El martes pasado asistí a una clase sobre distopías en el cine y las series impartida por un brillante profesor visitante turco, a la que también asistieron otros cuatro profesores universitarios, incluido el que había invitado al visitante. No diré en qué universidad, excepto que es una universidad pública de renombre, pero comento que los estudiantes (¿unos 20?) eran de cuarto de Ciencia Políticas, en una asignatura sobre cine y filosofía. Cuando el invitado acabó su conferencia, de unos 50 minutos, se abrió un turno de preguntas. Fuimos los cinco profesores los que nos animamos a romper el incómodo silencio, hasta que al fin un estudiante se sumó al debate con una brillante intervención. Al girarme para escucharlo vi el rostro de una muchacha sentada detrás de mí en la segunda fila, un rostro de desolado aburrimiento. Triste, ¿no?

            En mis tiempos de estudiante de Licenciatura me aburrí infinitamente, pero usaba dos estrategias: o bien no iba a clase y estudiaba lo que tocaba por mi cuenta, o si iba miraba de tanto en tanto al docente con cara de gran interés mientras anotaba otras cosas. Mi madre me enseñó desde bien pequeña que siempre hay que quedar bien, y más con personas que más tarde o más temprano nos valoran. No es hipocresía sino puro sentido común. A la hora de poner notas, escribir una carta de recomendación, o de juzgar una candidatura a una beca, los docentes lógicamente tendemos a valorar no solo los resultados académicos sino la actitud en clase. Siempre gana puntos el estudiante que se ha mostrado como mínimo amable y si es posible muy interesado (idealmente con toda sinceridad). Se trata de valorar el saber estar del estudiante y sobre todo que se muestre trabajador y participativo, que para eso se viene a la universidad.

            Llego tarde al debate iniciado en diciembre del año pasado por el Prof. Daniel Arias de la Universidad de Granada, cuando publicó, curiosamente en su cuenta de LinkedIn, una larga carta quejándose con amargura de la mala actitud de los estudiantes universitarios. Arias la tituló “Querido alumno universitario de grado: te estamos engañando”, título que esconde aunque lo disimule una crítica muy directa contra los estudiantes, y que ha reciclado para el libro que acaba de publicar, Querido alumno: te estamos engañando (Planeta). He leído un par de entradas de blog criticando al Prof. Arias, una de las cuales no capta en absoluto lo que él argumenta. Arias no es un nostálgico de la universidad española pública del pasado, con sus grupos según dice de más de 500 estudiantes, sino un nostálgico de lo que podría ser ahora que por fin los grupos son mucho menores. Me sumo a su nostalgia del presente que no es pero podría ser, sin dudas y sin ambages.

            De lo que nos quejamos todos los docentes nacidos en los años 60 y 70, que fuimos a la titubeante por masificada universidad pública española en los 80 y 90, es de cómo a partir de la extensión de la educación secundaria obligatoria (ESO) a los 16 años, quedando el bachillerato solo con dos cursos, se ha roto el esquema por el cual llegaban a la universidad los estudiantes realmente interesados y ya preparados para asumir lo que es la enseñanza superior. Había antes menos profesorado y mayor masificación en las aulas, pero también había un porcentaje mucho menor de estudiantes desinteresados. Hoy tenemos menos estudiantes porque hay más profesorado pero el interés del 80% de nuestros estudiantes es nulo, problema al que añado que algo así como la mitad de los jóvenes de 18 a 22 años pasa por la universidad, situación que es un despropósito.

            Creo que el desinterés se debe a dos razones fundamentales. Por una parte, entre los 14 y los 16 años, es decir los dos primeros cursos de la ESO, los estudiantes que no quieren estudiar van imponiendo su desinterés al resto, mientras que cuando existía el BUP, los que no querían estudiar ya podían iniciar su formación profesional a los 14 (se puede empezar a trabajar a los 16). Cuando los estudiantes interesados llegan al bachillerato ya han perdido dos años de formación académica avanzada y los dos años que cursan antes de la universidad no pueden compensar esa pérdida. Como, además, los contenidos se han ido simplificando, nos llegan estudiantes con un nivel de primero o segundo del antiguo BUP en lugar de similar al del antiguo COU. La otra razón, sin duda alguna, son las redes sociales, no tanto por lo que son en sí, como por el tiempo que acaparan y porque han mermado drásticamente la capacidad de los estudiantes de concentrase en clase y en el estudio. La pérdida de tiempo personal para la lectura, el visionado de cine y series de calidad, y la conversación, ha empobrecido sumamente el vocabulario, y la capacidades de comprensión y de expresión, como bien señala el Prof. Arias.

            La muchacha con cara de total aburrimiento que he mencionado es sintomática de una situación que es culpa de todos colectivamente. Socialmente no se premia la curiosidad, ni el esfuerzo intelectual, sino la apariencia física y los logros en las redes sociales (tanto seguidores y tantos likes), cuestión que no solo afecta a la franja de edad entre los 18 y los 22. En los medios de comunicación ya no hay intelectuales, ni concursos de la tele que premien el conocimiento (está Saber y ganar, en su rincón de La2, pero no lo mira gente joven como mirábamos El tiempo es oro o, si me apuras, Un, dos tres). Como el Prof. Arias, y como la gran mayoría de mis compañeros, siento que no puedo competir con TikTok, ni con YouTube, que son productos corporativos diseñados para ser adictivos.

            Me declaro culpable con pena de haberme irritado públicamente con estudiantes a los que he invitado a marcharse al bar dada su total desconexión. He abandonado el aula mínimo un par de veces en los últimos cinco años, cansada de que nadie me hiciera caso, viendo esas caras de aburrimiento y oyendo conversaciones que nada tenían que ver con los contenidos. Y como todos he disimulado, suponiendo que las pantallas de los portátiles no ocultan otras actividades, como compras online o juegos. Tengo que decir en todo caso que entiendo que los estudiantes traigan los portátiles a clase, pero no consigo entender a los que ni los usan ni toman notas, y se pasan la clase en actitud totalmente pasiva. Me aturde verlos desde la tarima.

            Esta semana estoy conociendo a mis nuevas tutorandas de trabajo de fin de grado, y disfrutando muchísimo de los encuentros. Me han hecho propuestas interesantísimas, como siempre me ha ocurrido desde el curso 2012-13 cuando empezamos con los TFGs. La duda que me asalta es por qué no llevan personas como ellas el peso de las clases. Tengo la sospecha de que el nivel va bajando (en los 1990s solía corregir trabajos de segundo curso que hoy serían tesinas de máster, lo digo en serio) porque va bajando el respeto hacia el estudiante brillante. Me voy resignando, ahora que estoy en el mejor momento de mi trayectoria como investigadora, a que mis estudiantes no se interesen en absoluto en lo que publico, pero pienso que las clases no son más interesantes porque la presión negativa entre pares es mayor. Los estudiantes no hacen preguntas, y por ello se aburren soberanamente, porque no quieren significarse ante grupos que no ven con buenos ojos que se inicie una conversación en la que no pueden participar porque no la pueden seguir.

            Quizás el profesorado erramos al simplificar los contenidos y lo que deberíamos hacer es ir a lo nuestro y centrarnos en quien nos siga. Lo que nos frena, como Arias comenta, es que se controla si suspendemos demasiado (en mi Departamento también se controla si aprobamos con mucha facilidad), ya que una tasa muy alta de fracaso significa tener que abrir más grupos con repetidores. Y, por supuesto, las evaluaciones. Le he pedido esta semana al Vice-rectorado correspondiente que rescriba las preguntas que usamos en la UAB porque no tienen utilidad alguna, y que filtre al alumnado, de modo que alguien que no ha ido nunca a clase no pueda dejar una reseña negativa. Ni caso. Los estudiantes que acaban contentos no rellenan las encuestas y estas se están convirtiendo en una oportunidad para menospreciarnos, como si fuéramos un producto comercial en Amazon o TripAdvisor. No estoy en contra de ser valorada, faltaría más, pero dentro de unos parámetros coherentes y, sobre todo, útiles. Minar la confianza de los docentes no ayuda en nada.

            Arias decía en su carta y dice ahora en su libro que el engaño consiste en mentirle al estudiante con unos Grados más accesibles de lo que deberían ser para que viva en una burbuja, y, añado, no sienta la famosa ansiedad que nos ha dejado con un 20% de estudiantes en mi universidad con algún tipo de diagnóstico psicológico. Nosotros, los profesores universitarios, no sufrimos la violencia verbal e incluso física que causa tantas bajas entre los compañeros de secundaria pero no somos robots, y me cansa esta suposición de que vamos a clase con total equilibrio mental. No es así. Las consignas que estamos recibiendo es que hay que proteger la máximo la salud mental del estudiante, algo que me parece estupendo pero que no debería hacerse ignorando nuestros propios problemas. Y no sirve ninguna estrategia. Yo he probado de todo, y no me funciona nada. Así que el engaño al que alude Arias es por las dos partes: al estudiante no le funciona, y a nosotros aún menos.

            Como he comentado muchas veces aquí, el fracaso del docente es sobre todo notable en las asignaturas obligatorias de Grado, pero mucho menor en las optativas, o a nivel de máster y de doctorado. También es mucho mayor ante un grupo nutrido de estudiantes anónimos que ante grupos pequeños o en tutorías personales. Achaco el bajón en mi valoración docente en mi asignatura obligatoria de segundo curso, como he explicado aquí, a que en pocos cursos he pasado de 45 estudiantes a 75 (este curso), con lo cual ni los conozco ni me conocen. En todo caso, me sorprende del segundo curso el rechazo a la atención personalizada. Este junio pasado les ofrecí a siete u ocho estudiantes que habían aprobado la posibilidad de rescribir un trabajo suspendido para asegurarse de que habían adquirido habilidades fundamentales. No se puede subir la nota por acuerdo de la universidad, pero me ofrecí a ayudar. Solo una estudiante respondió. Al menos fue para dar las gracias y contarme que no se acogía a mi oferta por falta de tiempo.

            Arias ofrece como solución principal flexibilizar los primeros años universitarios y de FP para que el estudiante pueda cambiar de estudios con más facilidad, e insistir en la idea de que la formación profesional capacita a grandes profesionales. Un gran problema es que muchos padres y madres helicóptero han disminuido la madurez personal de sus hijos, de modo que tenemos jóvenes llegando a la universidad sin haber tomado a solas una decisión de peso en su vida (o incluso como he leído hoy, presentándose a entrevistas de trabajo con sus padres). Quizás habría que retrasar la entrada en la universidad con lo que en inglés se llama el ‘gap year’, un tiempo que se puede dedicar a trabajar, sea en España o en el extranjero. Arias recomienda usar el sistema americano de ‘majors’ y ‘minors’, por el cual el estudiante puede cambiar de especialidad a media carrera, pero este hábito queda lejos de nuestra costumbre de hacer planes de estudios más bien rígidos. Aquí no hay ‘majors’ aunque sí hay ‘minors’ que se usan como suplementos (nosotros impartimos, por ejemplo, un minor de Estudios Alemanes).

            El factor clave, acabo como he empezado, es la sinceridad o desfachatez, según se vea, con la cual tantos estudiantes demuestran su desinterés en clase. Quizás ha sido siempre así, pero, como he dicho, hasta los años 90 había un claro código de conducta según el cual de daba por hecho que el estudiante estaría en clase alerta y tomando apuntes. Estoy segura de que muchos docentes que no gustaban ni se enteraron. Ahora, en cambio, el mayor obstáculo para una buena docencia es ir a clase sabiendo de antemano que ni que sea tan solo una muchacha sentada en la segunda fila, se van a ver caras de hastío, cuando no hay manera en muchos casos de hacer una materia atractiva. Alguien escribió en una de mis valoraciones, ‘la clase podría ser más dinámica’ y solo puedo decir que estoy muy de acuerdo: sería más dinámica si más estudiantes hicieran preguntas y quisieran intervenir, y hablar conmigo para que no sintiera que estoy aburriendo hasta a las paredes (impresión que desconcentra muchísimo). Y pensad que no enseño álgebra o derecho administrativo, lo mío son las Brontë, Dickens, y la ficción popular victoriana. Como dice Arias, lo peor es pensar que en Medicina e Ingeniería también hay estudiantes aburridos, espero que no porque costará muchas vidas en el futuro.

            Nos vemos en clase.