860 y 1861, cuando los trenes ya llevaban tres décadas circulando en Inglaterra (el ferrocarril entre Liverpool y Manchester se inauguró en 1830). Sin embargo, Dickens la sitúa a principios de la década de 1830, como deducimos porque los personajes se mueven en carruajes tirados por caballos (diligencia entre los centros urbanos, carruajes de alquiler o ‘cabs’ en la ciudad). Aunque Pip intenta ayudar a Magwitch a escapar abordando un barco de vapor (la línea a Hamburgo se estableció en 1825), lo más probable es que éste regresara de Australia en un velero, circunnavegando el Cabo de Buena Esperanza (el Canal de Suez se inauguró en 1869). Los autores siempre deben tener en cuenta cómo viajan sus personajes de un punto a otro, y cuándo está disponible cada medio de transporte, para evitar anacronismos. Incluso en historias fantásticas. En Drácula (1897), Harker y compañía toman el Orient Express, inaugurado en 1883, para perseguir al conde durante su huida de vuelta a Transilvania. Hoy en día, volarían en una aerolínea de bajo coste, desde Lutton hasta el aeropuerto internacional Avram Iancu de Cluj en Cluj-Napoca en unas pocas horas. Y, sí, cuando Julio Verne publicó Le Tour du monde en quatre-vingts jours, en 1872, se tardaban 80 días en dar la vuelta al mundo; hoy en día se puede hacer en menos de 80 horas.
Mientras que en la ficción realista (incluida la gótica como Drácula), el transporte está circunscrito por los medios disponibles, en la fantasía (del tipo maravilloso) y en la ciencia ficción los autores son libres de inventar nuevos medios. En la ciencia ficción hay una división tajante entre los autores que aceptan los viajes más rápidos que la luz y los que no, con el argumento de que según parece es físicamente imposible. Más allá de esta división, hay otra entre naves espaciales sintientes y no sintientes, que no necesariamente es la misma que entre naves orgánicas e inorgánicas. En la ficción de Iain M. Banks, por ejemplo, las naves espaciales son inorgánicas pero están dirigidas por poderosas IA totalmente sentientes, llamadas Mentes. En el universo que Yoon Ha Lee crea en Machineries of Empire, las naves espaciales, conocidas como ‘polillas’, son de hecho una raza alienígena esclavizada, tanto orgánica (aunque ciborgizada) como sentiente. Podría seguir nombrando extrañas naves espaciales sin parar, pero prefiero mentar entre los objetos voladores más extraños que la ficción ha visto la isla voladora de Laputa en el clásico de Jonathan Swift Los viajes de Gulliver (1726).
Permitidme nombrar al azar algunos otros medios de transporte mágicos: los árboles andantes de Tolkien, conocidos como Ents (los Hobbits viajan en Treebeard, el más antiguo); las criaturas mágicas que se pueden montar, desde dragones hasta hipogrifos; el castillo móvil de Howl en la novela homónima de Diana Wynne Jones, o el autobús gatuno de Hayao Miyazaki en su deliciosa película Totoro. Y otros medios con los que la ciencia ficción sueña pero que aún no tenemos (¡afortunadamente!): el coche volador, la máquina del tiempo imaginada por H.G. Wells y mucho más tarde re-imaginada por Robert Zemeckis como el genial coche DeLorean, la Tardis del Dr. Who, las mochilas propulsoras, los teletransportadores (como los de Star Trek). Los taxis conducidos por robots que vimos, por ejemplo, en Desafío total (1990) y que tanto irritaban a Arnold Schwarzenegger se ven ahora en las calles de San Francisco (¡sin el maniquí conductor!), donde están causando innumerables problemas.
Hay, así pues, dos formas básicas de abordar el tema del transporte en la ficción, si interesa: hacer listas de los diversos medios de transporte, desde caminar hasta la carga digital en internet, o bien tomar un medio de transporte específico y redactar listas lo más completas posible de las obras en que aparece. El problema, desde un punto de vista académico, es saber qué ganamos exactamente con esto. Consideraré primero la docencia.
Mis PowerPoints introductorios para la asignatura Literatura Victoriana incluyen muchas imágenes relacionadas con el transporte, y siempre les cuento a los estudiantes quién era Isambard Kingdom Brunel, aunque dudo mucho que les interese un tipo de información que seguramente les parece trivial. Yo misma aprendí de Elizabeth Mann hace solo unos días la diferencia entre un ómnibus y un tranvía del s. XIX: el primero era un gran carruaje con dos cubiertas tirado por caballos, el segundo era similar pero corría sobre rieles para facilitar los esfuerzos de los caballos. Me preocupa mi propia ignorancia porque mi PowerPoint para la Unidad 2 tiene una foto de los primeros tranvías de Londres, introducidos en 1861; fueron diseñados por un tal Mr. Train (¡qué gracia llamarse Sr. Tren!) de Nueva York para reemplazar a los omnibuses, mucho menos estables. No fue hasta 1891 cuando la ciudad de Leeds introdujo los primeros tranvías eléctricos. Como especialista en Estudios Culturales, me interesan estos detalles, pero no me hago ilusiones sobre el interés de mis estudiantes. Tal vez si menciono la muy Victoriana estación de King’s Cross y el andén 9¾ de Harry Potter capten por qué es importante saber sobre transportes.
En cuanto a la investigación, quizás el principal problema es que se corre el riesgo de ser demasiado descriptivo. La charla de Jordi Font-Agustí, profusamente ilustrada, es una buena base para un hermoso volumen sobre los trenes en la ciencia ficción, particularmente atractivo por su retrofuturismo (nos mostró muchas imágenes de cómo se habían imaginado los trenes futuros en el pasado, las más locas venían de la Alemania nazi). O para producir divulgación atractiva. Leed, por ejemplo, el artículo de Jason Heller “Beyond the Tracks: The Locomotive in Science Fiction Literature” y disfrutad. Tiene una tesis (“Las locomotoras son las naves espaciales originales”, en el sentido de que alteraron totalmente la forma en que viajamos) pero no estoy segura de si basta para un artículo académico o una monografía. El volumen de Elizabeth Amman “examina” y “explora”, como indica su nota de contraportada, “cómo el ómnibus dio lugar a un vasto cuerpo de representaciones culturales que sondearon la experiencia social única del tránsito urbano” y “cómo el ómnibus y el tranvía tirado por caballos funcionaron en la imaginación cultural del siglo XIX”, pero no estoy segura de si esto equivale a defender una tesis, más allá de “el ómnibus fue un medio de transporte revolucionario”. Tal vez algunos tipos de investigación no necesitan una tesis, sino solo la voluntad de informar a los lectores sobre un tema, y deben por ello ser lo más descriptivos posible.
Por mi parte, llevo un tiempo sintiendo curiosidad por el tema de la velocidad. He encontrado un libro de Martin Roach titulado The History of Speed: The Quest to go Faster, from the Dawn the Motor Car to the Speed of Sound (2020), pero al autor conecta la velocidad solo con los coches, y creo que el concepto de velocidad cambia primero con los trenes. Los caballos, señala un sitio web especializado, pueden correr hasta 88,5 km/h y, por promedio, los purasangres corren 64 km/h. Esa era la máxima velocidad a la que los humanos podían viajar antes de los trenes, y solo por muy poco tiempo. Un carruaje tirado por caballos, informa otro sitio web especializado, puede viajar a alrededor de 12-16 km/h al trote, mucho menos (2-6 km/h) al paso; como mucho se puedan hacer entre 16 y 48 km en un día. Los trenes comenzaron a una velocidad de 48 km/h en la década de 1830, y alcanzaron los 128 km/h en la década de 1850, algo impactante. Pasada la década de 1870, los trenes ya alcanzaban los 180 km/h.
En cambio el primer automóvil de producción comercial, el Benz Velo de 1894, solo iba a 19 km/h, lo que demuestra que voy bien encaminada. Por supuesto, hay una inmensa diferencia entre sentir la velocidad en un vehículo pequeño que uno conduce, y sentir la velocidad en un transporte colectivo como pasajero. 300 km/h son brutales en un coche, pero sorprendentemente fluidos en un tren de alta velocidad como el AVE. La masculinidad, naturalmente, es un factor a tener en cuenta en cuanto a la velocidad, tanto en el desarrollo del automóvil como del tren, y, de hecho, en la navegación aérea desde los hermanos Wright hasta el primer vuelo a la Luna (el Apolo X estableció el récord de la velocidad alcanzada por un vehículo tripulado con 39897 km/h). A las mujeres, como todos sabemos, no nos gusta tanto la velocidad. Somos en general más prudentes.
En suma, ofrezco estas reflexiones poco hilvanadas para llamar la atención sobre cómo nos movemos por tierra y aire sin pensar en lo que esto significa culturalmente, y cómo la ficción necesita reflejar la realidad mundana del transporte, a no ser que los autores prefieran fantasear con nuevos medios. Personalmente, espero no ver nunca una ciudad llena de coches y personas volando, pero ¿quién sabe?