Este post está inspirado en dos reseñas de libros muy diferentes. El 7 de noviembre Laura Miller publicó en Slate la reseña de Iron Flame de Rebecca Yarros. El artículo se titula “‘I’ve Been Yours for Longer Than You Could Ever Imagine’: Is the dragon-school ‘romantasy’ series that’s dominating the bestseller lists actually any good?” El pasado 10 de noviembre Jordi Gracia publicó en el prestigioso suplemento cultural de El País, Babelia, la reseña de la ganadora del Premio Planeta 2023. Su artículo se titula “Las hijas de la criada: el fallido folletín de Sonsoles Ónega y la autoinmolación del Premio Planeta”. Las dos reseñas tienen objetivos diferentes: una cuestiona las listas de los más vendidos, la otra los premios literarios comerciales. Sin embargo, ambas plantean una cuestión similar: ¿por qué los lectores se sienten satisfechos con la ficción basura?
Comenzaré con Miller. Rebecca Yarros ya había publicado 20 novelas románticas contemporáneas en la pequeña editorial Entangled, cuando de repente se convirtió en la encarnación del “sueño de todo escritor de ficción de alcanzar el éxito después de años de garabatear en la oscuridad”, gracias a la fiebre BookToker que ha desatado su nueva saga. Siguiendo la estela de Cressida Cowell, Anne McCaffrey y Naomi Novik, Yarros narra cómo la joven Violet Sorrengail se forma en el Colegio de Guerra de Basgiath para convertirse en jinete de dragones. Durante este proceso, la joven establece una relación de enemigos a amantes con su compañero aprendiz Xaden. La primera novela, Fourth Wing, ha ocupado el primer puesto en la lista del New York Times durante seis meses; la segunda, Iron Flame, ha vendido dos millones de copias en pocos días. Miller explica que la saga se puede clasificar como ‘romantasy’ o ‘romantasía’, es decir, romance narrado con un telón de fondo fantástico. Según ella, este género mixto tiene “los personajes y conflictos de la fantasía juvenil pero con más palabrotas y sexo explícito”. En resumen, se trata del paso del YA a ‘new adult’.
Aquí viene el quid de la reseña de Miller: “Aparentemente”, escribe, “cada frase en de las 528 páginas de [Iron Flame] incluye al menos un cliché”. Preguntándose por qué eso no es obstáculo para que esta novela sea muy popular, Miller especula que “es posible que muchos de los fans más jóvenes de la novela simplemente no hayan leído lo suficiente como para reconocer lo manidos que están el lenguaje y los tropos de Yarros”. Como señala, “el cliché hace que la lectura sea un proceso más rápido para las personas que solo están interesadas en la trama”. La novela de Yarros puede ser “risible para alguien que quiere algo fresco o sorprendente de una novela”, pero proporciona “un consuelo familiar a alguien busca un escape inmersivo”, particularmente aquellos que se sienten cómodos con los tropos románticos. Miller termina persuadiéndose a sí misma de que el uso que hace Yarros de “leyes narrativas que son tranquilizadoramente consistentes e inquebrantables” brinda calma a los lectores que se enfrentan a un “peligroso e impredecible (…) mundo real” y que solo buscan historias que “acaben bien”.
La crítica negativa de Miller se basa en la impresión de que la ficción de Yarros es toda ella un cliché espantoso, y aunque trata de no ofender a los lectores que disfrutan del género romántico, llega a la conclusión de que esta autora tiene éxito sólo porque sus jóvenes lectores son poco exigentes. Si recordáis, Janice Radway hizo un trabajo impresionante en 1984 con su volumen Reading the Romance, al demostrarle a los lectores con prejuicios que quienes disfrutan de este género (en su mayoría mujeres) no son incautos lectores poco refinados, sino consumidores bastante sofisticados que entienden los mecanismos narrativos centrales, muestran preferencias específicas por ciertos subgéneros y tropos y, básicamente, saben por qué disfrutan de lo que otros consideran ficción basura. Miller, de hecho, utiliza la palabra “sofisticado” en el mismo sentido en su reseña. Muchos lectores aceptan hoy el hecho de que la ficción romántica, incluida la romantasía, es, en última instancia, descendiente de la ficción canónica que todos apreciamos, con Austen y las Brontë como las madres de las líneas principales. La diferencia, sin embargo, entre el siglo XX de Radway y el siglo XXI de Miller es que mientras la primera luchaba contra los prejuicios de los lectores literarios, la segunda pone de relieve la consternación de los lectores ya convencidos de los valores de la ficción romántica.
Radway y otros estudiosos de géneros populares, como el gótico, la ciencia ficción, la fantasía, la ficción detectivesca, etc., se enfrentaron a una ardua batalla en la década de 1980 para demostrar que estos géneros son una parte fundamental de la cultura literaria, y no simplemente basura escapista, y que algunos de los autores producen obras muy sólidas dentro de ellos. Yo misma me uní a la batalla a principios de la década de 1990, junto con muchos otros académicos nacidos en la década de 1960, en su mayoría de familias de clase trabajadora. Estábamos acostumbrados a disfrutar de esos géneros y, de hecho, tuvimos que hacer un gran esfuerzo para aceptar que no formaban parte del canon, hasta que tuvimos la oportunidad de demostrar que los géneros populares tienen sus propios cánones y que las mejores novelas pueden compararse en muchos casos con la ficción literaria, si no en la calidad de su prosa al menos en la relevancia de sus contenidos. Con el apoyo de una nueva universidad de mente más abierta y de los críticos formados con ella, los géneros populares crecieron en calidad, con la ficción detectivesca cruzando las barreras erigidas por los prejuicios y llegando a ser generalmente aceptada. Los géneros populares no miméticos se han enfrentado a mayores prejuicios, pero sus propios circuitos académicos, de crítica y premios se han fortalecido y, en general, su ficción ha mejorado enormemente.
Luego llegaron las redes sociales y prestaron una plataforma de resonancia desproporcionada a los jóvenes lectores que, aunque muy respetables, carecen de experiencia. Ellos han esquivado el mundo académico y la crítica tradicional para persuadir a otros lectores jóvenes, primero a través de YouTube y Facebook y ahora a través de TikTok, de que sus preferencias son las mejores. Las editoriales han estado utilizando a los booktubers y booktokers para vender sus productos, adaptados a sus predilecciones. Es por ello que los lectores jóvenes están ahora inundados por una corriente imparable de fantasía juvenil, que crece en la dirección de la nueva romantasía algo más adulta.
La literatura Young Adult, como he explicado varias veces aquí, no es lo mismo que la ficción infantil o juvenil tradicional, que se consumía en el proceso de maduración como lector, hasta que la persona en cuestión encontraba su camino hacia los clásicos y, usando una etiqueta que odio, la ficción adulta. La literatura YA, por el contrario, fue creada para y vendida a lectores jóvenes a los que no les gusta leer, para impresionarlos con la idea de que está bien no disfrutar de los libros que los adultos de su círculo creen que deberían leer, porque esos libros son aburridos y, por lo tanto, deben evitarse. El resultado, si se suman las redes sociales al caldero, es que pocos jóvenes leen y quienes sí leen se decantan principalmente por la fantasía YA publicada para satisfacer los gustos de, lo siento, lectores poco sofisticados. Dado que estos lectores no son tan exigentes como los lectores adultos, el nivel general de la fantasía juvenil dirigida a ellos ha ido descendiendo. Así, mientras que no dudo en proclamar que la trilogía distópica de Suzanne Collins Los Juegos del Hambre es una contribución clave a la ficción del siglo XXI de cualquier género, se puede ver en la reseña de Miller que la ficción de Yarros es basura. Los géneros populares que tanto nos hemos esforzado por defender los boomers están ahora, así pues, atrapados por los intereses editoriales y la ingenuidad de los jóvenes lectores en una espiral descendente que parece muy difícil de detener.
Voy a referirme ahora a la amarga diatriba de Jordi Gracia contra la novela de Sonsoles Ónega La hija de la criada y el Premio Planeta. Gracia nunca habría reseñado la novela de Ónega si no fuera la ganadora del galardón, que es el mejor pagado del mundo (1 millón de euros). Quizás por ello no oculta lo mucho que odia estar en la posición de reseñar lo que le parece tan solo un “folletín fallido”. De hecho, su resumen y el repaso de la novela son bastante malos, y me pregunté mientras los leía si Gracia se estaba burlando de lo desordenada que es la trama de Ónega con su propia reseña desordenada. El folletín, explica Gracia, se puede hacer “bien o mal”, y Ónega lo hace muy, muy mal. Gracia encuentra fallos en la trama, la construcción del trasfondo y el estilo, concluyendo que “La sensación de ridículo es sofocante”. Sin embargo, lo que molesta a Gracia no es que esta novela se publique (sí, los premios Planeta premian la ficción inédita), ya que la autora, conocida periodista, ha publicado “otras tantas”. Lo que le horroriza es cómo los siete ilustres miembros del jurado (todos ellos figuras literarias reconocidas como autores, editores y estudiosos) no han cumplido su misión, traicionando la confianza de “una mayoría de españoles con ganas de leer historias entretenidas sin que naveguen necesariamente en la indigencia moral y literaria”.
Jordi Gracia es un catedrático de Literatura Española en la Universitat de Barcelona, con una larga y prestigiosa trayectoria, que incluye numerosos volúmenes, algunos publicados por Anagrama. No depende, pues, de complacer a Planeta, que es la mayor editorial en lengua española. Podría parecer que Gracia está bien posicionado para lanzar un ataque contra el premio, pero pienso que no lo está. A diferencia de otros premios, el Planeta no tiene como objetivo descubrir la excelencia literaria sino vender un producto que pueda agradar al lector medio español. En muchos sentidos, el ataque de Gracia es innecesario, ya que cualquiera que siga el Planeta en España sabe cómo funciona el premio. Siempre ha existido una fuerte sospecha de que el ganador y el finalista son preseleccionados y el jurado simplemente presta su prestigio, aunque esto nunca se ha demostrado. El Planeta ha sido otorgado en ocasiones a escritores consumados (puedes consultar la lista de ganadores aquí), pero el problema es que en los últimos años apenas está disimulando su inclinación comercial. Es posible que Gracia haya encontrado en la novela de Ónega la gota que colma el vaso, aunque la ironía es que su arrebato no tendrá el impacto que buscaba. Todo lo contrario. Esta mañana he leído que la reina Letizia hizo cola durante 40 minutos para que Ónega le firmara su ejemplar de la novela. Ambas mujeres son amigas, pero aun así el espectáculo público de la reina respaldando una novela basura es escalofriante.
Creo que la persona adecuada para reseñar la novela de Ónega es mi cuñada, ya que ella es el tipo de lectora que compra cada año la novela ganadora del Premio Planeta. Le hablé de la reseña de Gracia, pero ella ha decidido comprar la novela de todos modos. Para mi querida cuñada, como para muchos otros lectores de los premios Planeta, Gracia es un don nadie en comparación con Ónega. Mi cuñada está de acuerdo en que dar una cantidad tan grande de dinero a un novelista no tiene mucho sentido (es dinero que Planeta adelanta en función de las ventas esperadas, y este es un premio que se vende masivamente). En cuanto a los escritores, el tuit del autor catalán Marc Pastor (@DoctorMoriarty) resume perfectamente la situación: “Posa’m una crítica sagnant i dona’m un milió d’euros” (“Ponme una crítica sangrante y dame un millón de euros”).
Gracia, en resumen, no tiene por qué despotricar contra el Planeta, aunque su queja contra la dudosa función del jurado es más que válida. Miller, periodista y crítica, cofundadora de Salon.com (fue durante 20 años editora de su Readers Guide to Contemporary Authors) y autora de The Magician’s Book: A Skeptic’s Adventures in Narnia, también parece sobrecalificada para juzgar la saga de Yarros. En ambos casos, El País y Slate prestan atención a novelas sobre las que tal vez sea mejor guardar silencio, ya que nada de lo que diga un crítico alterará su curso hacia el estrellato comercial. Tras publicar una reseña negativa de la que luego me arrepentí, aprendí la lección de que solo se deben respaldar los libros valiosos y simplemente dejar que los malos se hundan en el olvido. Con suerte.