La conversación en torno a la ausencia manifiesta de los estudiantes de las aulas ha estado haciendo más ruido este mes, cuando se han emitido diversos informes. En The Times Higher Education, Paul Basken anunció el 6 de diciembre que “la asistencia a clase en las universidades estadounidenses [está] ‘en mínimos históricos” debido a “la moda de los recursos en línea, el estrés mental, la dependencia de los profesores asociados y las mentalidades centradas en el trabajo”. Los académicos, informa Basken, “ya avisaron que los cierres debidos a la Covid habían normalizado la idea de que los estudiantes faltaran a clases o las vieran de forma remota”. Su artículo es un buen resumen de la situación. Cada uno de nosotros, los docentes, habíamos asumido que la desafección de los estudiantes es un problema personal causado por fallas en nuestra enseñanza, pero resulta que este es un problema estructural con una dimensión internacional, en parte causado por el confinamiento a causa de la Covid-19.

            Faltar a clases de vez en cuando no es un problema, y siempre ha habido estudiantes que han pasado mucho tiempo fuera del aula. No me refiero aquí en esta entrada, en todo caso, a los estudiantes que no pueden estar en clase porque necesitan un empleo remunerado (un tema que debería resolverse con becas), o están enfermos, sino a los estudiantes que podrían perfectamente asistir a clase pero deciden no hacerlo. Este porcentaje no ha dejado de crecer, de modo que si hace cinco años se podía esperar que el 20% de los estudiantes universitarios se saltaran clases de forma ocasional, ahora sólo el 20%-30% asiste a clases con regularidad (mi experiencia personal parece ser bastante representativa). Además, una compañera profesora se quejó, en nuestra última reunión del Departamento, de que sus alumnos de segundo año presentes al comienzo de su clase a menudo se van de repente sin ninguna explicación. Hemos decidido redactar un documento que explique qué se espera de los estudiantes y por qué ese tipo de comportamiento no es correcto.

            Tanto en el Reino Unido como en los Estados Unidos el problema del absentismo escolar afecta también a la escuela primaria y secundaria, mientras que aquí en España no parece haber mayor preocupación en torno a este tema. El completísimo informe de Andrew Eyles, Esme Lillywhite y Lee Elliot Major publicado en la página web de la London School of Economics and Political Science y titulado “La creciente ola de ausencias escolares en la era postpandémica”, concluye que “nos enfrentamos a una crisis educativa nacional en la era postpandémica: una gran parte de la generación COVID nunca ha recuperado el hábito de asistir regularmente a la escuela”. En 2021/22, “el 23,5% de los alumnos faltaron a 10 o más sesiones” en Inglaterra, donde la cifra previa a la pandemia era del 4,4%. Los autores advierten que este nuevo absentismo crónico es general, y no se limita como antes a las zonas desfavorecidas. Hablan de “una ruptura en las relaciones de confianza entre padres y maestros, junto con un creciente descontento con los estrechos planes de estudio académicos por los que se miden las escuelas”.

            Es importante tener en cuenta que, aunque los niños pueden ser reacios a asistir a la escuela, los padres les permiten quedarse en casa en una especie de absentismo escolar cómplice. Muchos padres simplemente no pueden obligar a sus hijos a ir a la escuela, e incluso apoyan su decisión de quedarse en casa, perdiendo muchas horas preciosas de enseñanza, lo que sin duda afectará su educación. Un informe de la agencia de investigación de políticas públicas Public First lo confirma; como escribe Sally Weale en The Guardian, “Los padres en Inglaterra ya no suscriben la opinión de que sus hijos necesitan estar en la escuela a tiempo completo”. La situación es muy similar en Estados Unidos, según Lauren Lantry informa, “con más del 25% de los estudiantes de todo el país ausentes crónicamente, faltando al 10% o más de las clases, según el Departamento de Educación de Estados Unidos”. Otro reportaje, de Bianca Vázquez Toness, lamenta que “Millones de niños están perdiendo semanas de escuela a medida que la asistencia se desploma en todo Estados Unidos”, con Alaska a la cabeza con un asombroso 49% de niños en edad escolar que hacen pellas.

            Mientras, en España hay un silencio preocupante sobre la situación. Tuve que indagar mucho para encontrar un artículo sobre el absentismo escolar, tal vez porque las cifras ya eran altas antes de la pandemia. Martín Anguita informa que, según una investigación de Emma García, economista especializada en educación del Instituto de Política Económica de Washington, en el año 2020/21 posterior al confinamiento, el 23,2% de los estudiantes adolescentes faltaba a clase una o dos veces cada quince días, mientras que el 6,5% faltaba a clase con más regularidad (los peores datos fueron para la comunidad de Asturias, con un 35% de estudiantes ausentes). Anguita ni siquiera menciona el Covid-19 entre los motivos de preocupación, sino que se centra en los estudiantes ausentes de clase, en su mayoría desfavorecidos.

            El nuevo Informe CYD 2023 sobre la situación de la universidad española ha llamado finalmente la atención sobre el absentismo de los universitarios en la era post-Covid-19. El artículo en El País de Elisa Silió, comenta no solo esa ausencia sino la caída del rendimiento de los estudiantes. Silió toma prestado el concepto de estudiante ‘encapsulado’ de Ana Pagès Santacana, de la Universitat Ramon Llull de Barcelona, que se refiere a los estudiantes que no han logrado romper realmente con su aislamiento por la Covid-19. Refiriéndose al informe CYD, Silió comenta que las generosas notas otorgadas a los estudiantes de secundaria durante el confinamiento hacen que hayan llegado a la educación superior con una preparación inferior a la necesaria. Su frustración a la hora de enfrentarse a tareas exigentes que no pueden afrontar les genera desilusión, de ahí su ausencia. El periodo de confinamiento, además, enseñó a los estudiantes que la presencialidad en las aulas no es indispensable y han empezado a exigir a las universidades que utilicen un sistema híbrido, por el que las clases se pongan a disposición en línea, una metodología que generalmente no gusta a los profesores y que las universidades no fomentan, por miedo a perder estudiantes en favor de las universidades en línea. El subtítulo del artículo de Pau Alemany y Sara Castro “Sillas vacías en la Universidad” reproduce las palabras auto-explicativas de uno de los alumnos ausentes: “Prefiero aprovechar el tiempo adelantando la asignatura por mi cuenta”.

            Claramente, así pues, los estudiantes están ausentes de nuestras aulas porque creen que estar presente es una pérdida de tiempo. Estoy de acuerdo en que las asignaturas que se imparten en clases magistrales sin interacción entre profesor y alumno no tienen sentido, por lo que desde la aplicación de los acuerdos de Bolonia en 2009 se han desaconsejado. La regla es muy simple: el tiempo de clase debe usarse para hacer juntos lo que los estudiantes no pueden hacer solos en casa. El problema, por supuesto, es que algunas asignaturas, y partes de la mayoría de las asignaturas, necesitan clases magistrales y, aunque podríamos grabarlas y subirlas, las universidades, como he señalado, no fomentan esa práctica. Los profesores, además, deben estar físicamente presentes en el aula 45-50 horas por cada 6 asignaturas ECTS, que suelen consistir en 150 horas de trabajo para los alumnos. Otro problema clave es que desde la crisis de 2008 se ha invertido la tendencia a tener clases más pequeñas en la universidad, imprescindibles para facilitar la interacción dinámica. Con grupos de 50 a 100 estudiantes, o más, muchos profesores necesitan usar clases magistrales porque la interacción es imposible.

            El anonimato de los estudiantes aumenta en las clases numerosas, por lo que creen que su ausencia no se notará. Cuando el 50-80% de los alumnos llegan a la misma conclusión, las aulas se convierten en espacios incómodos, medio vacíos, en los que los profesores pierden por completo la concentración y la motivación (al menos eso es lo que yo siento). También mencionaré que, duren 50 o 180 minutos (como puede suceder en los títulos de máster), las clases son demasiado largas para una generación criada con una dieta de videos frenéticos de YouTube y TikTok. Las expectativas de los estudiantes de estar constantemente entretenidos por profesores dinámicos es otra razón de su ausencia crónica, ya que no podemos proporcionar ese tipo de espectáculo (ni se nos debe pedir que lo hagamos). Están, claramente, aburridos.

            Debo subrayar, sin embargo, que parte de la solución está en manos de los estudiantes. Como profesora de Literatura, hago todo lo posible para convertir mi aula en un espacio de conversación sobre los libros que los estudiantes y yo deberíamos leer juntos. Mis clases, por lo tanto, pueden ser tan dinámicas como los estudiantes deseen, pero su aburrimiento ha ido en aumento, de ahí sus ausencias, porque no leen los libros con anticipación y son visiblemente reacios a participar en debates con sus compañeros o conmigo. Un estudiante que no ha leído las obras y que no quiere participar en el debate en clase está destinado a sentirse terriblemente aburrido en mi asignatura, ¡no es de extrañar! Es posible que el 25-30% que asiste a mis clases regularmente no haya leído los libros (todavía), pero al menos siguen la conversación. Desearía poder hacer las cosas más atractivas, pero con más de 50 estudiantes (75 el próximo trimestre de primavera) y mobiliario que no se puede mover, cualquier intento de involucrar a los estudiantes de mi lado está destinado a fracasar. Ciertamente me siento estresada, y a menudo aburrida, en clases de 85 minutos en las que a menudo me escucho a mí misma darles rollos a estudiantes desinteresados sobre libros que no les interesan. Siempre me he preguntado cómo son las cosas en Medicina.

            Menos clases magistrales y más interacción práctica parece ser la solución al absentismo crónico de los estudiantes, si bien es imposible implementar estas medidas sin su colaboración y en aulas superpobladas. Solía bromear con mis alumnos diciéndoles que su nota de participación en clase dependía de si recordaba su nombre al final del semestre. Desde la Covid-19 he perdido la capacidad de recordar sus nombres: primero las mascarillas me impedían el reconocimiento facial, luego los grupos crecieron mucho más allá de los 45 estudiantes (ese parece ser mi máximo personal), ahora sus muchas ausencias me hacen imposible saber quiénes son. Es el momento, pues, de un tipo de educación más personalizada, en grupos mucho más reducidos (25 como máximo), y con una metodología más práctica, a la que los alumnos contribuyan con compromiso e implicación.

            Lo único que necesitamos, por lo tanto, es invertir mucho dinero en nuestras universidades, contratar muchos más profesores, renovar las aulas para convertirlas en espacios más flexibles para que se mejore la interacción y reconsiderar la extensión del tiempo de enseñanza (tanto en el número de horas por asignatura como en la extensión de las clases). Y no olvidemos pedir sugerencias a los estudiantes, podrían tener buenas ideas que podríamos usar.