Actualmente estoy leyendo las memorias del pianista británico James Rhodes, Instrumental (2014), que causaron un gran revuelo en el momento de su publicación por su descripción tan directa del horrible abuso sexual (y de sus consecuencias) al que fue sometido Rhodes entre las edades de 6 y 10 años. Este es el decimosexto libro de memorias que leo este año, y hoy es sólo 2 mayo… Debo aclarar que hasta ahora no me han interesado mucho las memorias, que me han parecido siempre un poco demasiado chismosas, opinión sin duda condicionada por los principios de una educación católica que dicta que la confesión debe ser privada, sólo para los oídos del sacerdote. En los países anglófonos protestantes, la confesión, por el contrario, es pública. Las memorias en realidad vienen, o eso me enseñaron, de los textos que los creyentes protestantes compusieron para narrar cómo habían encontrado la gracia después de pecar. La idea detrás de las memorias era que ayudarían a otros pecadores a llevar una vida honesta, guiada por el ejemplo. Evidentemente, poco queda hoy de ese impulso inicial, a pesar de que volúmenes como el de Rhodes siempre llevan un poco de intención ejemplarizante, en este caso para guiar a otros en cómo sobrevivir al abuso (o, como él tiene el coraje de llamarlo, violación). Por otro lado, el peor tipo de memoria es ese tipo que es básicamente una larga lista de recuerdos menores triviales, puntuados por la constante presencia de nombres célebres. “Soy importante e importo”, gritan esas vanagloriosas memorias en cada página.
Rhodes comienza Instrumental preguntándose si, a los treinta y ocho años, es demasiado joven para escribir sus memorias. Este es un error común: es demasiado joven para escribir su autobiografía, un texto destinado a cubrir toda la vida del autor generalmente escrito a una edad avanzada, pero no sus memorias. Cualquier persona en cualquier momento de su vida puede escribir unas memorias siempre y cuando tenga algo que valga la pena contar. De hecho, la lástima de las memorias es que necesitan ser escritas cuando el autor está mínimamente maduro para dar sentido a sus recuerdos, lo que significa que nos faltan memorias de niños y adolescentes (no me refiero a memorias de infancia y adolescencia escritas por adultos, sino a textos escritos por menores). Es cierto, en cualquier caso, que las memorias suelen contener mucha autobiografía del tipo clásico Dickensiano, sobre todo en la sección que narra los inicios de la vida del sujeto memorístico. Por lo general, los primeros capítulos de las memorias son por esa razón más bien sintéticos y están mejor ordenados que el resto. A medida que avanzan las memorias, se elimina más y más información y eventos, algo que abre muchas lagunas. Debbie Harry, ex líder de la popular banda Blondie, escribe en sus memorias Face It [Plántale cara] (¡qué gran título!) que esto se debe a que en las memorias la vida necesita ser “editada”, así que estoy tomando prestada su expresión para mi título de hoy.
Las memorias suelen ser, así pues, relatos más parciales que las autobiografías, que se suponen más completas, aunque no me gustaría ser demasiado dogmática. Lo que encuentro más peculiar sobre las memorias, y posiblemente esta es la razón por la que me he resistido a su atractivo durante tanto tiempo, es que la mayoría están escritas por no escritores. Además, todos sabemos que, de hecho, muchas memorias han sido escritas por escritores fantasmas (¡no todos incurriendo en los peligros del protagonista de Roman Polanski en su thriller The Ghost Writer [El escritor] (2010)!). Siendo mucho menos políticamente correctos, en español llamamos a los escritores fantasmas ‘negros’, que es una forma de enfatizar la esclavitud de ese tipo de escritor ante la voluntad del sujeto autor. La existencia de negros y de colaboradores reconocidos (el nombre que sigue a la preposición ‘con’ después del nombre del autor principal) es, sin embargo, un factor que interfiere en mi lectura de memorias. Cada vez que me encuentro con una gran frase, siempre me pregunto de quién es el feliz giro idiomático. Lo mismo aplica a la ‘edición’ a la que alude Harry; una cosa es quién toma la decisión de narrar qué, y otra muy distinta es quién estructura el libro y cómo. Incluso cuando no hay un escritor fantasma o negro, las listas generalmente largas de nombres de editores en la sección de agradecimientos me hacen preguntarme qué tipo de texto frankensteiniano estoy leyendo. Esto no importaría si no fuera por la obsesión con la integridad autoral que tomamos prestada de la novela y que aplicamos a las memorias, aunque en última instancia sí importa.
La moda actual de las memorias es que sean cándidas y sinceras, incluso cuando exponen al autor bajo una luz menos que favorable. Esto puede ser involuntario. En Prozac Nation (1994), de Elizabeth Wurtzel, unas memorias sobre la depresión que me ha llevado semanas leer porque son muy dolorosas, la autora pinta un retrato inmisericorde de sí misma, revelando deficiencias que no eran estrictamente hablando parte de su enfermedad. En contraste, me costó leer Uncanny Valley [Valle inquietante] (2019) de Anna Wienner porque sus acusaciones contra el sexismo de Silicon Valley carecen totalmente de autocrítica. No quiero decir que ella sea de ninguna manera culpable de provocar su propia discriminación, sino que Wiener parece incapaz de explicar por qué eligió ser empleada por esa industria tan obviamente sexista. Adam Kay, quien fuera un joven médico empleado por el sistema público de salud británico, es extremadamente crítico con su entorno de trabajo en This is Going to Hurt: Secret Diaries of a Medical Resident [Esto va a doler: los diarios secretos de un médico residente] (2022), pero también es sincero sobre su propio idealismo equivocado y los errores que cometió al elegir la medicina como profesión. Las memorias son siempre parciales, pero no deberían serlo de una manera que plantee más preguntas que respuestas. La narración que Mariah Carey hace de sobre su esclavitud ante su ex esposo y CEO de la compañía discográfica Sony Tommy Mottola en The Meaning of Mariah Carey [El significado de Mariah Carey] (2020) es desconcertante porque nunca reconoce que se benefició profesionalmente de su matrimonio. No quiero decir que esté faltándole el respeto a la verdad, lo que quiero decir es que su relato tiene lagunas que hacen que el lector se pregunte ‘¿pero…?’, algo que no debería suceder. Naturalmente, tal vez ni siquiera Mariah Carey entienda completamente por qué su vida pasó por ciertos giros, pero ese es el peligro de las memorias: uno debe retener el control, si no sobre la vida, al menos sobre la narración que da forma a su relato.
No todas las memorias son memorias obvias. Uno de los libros más bellos que he leído en mucho tiempo es The Living Mountain: A Celebration of the Cairngorm Mountains of Scotland [La montaña viviente: una celebración de los montes Cairngorn de Escocia] (1977) de Nan Shepherd. Este libro no puede llamarse realmente unas memorias, ya que Shepherd no está allí narrando su vida, sino rindiendo homenaje a esta bella parte del paisaje escocés. Tampoco se trata de escritura de viajes, ya que este no es un texto sobre un viaje específico, sino una colección de comentarios pensados en muchos viajes a lo largo de los años en estos montes. Sin embargo, la propia Shepherd está allí en cada página del breve libro, amando las montañas, disfrutándolas sola o en compañía, primero como una niña y luego como una mujer madura. Shepherd, autora de tres novelas bien recibidas—The Quarry Wood [El bosque de la cantera] (1928), The Weatherhouse [El observatorio] (1930) y A Pass in the Grampians [Un paso en las Grampians] (1933)—escribió The Living Mountain en 1944, pero abandonó la idea de publicarlo cuando uno de sus mentores literarios (un hombre cuyo nombre olvido) le dijo que realmente no valía la penaa. Ella decidió treinta años después que, al fin y al cabo, sí valía la pena que su pequeño volumen viera la luz, y el resultado es un poema en prosa de rara belleza en el que Shepherd es una espectadora encantada, disfrutando en cuerpo y mente de una total comunión Romántica con los montes de su tierra. “En la montaña, estoy más allá del deseo. No es éxtasis… No estoy fuera de mí misma, sino en mí misma. Soy yo. Esa es la gracia final concedida por el monte”. Su admirador, el escritor paisajista Robert MacFarlane, escribió que “Esta es la versión de Shepherd del cogito de Descartes: camino, y por lo tanto existo”. Pura poesía, como digo, viniendo de una escritora que no necesita colaborador fantasma en un texto que casi se convirtió en un espectro.
No quiero decir con este elogio de las singulares memorias de Shepherd que falten en las memorias más estándar ambiciones literarias, porque lo admirable de este género es lo proteico que puede ser. Las memorias pueden ser escritas por buenos escritores profesionales y por aficionados menos dotados, y en eso consiste la belleza de su género. Las novelas se leen por la visión que proporcionan de la experiencia humana, pero las novelas no son las únicas que proporcionan ese placer; además, las novelas tienden a centrarse en personajes inventados. Las memorias complementan esa búsqueda de la experiencia humana al presentar a los lectores recuerdos de la vida vivida por personas que son de una manera u otra interesantes. Nunca pensé, por ejemplo, que me sentiría atraída por lo que el escalador profesional Alex Honnold tiene que decir, pero encontré su libro de memorias Alone on the Wall [Solo en el muro] (2015) realmente atractivo (el colaborador David Roberts afirmó que había trabajado muy poco en el texto, principalmente como editor). Las memorias requieren ser un lector de mente muy abierta y confiar en que se pueden encontrar gemas entre los autores más improbables. Una nunca sabe.
Quizás la razón secreta por la que admiro a los escritores de memorias es que se necesita coraje para narrar tu vida, incluso cuando lo haces por pura vanidad. La profesora cuyos cursos sobre autobiografía y memorias tomé como estudiante de doctorado solía decir cuando planteé este punto que al final la experiencia humana no es tan diferente en términos del arco narrativo general de la vida, por lo que no hay razón para sentir vergüenza. Creo que hay buenas razones para sentirse avergonzado por los detalles de cada vida, sin importar cuán similares puedan ser. Los escritores de memorias han cruzado el límite de la vergüenza, con algunos, como Trevor Noah (leed por favor Born a Crime [Prohibido nacer]) aprovechando al máximo los recuerdos dolorosos.
La privacidad no es muy valorada en estos días, pero sigue siendo importante para muchos de nosotros, por lo que leer memorias es muy paradójico ya que se trata de los textos más privados (aparte de los diarios, claro). Agradezco, así pues, el coraje de los autores que se entregan a la inspección pública, revelando esos grandes y pequeños rincones de la experiencia humana que van más allá de la ficción y tan bien conectan con la vida real.
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