La entrada de hoy es mi reacción al nuevo artículo “‘The Experiential Learning of English’: Discourses of Catalan Families on Teenage Educational Mobility Abroad” (publicado originalmente en catalán como “‘L’aprenentatge vital de l’anglès’: els discursos de les famílies catalanes sobre la mobilitat educativa adolescent a l’estranger”; Treballs de Sociolingüística Catalana 34 (2024): 13-29). Las autoras son mi colega de Departamento Eva Codó y Andrea Sunyol (del University College de Londres). El artículo se basa en una serie de 13 entrevistas etnográficas a familias catalanas que han enviado a sus hijos al extranjero a aprender inglés (a Estados Unidos, Reino Unido, Irlanda y Canadá), entre las que se incluye miembros de mi familia. Por lo tanto, mi reacción es necesariamente personal, además de profesional.
El artículo estudia la costumbre actual de las familias de clase media catalana de enviar a sus hijos al extranjero a una edad más temprana que hace años. En mi época, cuando el Bachillerato comprendía las edades entre los 14 y los 17 años, era más habitual que las muy pocas familias que podían permitirse el alto costo de enviar a sus hijos al extranjero lo hicieran en el año anterior a la universidad (17-18 años), cuando se suponía que debían cursar el C.O.U. (el Curso de Orientación Universitaria). A juzgar por la experiencia del único de mis amigos que pasó el año fuera (en los EE.UU.), no había demasiada preocupación de que la estancia afectara la prueba de ingreso a la universidad (entonces Selectividad, hoy EBAU o Evaluación del Bachillerato para el Acceso a la Universidad). Mi conjetura es que la mayoría de los niños enviados fuera eran buenos estudiantes (¿por qué iban a gastar los padres tanto dinero en un niño no tan brillante?). Desde la reforma de la escuela secundaria a principios de la década de 1990, el Bachillerato comienza ahora a los 16 años y dura dos años. Esto significa que, debido a que los hijos y los padres están hoy más preocupados por las notas de la EBAU, se opta por enviar a los niños al extranjero antes del Bachillerato, a los 14-15 años, que corresponden al cuarto y último curso de la ESO (Educación Secundaria Obligatoria). Esta diferencia no forma parte de las consideraciones del artículo que he citado, pero creo que es crucial, por razones que explicaré más adelante. También significa que no necesariamente todos los niños enviados a aprender inglés estudian después Bachillerato o un grado universitario.
El objetivo principal de Eva Codó y Andrea Sunyol es explorar la narrativa que las familias construyen y en la que se apoyan para poner a sus hijos en manos de extraños, a menudo durante todo un año académico, durante el cual es posible que no vean a sus hijos en persona (las familias catalanas de clase media baja apenas pueden permitirse visitar Estados Unidos o Canadá, teniendo en cuenta que ya están invirtiendo entre 20 y 40000 euros). Las familias invierten ese dinero, como señalan las autoras, en resolver el “problema” del inglés, creyendo que las posibilidades de aprenderlo a nivel C1 en el entorno local son muy bajas, a pesar de la enseñanza recibida en la escuela y en las actividades extraescolares. Dado que (cito el resumen del artículo) “La noción de inmersión” se ha “naturalizado como la forma más auténtica y efectiva de aprender un idioma ‘bien’”, las familias asumen que esto es lo que necesitan sus hijos, descartando otras alternativas que se pueden implementar en casa (leer, ver películas y series en versión original, pagar clases de un hablante nativo calificado, organizar encuentros con familias extranjeras y, por supuesto, hacer estancias más cortas en el extranjero).
Una cosa que me sorprende mucho en este proceso es que ni en el pasado ni en el presente las familias comprueban a qué tipo de acentos regionales o de clase están exponiendo a sus hijos. De hecho, por lo que he visto en mi familia, una vez elegido el país, las agencias que organizan este tipo de estancias no ofrecen muchas opciones. Mis sobrinas han terminado en lugares muy diferentes del país que eligieron, y han adquirido, en consecuencia, acentos muy diferentes, uno más rural y el otro más urbano, que otros hablantes nativos de inglés pueden identificar pero que para nosotros, su familia, no suenan a nada específico.
La cuestión de clase también es crucial. La mayoría de las familias anfitrionas son de clase trabajadora y reciben un pago por acoger niños visitantes en sus hogares. Esto significa que, a menudo, los niños de clase media regresan a casa después de su año en el extranjero con acentos regionales y de clase baja que a las familias catalanas les parecen ‘buenos’. Dado que, como señalan Eva y Andrea, los padres carecen de instrumentos para controlar el progreso lingüístico de sus hijos, y no prestan atención a las cuestiones que he planteado, esta situación pasa desapercibida. Si queréis un ejemplo personal, mi marido (cuyo origen familiar es de clase media) pasó tres veranos (de 15 a 17 años) en las casas de familias de clase trabajadora del sur de Inglaterra, mientras que yo (de clase trabajadora) pasé un año (de 20 a 21 años) empleada como au pair principalmente en Londres. Mi acento es mucho más elegante que el suyo, lo que siempre es una fuente de bromas cada vez que uno habla inglés delante del otro.
Eva y Andrea observan que, aunque el “objetivo de las familias es que sus hijos adquieran habilidades de comunicación oral espontáneas y fluidas y, si es posible, un ‘buen’ acento”, sea lo que sea que eso signifique, las narrativas de los padres “ponen en primer plano la transformación de sus hijos en cuasi-adultos seguros, responsables e independientes”. En sus conclusiones, las autoras escriben que
Así, el atractivo de las movilidades educativas de los adolescentes radica en que permiten articular diferentes lógicas sociales contemporáneas: en primer lugar, la lógica de la parentalidad responsable y el cultivo de los capitales; en segundo lugar, la lógica de la distinción (que les hace estar atentos y seguir, de forma pionera, las últimas tendencias educativas), y, finalmente, la lógica del cuidado (que, a través de una planificación casi obsesiva, permite asegurar el bienestar emocional de los hijos sin poner en riesgo el retorno de la inversión realizada). (27, traducción de Word del catalán)
Esto parece ser, a la vista de la experiencia de mis sobrinas, absolutamente exacto: el éxito de su estancia ha sido medido por sus padres en función de cuánto más maduras parecen ser después de su regreso, y sólo secundariamente (si es que lo ha sido) por la calidad de su inglés. La menor, además, se ha negado rotundamente a hablarme en inglés para que pueda tener una idea aproximada de su progreso; por timidez, dice.
Tengo una serie de dudas importantes sobre toda esta experiencia que, en cierto modo, estoy expresando aquí porque los padres que eligen enviar a sus hijos al extranjero ya las han procesado y se niegan a debatirlas (como he aprendido). Para empezar, hay que pagar un precio emocional. Yo no tengo hijos y no puedo decir lo que implica estar lejos tanto tiempo, a una edad (14 años) cuando todavía son muy inmaduros. ¿Ni abrazos, ni besos durante tantos meses…? Sentir nostalgia al principio es natural, pero si la sensación dura mucho tiempo, sin duda puede estropear la estancia en el extranjero o incluso ponerle fin; hay, por supuesto, casos de morriña tan fuertes que los niños necesitan volver a casa. No puedo ni imaginar qué sucede cuando vuelven. Los niños y los padres se adaptan en su mayoría bien a la distancia, que sin duda se ha reducido gracias a las redes sociales, los teléfonos inteligentes y los viajes de bajo costo. Los miembros de la familia menos adaptados a las nuevas tecnologías, y con esto me refiero a los abuelos, lo tienen más difícil. No estoy diciendo que los niños no deban irse al extranjero porque su abuela los extrañará; lo que quiero decir es que la parte emocional se minimiza en la decisión de las familias de enviar a sus jóvenes adolescentes al extranjero para aprender inglés. Mi sospecha, por otra parte, es que más allá de la cuestión de aprender inglés por inmersión, hay un cierto alivio mutuo en encontrar una buena excusa para que padres e hijos se tomen un tiempo el uno sin el otro. Es solo una sospecha.
Volveré ahora al factor de la edad, que es importante en formas que no se tienen en cuenta. A los 14 años (o incluso a los 15 o 16 años), un adolescente suele tener una comprensión deficiente de sus propio entorno cultural y sociopolítico, y mostrará poco interés en aprender sobre estos asuntos en el país de acogida. Su objetivo, más allá de aprender inglés, puede ser a lo sumo hacer amigos cool y pasar buenos ratos con su familia anfitriona. En ese sentido, se da una seria desventaja en comparación con la costumbre anterior de enviar a los hijos al extranjero a la edad de 17 años, cuando los jóvenes tienen mucha más libertad para dedicarse a otros intereses más allá de la escuela. Por supuesto, también hay una cierta ventaja en no tener que preocuparse de que el niño o niña de 14 años pase toda la noche en fiestas o clubs bebiendo y consumiendo drogas con sus compañeros. Pero, si me seguís el hilo, ninguna criatura de 14 años pedirá ver un museo, o una obra de teatro, o estar informado sobre la situación política de su país anfitrión. Una persona de 17 años que esté pensando en ir a la universidad sí podría hacerlo. Imaginad, por ejemplo, la diferencia entre tener 14 y 17 años en este momento en los EE. UU., y lo que eso significaría para el adolescente visitante en cuestión en cuanto a su comprensión de la lucha desatada entre Kamala Harris y Donald Trump.
Eva y Andrea indican que alrededor del 15% de los alumnos de cuarto de ESO de Catalunya van al extranjero a aprender inglés; parecen muchos. No sé qué papel juega la presión de grupo, pero supondré que cuanto más niños de una escuela determinada se ausentan durante un año, más eligen imitarlos otros críos. Supongo que haber estado lejos le da al adolescente que ha regresado puntos extra em popularidad, aunque no tengo idea. Una cosa que estoy descubriendo en mi propia familia es que los adolescentes son reticentes a hablar de sus experiencias o de las consecuencias, encontrando incluso la más leve curiosidad una pesadez (no tengo idea de si esto es general). Mi impresión es que la narrativa que usan los padres se construye de boca a oreja en base a lo que otros padres afirman y no tanto en base a lo que narran (o quieren) los niños. Espero que Eva y Andrea nos lo aclaren.
Pasé mi primer año en el extranjero, como he señalado, como au pair, entre el segundo y el tercer año de mi Licenciatura, el año anterior de que se introdujeran las becas Erasmus en España. Aprendí durante ese año que los escandinavos con frecuencia se tomaban un año sabático en el extranjero antes de ir la universidad (no sé si todavía lo hacen) y mi impresión actual es que esto es lo que necesitamos. Si tuviera un adolescente que necesita mejorar su inglés, le sugeriría que terminara Bachillerato y luego cursara un año escolar adicional en una escuela secundaria de un países anglófonos. O que trabajara (tal vez esquilar ovejas en Australia sería demasiado, pero ¿quién sabe?). Podría pasar la EBAU al regreso, sabiendo mucho mejor cómo manejarse y qué quiere hacer con sus vidas. Invertiría mucho cuidado en averiguar a dónde va mi adolescente, y en aprender juntos los conceptos básicos sobre la cultura local, los usos sociales, la política, los medios de comunicación, etc., para que su experiencia pudiera enriquecerse desde el primer día. En cuanto al acento, no soy tan esnob como para aconsejar a los padres que envíen a sus retoños solo a Oxford, pero me informaría para que mi adolescente no termine con el tipo de acento que asusta a los entrevistadores de trabajo anglófonos. Pero, como ya he dicho, no tengo hijos así que ¿quién soy yo para decirle a los padres lo que tienen que hacer con los suyos?
Gracias, Eva y Andrea, por un artículo muy esclarecedor que debería ser lectura obligatoria para todos aquellos que se plantean enviar a sus hijos al extranjero a aprender inglés. Y, por favor, seguid explorando ese peculiar rincón de la vida social actual en Cataluña.