¡Feliz nuevo año académico! Que traiga mucha energía positiva docentes y estudiantes, y la derrota completa de la oscuridad patriarcal en todos los frentes y naciones. Comenzaré mi decimoquinto año como blogger (¡sí, el tiempo pasa!!), con un recordatorio de que todos los volúmenes anuales se pueden encontrar aquí, incluidos los volúmenes en español de la versión traducida que comencé a publicar en 2021. He pensado en tomarme un descanso, pero finalmente decidí no hacerlo por miedo a que terminara con el hábito de escribir un post semanal, ¡así que aquí estoy!
Esta entrada está inspirada en el polémico artículo del incisivo Sergio Fanjul artículo para El País, publicado hace dos días, “Ser cultureta cada vez mola menos: las alucinantes metamorfosis del capital cultural”. Quizás sea típicamente español rebajar ‘ser culto’ a ‘ser cultureta’. El principal argumento de Fanjul es que mientras que en el pasado (una época entre los años ochenta y 2014…) las personas que se veían a sí mismas como intelectualmente atractivas hacían alarde de sus credenciales, nombrando como locos a Faulkner o Kaurismäki, hoy nadie oculta su ignorancia o su preferencia por productos que carecen de prestigio cultural (como… el reggaetón).
El principal argumento de Fanjul, apoyado en el concepto de capital cultural de Pierre Bourdieu, es que hoy domina el capital subcultural, basado en la cultura popular y las redes sociales. Nada nuevo, entonces, pero sí algo relevante, que vale la pena reconsiderar. Como explica el antropólogo social Carles Feixa en el artículo, los jóvenes, sintiéndose excluidos, desacreditan la cultura oficial y desconfían de la educación y de todas las instituciones culturales. Además, las distinciones de clase han sido borradas hace mucho tiempo con el consumo por parte de las clases altas de todo tipo de baja cultura, aunque en realidad el mismo producto puede consumirse de manera diferente según la clase.
Los entrevistados de Fanjul también comentan sobre la figura perdida del intelectual y el desinterés general de los medios de comunicación por la cultura. Fanjul cita el ensayo de Víctor Leonore Indies, hipsters y gafapastas, crónica de una dominación cultural (Capitán Swing, 2014), como referente para entender cuándo comenzó a decaer la necesidad de ser ‘moderno’. Las personas cultas que disfrutan de gustos minoritarios siempre han sido vistas como esnobs (desde el siglo XVIII, cuando se usó la palabra por primera vez), pero en algún momento hace diez años el prestigio del que solían gozar se derrumbó bajo el peso de los impulsos más democráticos desatados por las redes sociales (Instagram, por ejemplo, se lanzó en 2012). Como explica el sociólogo musical Fernán del Val en el artículo de Fanjul, hay mucho menos espacio para el underground: todos los artistas quieren ser mainstream y el público quiere participar de esa aspiración, lo que explica la rápida transición de Rosalía a la fama mundial y el dominio de Taylor Swift.
El artículo de Fanjul, por supuesto, está diseñado para provocar. Hipólito Ledesma se apresuró a publicar en Jot Down “La cultura según Fanjul: esnobismo reciclado para las masas modernas”, una pieza en la que critica al autor por desestimar con demasiada facilidad la creatividad de la alta cultura actual, pasar por alto los muchos compartimentos de las subculturas juveniles y reducir el esnobismo cultural a tiempos recientes. Me parece acertado. También podéis echar un vistazo a los 100 comentarios de los lectores de Fanjul. Citaré algunos. Alejandro González escribe que “Confundir consumir cultura con ser culto, como hace el autor del artículo, demuestra su nivel cultural”. Jesús Lobato responde que “La cultura es la ausencia de ignorancia, sí, pero con el añadido de desarrollar un espíritu crítico”. Posiblemente la mejor observación pertenece a José C: “La cultura, la de verdad, no es ostentación. En realidad, ni siquiera es conocimiento (ése es sólo el camino): es sabiduría, madurez y hondura espiritual. Lo otro está bien para quien quiere eso, lucirse, ante quien se deje. Pero, la frase es muy vieja, dime de lo que presumes, y te diré de lo que careces”.
Mi impresión es que para juzgar con mayor precisión la situación necesitamos más testimonios de personas de todas las clases y de todas las edades. Más memorias culturales, por así decirlo. El volumen de Tara Westover Educated (2018) es un buen ejemplo de la historia de desclasamiento que hoy muchos están narrando. Acabo de leer la autoficción de Berta Collado Cabrera Yeguas exhaustas (Pepitas de calabaza, 2023) y me quedó con la necesidad de leer más textos cercanos a nuestra propia realidad española. Collado narra cómo ella (o su protagonista) progresa desde su entorno rural de clase trabajadora hasta una trayectoria profesional universitaria (en Literatura Española) solo para ser expulsada y terminar enseñando en la escuela secundaria. No hay absolutamente nada malo en ser profesor de secundaria, parte de un colectivo que es clave para garantizar que la cultura sobreviva y se mantenga la movilidad social ascendente. Sin embargo, la protagonista se siente frustrada en sus aspiraciones. No sé qué le pasó a la Berta real, pero la carrera académica del personaje de ficción se ve interrumpida por su abusiva pareja, un profesor asociado esnob y misógino de su misma universidad que representa todos los defectos del sistema académico español. Sin embargo, ese no es el punto principal que quiero plantear, sino la toma de conciencia de la protagonista de que, a pesar de su doctorado, no ha logrado pertenecer al mismo grupo social cuya cultura comparte y estudia.
Esta elucubración me lleva a una idea que debería desarrollar más, tal vez en mis propias memorias: la cultura, tal como la entendemos hoy, es un sueño que algunos de nosotros, gente de las clases trabajadoras sin estudios, una vez tuvimos pero no logramos cumplir. Voy a simplificar enormemente lo que quiero decir, pero creo que autores tan diferentes como Matthew Arnold y José Ortega y Gasset describen en Cultura y anarquía (1869) y La rebelión de las masas (1922) pasan por alto la constante exclusión social de quienes quieren ser personas de cultura a partir de una posición original inculta.
Collado incluye en su libro una anécdota que quizás lo explique todo. Su protagonista, entonces estudiante universitaria, le presta a un compañero de clase que le gusta (quien, a diferencia de ella, ha sido educado en una escuela privada exclusiva) sus notas de clase. Él se los devuelve y ella se horroriza al ver que él ha corregido su ‘Fuco’ como ‘Foucault’. Su relación no progresa. Creo que este es un ejemplo de lo que ha fracasado estrepitosamente en la expansión de la educación, y por lo tanto de la alta cultura, a las clases medias y trabajadoras. Muchos de nosotros, a diferencia de lo que narra Collado, formamos parte del sistema cultural oficial (como académicos, escritores, artistas, gestores de instituciones culturales) pero no hemos sido integrados en las clases sociales de las que proviene la cultura que difundimos.
Parte de nuestro malestar se tradujo en la década de 1990 en una defensa acérrima de la cultura popular (o subcultura, una palabra que detesto), ayudada por el trabajo de intelectuales como Raymond Williams o Stuart Hall, y el establecimiento de los Estudios Culturales. La cultura, explicó Williams, es la suma total de todas las manifestaciones culturales de una sociedad, y no debemos distinguir entre lo alto y lo bajo porque todo es valioso. Tuve, en ese sentido, un momento epifánico al visitar la Museo del Encaje de Camariñas, en A Coruña, cuando vi que las trabajadoras que habían tejido todos esos maravillosos encajes eran grandes artistas, iguales o superiores, a los pintores y escultores canonizados por la alta cultura.
El problema es que la legitimación académica de la cultura popular no tuvo en cuenta este rechazo social que he mencionado. La máxima de que todas las manifestaciones culturales son valiosas pretendía expandir la idea de cultura para que, complementando la creencia de la Ilustración en la educación, todos los individuos aprendieran a apreciar todos los tipos de cultura. Idealmente, la educación permitiría a todas las personas apreciar el valor en todas sus manifestaciones, pero esto no ha sucedido. En realidad, las clases altas se han beneficiado, ya que se han vuelto más omnívoras culturalmente. Por el contrario, sintiéndose excluidos por la falsa promesa de que el aprendizaje de la cultura superior era un camino hacia una posición social más alta, muchas personas de clase trabajadora o de clase media de origen obrero se han atrincherado, defendiendo sus propias manifestaciones culturales como signos de identidad. No hablo aquí, por supuesto, de los hermosos encajes que se exhiben en Camariñas, sino de otras manifestaciones culturales como, sí, el reggaetón.
El reggaetón, al igual que el jazz o el rock en el pasado, ocupa una posición liminal en el sentido de que aún no es oficialmente “cultura”, pero pronto podría serlo. Es la manifestación cultural más mencionada por los lectores del artículo de Fanjul como ejemplo de una subcultura cuya defensa presenta a cualquier persona como inculta. Esto es complicado. No quiero hablar del factor edad pero, lógicamente, cuanto más joven es una persona, más probable es que defienda una manifestación cultural que considera propia. Y al revés: una persona mayor con una experiencia cultural más amplia es menos propensa a defender nuevas manifestaciones culturales, ya que puede compararlas con otras. Si has visto 3000 películas en tus 50 años de vida, por ejemplo, la mayoría de ellas de arte y ensayo, es menos probable que te gusten las películas de superhéroes.
Lo que me preocupa en toda esta conversación en torno a la cultura, así pues, es la inexistente conversación entre personas de diferentes experiencias culturales y la falta de apertura, particularmente entre los incultos. Yo misma carecía de educación, la conseguí con mucho esfuerzo, decidí que era demasiado limitada, lo amplié para incluir la cultura popular y aquí estoy, un poco más sabia y mucho más crítica todo. Y más culta. Puedo disfrutar de muchas más manifestaciones culturales, desde el ballet hasta los cómics. Todavía no me gusta el reggaetón (ni la música clásica), pero esto es así en gran medida porque lo veo como una cultura que me excluye como mujer y como persona mayor.
En cualquier caso, y este es un tema que Fanjul no plantea, me preocupa sobre todo la creciente falta de cultura de los creadores de cultura, que se manifiesta, por ejemplo, en la baja calidad de los guiones cinematográficos escritos por personas que no saben nada del cine del pasado. O la queja de esa estudiante de escritura creativa que no quiere leer los libros de otras personas, pero que quiere que todos lean sus libros. Una joven lectora de Fanjul protesta que si los jóvenes son menos cultos, esto es culpa de la generación mayor. Yo misma dejé de leer Babelia, la sección cultural de El País, hace mucho, cansada de la insistencia en la fama y el éxito y de la necesidad constante de encontrar el siguiente gran hito cultural, así que tal vez este joven lectora tenga razón. La cultura no puede ser algo basado en la novedad constante, sino una combinación mucho más reposada de lo viejo y lo nuevo, de lo contrario solo estamos hablando de consumo. Y eso sí que nos empobrece.
Me detendré aquí… más la próxima semana.