Rompo al fin un silencio de cuatro semanas después de haber quedado atrapada bajo una prodigiosa montaña de galeradas a revisar y de estar también ocupada escribiendo índices, aspectos de la escritura que nunca mencionamos. Rompo este mal hábito aquí.

            Aproveché mi tiempo alejada del aula en 2022 para trabajar en cuatro volúmenes que se publicarán en 2023: un libro colectivo coeditado con Isabel Santaulària (Detoxing Masculinity in Anglophone Literature and Culture: In Search of Good Men, Palgrave); mi autotraducción al castellano de Masculinity and Patriarchal Villainy in the British Novel: From Hitler to Voldemort (Routledge) que se publicará como De Hitler a Voldemort: retrato del Villano (Prensas Universitarias de Zaragoza); mi nueva monografía American Masculinities in Contemporary Documentary Film: Up Close Behind the Mask (Routledge) y mi autotraducción al castellano (Detrás de la máscara: masculinidades americanas en el documental contemporáneo, Universitat de València). De hecho, hay un quinto volumen, que reúne una selección de entradas de este blog centradas en temas educativos, Passionate Professing: The Context and Practice of English Literature (Universidad de Jaén) pero todavía no he llegado a la etapa de corrección de galeradas y redacción de índice.

            Nunca me propuse trabajar en cinco libros, qué locura. De hecho, trabajé en ocho el año pasado, si cuento los tres que ya están en línea: Songs of Empowerment: Women in 21st century Popular Music (que recopila el trabajo de mis estudiantes), Entre muchos mundos: en torno a la ciencia ficción (la antología de mis artículos sobre ciencia ficción, también autotraducida) y el duodécimo volumen anual de este blog. Tuve un año hiperproductivo, que nunca se repetirá de nuevo; no hay nada como mantenerse ocupada para hacer frente a problemas personales complejos. Había programado la revisión de las galeradas y la escritura del índice de los cinco volúmenes en papel para un período de dos meses, pero finalmente me he encontrado repasando cuatro de los libros en solo un mes, al tiempo que empezaba un nuevo semestre en clase después de un sabático accidental de catorce meses. Ha sido un mes intenso aunque también muy inusual.

            Una cosa, como sabemos, es escribir un texto y otra muy distinta verlo impreso, un proceso que lleva (al menos según mi experiencia) un mínimo de un año, si no dos en algunos casos. Tanto las revistas académicas como los editores de libros exigen que los manuscritos se entreguen bien editados siguiendo escrupulosamente las reglas que prefieran, ya sean propias o las de MLA u otras convenciones. A menudo, a los editores de volúmenes colectivos y a los autores de monografías se nos pide que entreguemos textos listos para imprimir, trabajo que hacemos de forma gratuita y que nunca se compensa de ninguna otra manera. No entiendo muy bien el proceso a través del cual el documento de Word que entregamos se convierte en el .pdf que corregimos, pero entiendo aún menos por qué aparecen nuevos errores durante ese proceso, aparte de nuestros propios errores tipográficos y otros fallas de contenido.

            Lo que sí sé es que, mientras que la revisión de un artículo o un capítulo no es muy problemática dada la extensión limitada del texto, los libros son otro tema muy distinto. No importa cuántas veces se revise el texto, lo más probable es que ocurran accidentes al leer 250 o 300 páginas con diversos grados de atención a lo largo de varios días (de verdad que me maravilla la capacidad de prestar atención de los correctores profesionales). Algunos errores nunca se descubren, otros avergüenzan al autor cada vez que necesita leer el libro de nuevo y una tercera categoría aparece inevitablemente sin importar el empeño que ponga el autor en que se corrijan. Todos los autores tienen el derecho y el deber de corregir sus textos, pero no hay nada más insoportable que leer las palabras propias; se pueden pasar por alto errores lamentables por pura familiaridad con el texto, familiaridad que ciega al autor. Si se confía en otros para revisar las galeradas, sea cónyuge amoroso o corrector profesional, es probable que introduzcan otros errores, por desconocimiento del contexto. Me maravillo cada vez que leo libros sin ningún error, es un puro milagro.

            Con todo, la tortura de corregir galeradas propias no es nada en comparación con la odiosa tarea de escribir un índice (ojo, quiero decir un índice onomástico y no el listado de capítulos). Word tiene una función que permite seleccionar palabras para el índice y vincularlas automáticamente al número de página. Sin embargo, dado que la numeración de las páginas puede variar enormemente del manuscrito de Word a la versión pre-impresión en .pdf de un libro, los autores solo podemos entregar un índice completamente terminado (en un archivo de Word separado) cuando termina la revisión de las galeradas en .pdf. Yo misma he escrito el índice de los cuatro volúmenes que he mencionado, aunque en un caso se me he ahorrado la tediosa tarea de comprobar en qué página del .pdf se puede encontrar cada elemento mencionado. Se trata de un proceso, como he experimentado, que puede llevar aún más tiempo que la corrección de galeradas.

            Para aquellos de vosotros que no habéis prestado atención al tema, el índice onomástico es esa lista al final del volumen donde se pueden encontrar nombres, títulos y conceptos mencionados en el libro. Se podría suponer que escribir un índice onomástico es una tarea automática, pero no lo es. El autor debe ponerse en el lugar de la persona que echa un vistazo a su libro en lugar de leerlo de principio a fin para ver dónde se menciona algo que podría interesarle. Una opción simple es incluir todos los autores y títulos mencionados (me refiero aquí a la crítica literaria o cinematográfica), con la duda de si alguien alguna vez estará interesado en algo que se menciona solo de pasada.

            El problema comienza cuando se incluyen conceptos. La regla básica es que no se deben incluir en el índice onomástico conceptos que ocupen un capítulo entero y que el lector pueda localizar revisando el índice de capítulos. La cosa no es tan sencilla porque un libro podría tener, por ejemplo, un capítulo sobre metáfora y también mencionar ese concepto en otros capítulos; hay que informa al lector por lo tanto de todas las páginas donde aparezca la palabra metáfora. En mi caso lo que me ha vuelto loca es la necesidad de especificar en, por ejemplo, mi libro sobre villanía dónde aparece exactamente esa palabra y con qué adjetivos (villanía patriarcal, villanía femenina, etc.). Se podría decir que el tema principal de un libro no debería aparecer en el índice, pero alguien podría necesitar comprobar si en mi libro me refiero a la villanía nazi o a la villanía colectiva.

            Lo curioso del índice es que nadie comprueba si realmente funciona bien. Los editores parecen asumir que sí, al menos no creo que nadie haya verificado mis propios índices. Siempre que yo misma he utilizado un índice ha funcionado. No obstante, todos tenemos la experiencia de esperar que la presencia de un determinado elemento en el índice conduzca a un comentario sustancial en el texto principal para luego encontrarnos con una observación superficial que es básicamente inútil para nuestros propios fines. Suele pasar cuando el autor se empeña en escribir índices lo más inclusivos posible.

            Ha habido un cierto debate sobre si los índices deben aparecer en los libros digitales ya que los lectores de libros electrónicos tienen una función de búsqueda. Sin embargo, todos los e-books académicos que leo todavía llevan el índice de las versiones impresas, posiblemente porque es más fácil mantenerlo que suprimirlo. Me siento feliz cuando al leer un libro sustancioso me doy cuenta de que las páginas finales son solo un índice extenso que se puede omitir. Al mismo tiempo, un índice onomástico dice mucho sobre cómo funciona un libro y tal vez se debería leer antes de leer la primera página. Al escribir mis índices, he aprendido mucho sobre cómo organizo mi propio pensamiento, por lo que siempre es una buena idea que uno escriba sus propios índices en lugar de delegar esa tarea, como hacen muchos académicos (y con todo respeto para los indexadores profesionales). Escribir un índice también ayuda a detectar errores tipográficos y fallos (como haber escrito mal un nombre o un título en el texto que se incluye correctamente en el índice).

            Siento una gran admiración por lo que hizo el autor inglés J.G. Ballard (1930-2009) en su cuento “The Index” (1977), publicado en su colección War Fever. Una nota del (supuesto) editor informa a los lectores que “el texto impreso a continuación es el índice onomástico de la autobiografía inédita y quizás suprimida de un hombre que bien pudo haber sido una de las figuras más notables del siglo XX”, el completamente ficticio Henry Rhodes Hamilton. Ballard logra narrar a través del índice (que incluye una entrada para el propio Hamilton) una vida llena de encuentros con personas ilustres y de intervenciones en eventos que cambiaron el mundo (“Oswald, Lee Harvey, amigo de HRH, 350; inspirado por HRH, 354; discute el fracaso de la Presidencia con HRH, 357–61; invita a HRH a Dallas, 372”). Afortunadamente para él, Ballard no tuvo que preocuparse de si las páginas casaban bien con el texto principal… Por cierto, Mike Bonsall escribió la autobiografía de Hamilton usando el índice de Ballard (ver http://fentonville.co.uk/digital-ballard/), aunque hizo trampa al presentar como texto censurado el grueso del volumen.

            Por favor, apreciad el pequeño milagro que es un libro perfectamente corregido y disfrutad de la belleza de un índice onomástico bien construido; ambas cosas también son parte de la buena escritura.