He estado manteniendo una lista de todos los libros que leo desde que tenía 14 años, en parte como una forma de verificar que estoy leyendo todos los años tanto como creo que debería. Aprendí por un artículo que encontré el verano pasado en El País que soy una ‘superlectora’, es decir, una lectora que lee 100 libros al año. No comenté entonces ese artículo, porque quedé horrorizada por los comentarios negativos que generó, con muchas personas criticando a los ‘superlectores’ por ser mentirosos o superficiales, con poco conocimiento real de los libros que consumimos (no somos ni lo uno ni lo otro).
De todos modos, estoy divagando. El tema que quiero tratar hoy es que cada vez me es más difícil cumplir con mi objetivo de leer 100 libros anuales porque estoy abandonando más y más libros a media lectura. Me pregunto este año si debería llevar un registro, también, de los libros que abandono, ya que la pila de volúmenes NLA (No Lo Acabé) crece sin parar, y también porque en algunos casos (muy pocos…) darles una segunda oportunidad me ha funcionado.
No estoy segura de por qué dejo tantos libros sin terminar, cuando resulta que soy una lectora omnívora, del tipo que lee las etiquetas de las cajas de cereales. En cualquier caso, dado que estoy abandonando tantos libros, tal vez uno por cada cuatro libros que termino (es decir, unos 25 al año o más), me he vuelto muy cautelosa como compradora. Compro sobre todo libros impresos que ya he leído (normalmente los tomo prestados de diversas bibliotecas) y las novelas sobre las que escribo, pero ya no me juego mi dinero como solía hacer inspirada por pura curiosidad. Preselecciono cuidadosamente mis lecturas, guardando enlaces de periódicos y reseñas de revistas, o de GoodReads, y evito toda tentación de salir corriendo a llenar las arcas de Amazon. La excepción, lógicamente, son los volúmenes más antiguos libres de derechos de autor que puedo descargar de sitios varios como Project Guttenberg, Archive.org, etc.
Sin duda, me he vuelto en general más impaciente en años recientes. Una razón importante, es que estoy escribiendo un libro sobre masculinidad en la ciencia ficción escrita por hombres que requiere que lea muchas novelas, la mayoría de ellas bastante largas. Ya he leído todas las novelas que me ocupan (alrededor de 50) pero necesito releerlas, actividad que, lógicamente, está consumiendo gran parte de mi tiempo de lectura. No puedo estar siempre leyendo lápiz en mano y tomando notas, y tiendo a gravitar por placer hacia libros que no tienen nada que ver con la ciencia ficción. El problema, como señalo, es que a menos que sean obras muy buenas, siento que me están haciendo perder el tiempo. Necesito sentirme comprometida y evitar la incómoda impresión de que estoy arrastrándome por las páginas, en lugar de disfrutar. Me encantan las novelas de ciencia ficción que estoy leyendo para el libro, y se hace muy raro leer por placer volúmenes que disfruto menos. De hecho, empieza a preocuparme que esté guardando toda mi paciencia y hábitos de lectura disciplinados para las novelas sobre las que escribo, mientras pierdo la capacidad de ser paciente con los libros que no puedo ‘usar’ para el trabajo. Escribo esto por si otros académicos han pasado por el mismo proceso, pero no lo estamos compartiendo.
Curiosamente, mientras que no tengo problemas para relacionarme con los personajes de la ficción que leo para mi trabajo (ya sea para mi propia investigación o porque mis tutorandos están escribiendo sobre ella), cada vez me resulta más difícil interesarme por los personajes de las otras novelas que leo. Por ejemplo, recientemente he publicado un artículo sobre uno de los personajes secundarios maravillosamente dibujados de Dickens, “Jaggers the Plotter and the Pretty Child: masculine vulneraility to beauty in Great Expectations” (Dickens Quarterly 40.4, diciembre de 2023, 457-475), pero más bien me aburren muchos otros personajes sobre los que leo. Empiezo a leer, y de repente me pregunto “¿quiénes son estas personas y por qué deberían importarme?” Por ejemplo, acabo de empezar a leer la novela de Dennis Lehane Small Mercies (2023) y estoy haciendo grandes esfuerzos para que me importe la protagonista, la estadounidense de raíces irlandesas Mary Pat Fennessy, después de solo un par de capítulos. Elegí esta novela porque me encantaron otras de Lehane como Gone, Baby, Gone y Mystic River (no Shutter Island… demasiado artificial) y porque tiene una fabulosa calificación de 4.3/5 en GoodReads. Sin embargo, no tengo muchas ganas de seguir leyendo; lo siento, Mary Pat.
Tal vez es que estoy envejeciendo y me estoy impacientando más porque no sé cuánto tiempo más podré leer, y la vida es demasiado corta para los malos libros, como dicen por ahí. Me pregunto, sin embargo, si GoodReads podría tener algo que ver con mi desafección. No siempre elijo mis lecturas después de comprobar las calificaciones de GoodReads, pero tengo la muy mala costumbre de revisar lo que otros lectores han escrito en el momento en que mi interés disminuye. De hecho, aprendí la expresión DNF (‘did not finish’ o no lo acabé, que he traducido como NLA) de GoodReads, primero confundiéndola con DGF (‘don’t give a f—k’ o MLS, ‘me la suda’), lo cual es bien gracioso si lo piensas. Mi impresión es que las críticas negativas son más precisas que las positivas, por lo que en el momento en que me encuentro con un comentario NLA (o una queja del tipo “no mejora en la segunda mitad”) el libro que me aburre ese día queda condenado. Mis compañeros lectores saben más, y siempre son más sinceros que los críticos de los medios de comunicación, de ahí mi confianza en ellos.
Incluso me he planteado si simplemente estoy menos interesada en leer. ¿Podría darse el caso de que, en contra de lo que creía cuando era un entusiasta estudiante deseando matricularse en Filología Inglesa a la tierna edad de 18 años, la lectura no es una pasión para toda la vida? He perdido, por ejemplo, el apetito por las librerías, prefiriendo conseguir todos mis libros en Amazon, o en bibliotecas, como he señalado. Los libros, con su letra pequeña y su gran peso si pasan la barrera de las 300 páginas, me parecen incómodos, sentimiento en total contradicción con el placer que obtengo de mis propios libros. Aquí está el último: Passionate Professing: The Context and Practice of English Literature, con su preciosa portada, y su bella edición. Quizás, esa es otra posibilidad, cuanto más escribo menos me gusta leer, uno de esos absurdos de los que la vida está tan llena pero que podría tener algún tipo de sentido.
Para considerar otra posibilidad, mi creciente impaciencia con las obras actuales podría tener que ver con la caída de sus estándares y el incómodo problema de la exageración de sus méritos. Dado que el marketing fagocita muchas reseñas honestas (tanto en los medios periodísticos como en las redes sociales), y la crítica profesional ya no es lo que solía ser, hay una avalancha constante de mala escritura que se vende como una maravilla. Juro que si veo un libro más alabado como un superventas del New York Times, ¡voy a gritar! Esta sospecha de que mi menguante compromiso como lectora se superpone con una época de escritura superficial ha cruzado mi mente, aunque solo sea porque tengo el mismo problema como espectadora de cine, como tantas otras personas en todo el planeta. He llegado a la conclusión de que no hay suficientes películas buenas para los 365 días del año, ni siquiera para 20, y, asimismo, parece que faltan buenos libros para suplir mi adicción a la lectura.
También hay un momento en la vida en el que me siento menos atraída por la experiencia ficticia inventada y prefiero aprender, ya sea de la experiencia personal no ficticia o de los puros datos y hechos. Ya he comentado cómo en los últimos años he llegado a preferir la no ficción a la ficción, y me doy cuenta de que la mayoría de los libros que estoy abandonando son novelas. Ciertamente, he renunciado a una serie de libros de no ficción, en su mayoría memorias inconexas con el tono equivocado o volúmenes demasiado densos en información. Me di por vencida, por ejemplo, con la biografía de Sylvia Nassar del Premio Nobel John Nash, Una mente maravillosa, porque no pude seguir los pasajes que describen la investigación matemática de Nash y sus logros. Sin embargo, en general, me quedo con la no ficción y tengo más problemas para ceñirme a la ficción, de la que parece que estoy aprendiendo cada vez menos. Particularmente, la de tipo mundano. Hace poco empecé una novela de una joven y prometedora autora catalana, pero su trama era tan cercana a la vida cotidiana que la abandoné por no ser ni entretenida ni didáctica.
Quizás todo se reduce a esto también: cada vez me resulta más difícil encontrar novelas actuales de calidad, entretenidas y didácticas y, por supuesto, bien escritas. Sé que podría intentar llenar los vacíos gigantescos de mi lectura: Proust, otros grandes escritores franceses, los rusos, tantos italianos, más autores transnacionales anglófonos y, de hecho, un montón y medio de novelistas españoles y catalanes. No hablo, sin embargo, de hacer un curso intensivo de literatura universal, sino de disfrutar más a menudo de esa maravillosa sensación de mantener los ojos pegados a un texto durante horas, olvidando que el mundo existe. Mirando la lista de los 92 libros que leí en 2023, disfruté mucho de 21, lo cual no está mal, pero esto significa que 71 fueron tan solo buenillos o incluso malos. He dejado posiblemente unos 25, como he señalado, sin acabar. No son datos positivos en absoluto, y tengo que decir que 2024 ha empezado incluso mucho peor.
Problemas del Primer Mundo, ya lo sé…