27 de octubre de 2016

Autoridades académicas y diplomáticas, amigas y amigos,

Decía Alfonso Reyes que “si la tierra es posada provisional para todos, para el diplomático lo es en grado sumo. De ahí que el frívolo caiga en danzarín; el poco resistente en desequilibrado y estrafalario; el profundo, en filósofo desengañado”. Pues bien, no diré yo que hoy, al recibir este premio que tan generosamente han tenido a bien concederme, me sienta frívolo danzarín, desequilibrado o estrafalario, ni siquiera filósofo desengañado. Pero sí, permítanme que lo reconozca ya, algo abrumado por el hecho de estar aquí entre ustedes, en una facultad de traductores, para recibir un galardón que honra la memoria de uno tan ilustre de los de su gremio y en cuya nómina figuran algunos otros que tanto respeto me merecen y a quienes me referiré más adelante.

En mi descargo sólo se me ocurren ahora dos razones.

La primera es que, por suerte, muchos diplomáticos antes que yo han entendido que poner en contacto a las culturas de los países que lo envían y lo reciben forma parte de sus tareas, y a ella han dedicado algunos de sus mejores esfuerzos. Se trata de esa función que el poeta, historiador, académico (y diplomático) brasileiro Alberto da Costa e Silva resumía de manera brillante en su discurso de ingreso a la Academia Brasileira: “una de las funciones más fecundas del diplomático, y sin embargo de las menos reconocidas y estudiadas, es la de traer a su país lo que de nuevo se piensa, ensaya y practica en otras partes del mundo”.

Y entre eso que de nuevo se piensa en otros países figuran siempre, de manera destacada, sus letras. Suscribo plenamente lo que Ortega afirma: “el alma de un pueblo sólo es inteligible cuando se enfrentan sus palabras y sus obras”. Así, conocer un país en un tiempo determinado es, también, conocer lo que han pensado y escrito las gentes que lo habitaron a lo largo de la historia, dándole la forma y la apariencia con que hoy se nos muestra. Por eso creo que las andanzas de Carlos da Maia y Jõao de Ega son más reveladoras de aquella Lisboa de las Conferencias del Casino que muchos tratados de historia. Y lo mismo puede decirse de la lírica de Camões o de los heterónimos pessoanos. Todos ellos representan valiosas cartas de marear, llaves en apariencia modestas, que se encuentran a un módico precio en los estantes de la librería de la esquina, pero que sirven para abrir muchas puertas, selladas para quien a ellas se acerca únicamente con los ojos acelerados del presente. Y cuya luz, al proyectarse sobre el otro, acaba reflejándonos a nosotros mismos, mostrándonos ciertos aspectos de nosotros mismos que habitualmente, a fuer de costumbre, pasan desapercibidos. De ahí su universalidad: conocer lo que el otro piensa para descubrir qué pensamos  nosotros.

El segundo ítem en este improvisado pliego de disculpas sería éste: versionar poesía originalmente escrita en una lengua extranjera constituye, a mi modo de ver, una tarea muy peculiar dentro de las que puede llevar a cabo un traductor. Y con esta afirmación no pretendo mediar en la ya larga polémica acerca de la traducibilidad de la lírica. Otros (Paz, Bousoño) han escrito largo y tendido a este respecto, formulando muchas preguntas y llegando a pocas respuestas (y dando con ello buena muestra de su condición primordial de poetas). Yo, por mi parte, no discuto que la traducción de poesía sea un tertium genus a medio camino entre la traducción y la quimera; un inexistente cruce de caminos donde se hace más palpable la intraducibilidad de las lenguas; donde la traición del traductor es más evidente. Y, cuando estoy frente al verso extranjero, comparto muchas de las preocupaciones expresadas por aquellos y otros. Pero traducir es ya tomar postura, transigir. Transigir con la imposiblidad de mantener la identidad entre sonido y sentido que caracteriza al texto lírico (¿pero acaso esa imposibilidad no se encuentra en otros géneros literarios, más si cabe hoy en día cuando las fronteras entre los mismos son cada vez más difusas?). Y transigir con la limitación de las propias fuerzas, con un ideal que nunca alcanzo, pero que a pesar de todo me sigue moviendo. 

No es, en todo caso, ésta la peculiaridad de la traducción de poesía que más me interesa, sino otra, directamente relacionada con la naturaleza de su objeto y la consideración social del mismo en el tiempo presente. Me refiero a la dificultad con que la lírica transita por los circuitos editoriales mayoritarios. Pues bien, la poesía no se vende porque nuestros contemporáneos no quieren comprarla, es cierto, pero también y sobre todo porque no se asume a sí misma, nunca lo ha hecho, como objeto de comercio. Y eso posee, sin duda, implicaciones para el propio proceso de la traducción. Al trasladar poesía, asumimos un compromiso radical con la palabra que hemos elegido. Y nos convertimos de paso en sus mediadores. Pasamos a ser un timbre de su voz, pero no sólo eso: en cierto sentido, contraemos la obligación de presentarla a los nuestros, esto es, de situarla. Traerla, en expresión felizmente significativa, entre nosotros. Y para eso se nos impone conocerla a fondo, más incluso que si fuera una de nuestra propia tradición. Y no otra es, para mí, la parte más gratificante, más genuina, que compete al traductor de poesía.

No concibo ninguno de los libros que he versionado en estos años (los de Alberto de Lacerda, Nuno Júdice, António Ramos Rosa, Daniel Faria, Rui Knopfli y Ana Luísa Amaral) sin las respectivas historias que los acompañan: historias tan rabiosamente humanas como las de Alberto de Lacerda, exiliado  de todo, pero siempre fiel a la lengua que le dio su ser; tan apasionantes y reveladoras del ser portugués como el devanar de ese largo silencio que me llevó hasta la obra de Daniel Faria, poeta mayor de la lengua portuguesa tempranamente malogrado. A cada uno de esos libros me gusta representármelo como una casa cuyas estancias guardan la presencia de aquellos que han hecho posible su existencia: los propios autores o aquellos que cuidan de sus herencias; quienes con sus brillantes lecturas me los dieron a conocer o me ayudaron a pensarlos; los editores que me han acompañado a lo largo del camino; las manos que han traducido con las mías; incluso los amigos invisibles del Instituto Camões, sin cuyo aliento constante y generoso ninguna de ellos hubiese visto la luz. A todos ellos quiero hoy agradecerles su amistad y su compañía. 

Como a los hijos, a nuestros libros (los naturales y los prohijados) los queremos a todos por igual. Pero en nuestro fuero interno no podemos evitar sentir un vínculo de mayor afinidad íntima con algunos de ellos. Es para mí el caso de “El país de los otros”, de Rui Knopfli. Que el Jurado lo haya elegido es por ello motivo de particular alegría. Y por partida doble.

Por un lado, Knopfli es un poeta de mi predilección. Uno de esos hallazgos que nos permiten apartar las ramas inanes de los cánones y ver el bosque sincero de la verdadera Literatura. A Knopfli me lo encontré al poco de mi llegada a Lisboa, en uno de los descuidados estantes de la librería de la Imprensa Nacional, en los rumbos del Arco do Cego. Y, venciendo poco a poco las dudas que instintivamente nos provocan los preteridos por el canon, descubrí a uno de los poetas más deslumbrantes de la lengua portuguesa del siglo pasado (y, eso, como bien saben ustedes, es decir mucho). De él me gusta todo: su característico tono menor, su insobornable rebelión contra todo y contra todos, su voz “honda y tensa, concisa y afilada, mordaz y conmovedora, enjuta pero sustanciosa, hodierna por atemporal, discursiva sin ser retórica, íntima siendo anti-lírica, instrumento por fin de tono sincero y siempre humano hábilmente tañido por una subjetividad extremadamente lúcida”. Knopfli me gusta incluso cuando no me gusta: también me emocionan los poemas que dedica a su natal tierra africana, los pocos en los que se adueña de su voz un tono retórico. Su cinismo (siempre atemperado por una profunda humanidad) es un antídoto frente a las componendas y aceleraciones del tiempo presente, frente a las ataduras sociales, las comodidades ideológicas, las escuelas literarias. Un ejercicio de, permítaseme la expresión, soledad compartida (“Prefiero las minorías —escribirá en uno de sus versos que para mí se ha convertido en lema— . Pero, sin duda, su principal virtud, su consecución más duradera, es la sinceridad (objetivo, por cierto, que Knopfli comparte a pesar de las heterónimas apariencias con Pessoa, como éste confiesa en carta al azoriano Cortes-Rodrigues): siempre, hable de sí mismo o de los demás, de política o literatura, de Europa o de África, de ciudades brillantes o de sabanas interminables, de jazz o de su manera de perder el tiempo mirando una mosca, consigue remover algo en mi interior. Consigue, y no creo que la poesía sea otra cosa, que me vea reflejado en el espejo de la emoción que el poeta experimenta al contemplar desde los promontorios del presente una ciudad, la suya, que solo existe en la memoria: “¿Qué pasa, Rui? No me digas/ que a estas alturas vas a emocionarte…”

Si lo anterior no bastara, añádase un motivo adicional de satisfacción: “El país de los otros” vio la luz en las prensas de la Editora Regional de Extremadura, la editorial pública de mi tierra. Desde que la vuelta de la democracia a la península iniciara el deshielo entre nuestras sociedades no es poco lo que desde allí se ha hecho en pro del acercamiento de las literaturas peninsulares. Siempre sobre la base de la desconfianza hacia aquellas fronteras tan artificiales que quieren separar lo que por definición ha de ser uno, pues concita en sí a todos los hombres: el pensamiento y la creación artística. La historia de la incorporación de la poesía lusa del XX a la lengua castellana no estaría completa sin unos cuantos nombres ligados a mi tierra, que en uno u otro momento contaron con el apoyo institucional de la Editora Regional. No puedo más que felicitar a sus responsables, los actuales y los pasados, por sostener su apuesta por las letras lusas incluso en tiempos difíciles como los que corren, y por seguir siendo referencia para los lectores atentos a lo que se escribe al otro lado de la raia.

Voy terminando. La decisión del Jurado y los patronos de este premio Giovanni Pontiero, el Instituto Camões y la Facultad de Traducció de la Universitat Autónoma de Barcelona, de premiar “El país de los otros” me anima a seguir caminando en pos de esa quimera tan real de la poesía lusa. Un camino en el tiempo que me une umbilicalmente a la historia de cada poeta traducido, pero que se proyecta también en otras dos direcciones.

Retrospectivamente, hacia aquellos que me han precedido en esta tarea de mediación entre nuestras culturas. En el caso de lenguas tan próximas y con largas historias a las espaldas como las peninsulares, cargamos un testigo tan brillante como exigente. El que han portado desde hace décadas figuras como Ángel Marcos de Dios, a quien se rinde homenaje en este acto. En ese sentido, nada me causa mayor orgullo ni me impone mayor responsabilidad que figurar desde hoy en la misma lista que dos a los que considero mis maestros  y me alumbran con su ejemplo: Ángel Campos Pámpano y Antonio Sáez Delgado. A la memoria fecunda del primero y al presente inspirador del segundo quiero dedicar este premio.

Prospectivamente, me lanza también hacia el lector futuro de los versos que hemos, con toda la modestia de nuestras fuerzas, traducido. Pese a todos los olvidos, contra todas las corrientes, la poesía escrita en portugués sigue encontrando entre nosotros su inmensa minoría de lectores. Lectores que bien podrían ser el que retrata Daniel Faria en uno de sus poemas definitivos de Dos Liquidos, que así comienza:

Sabes, lector, que estamos ambos en la misma página

y aprovecho la circunstancia de que hayas llegado ahora

para contarte cómo veo crecer una magnolia.

La magnolia crece en la tierra que pisas —puedes pensar

que te digo algo innecesario, pero podría haberte dicho, créeme,

que la magnolia te crece como un libro entre las manos. O mejor,

que la magnolia —pues ésa es la verdad— crece siempre

a nuestro pesar.

Lectores que, pese a todo, incluso a nuestro pesar, siguen cortando la flor de la magnolia del poema.

 

Muchas gracias.

Luis María Marina