El artículo de Héctor García Barnés publicado en El Confidencial, “Hay gente en España que lee 80, 150 o 300 libros al año, y no es tan difícil como suena”, llama poderosamente la atención tanto por los casos que presenta de grandes lectores como por los comentarios más bien negativos que éstos reciben en los comentarios. Según informa García Barnés, la encuesta de hábitos de lectura y compras de libros de 2021, realizada por Federación de Gremios de Editores de España, indica que “los mayores de 18 años leen de media 10’2 libros anuales, pero hay un 36% de personas que no leen ni uno”, según dicen la mitad de ellos por falta de tiempo. Por contra, los “superlectores”, según nomenclatura del periodista “esos aficionados a la literatura que leen al año la misma cantidad de libros que pueblos enteros”, sí encuentran tiempo para entregarse a su vicio favorito. El ingeniero Mariano Hortal, quien lee unos 300 libros al año como refleja su blog Lectura y locura, es seguramente un caso extraordinario, pero según informa García Barnés no es tan extraño encontrar en España lectores que consumen de 80 a 150 libros anuales entre las filas de profesores, editores y periodistas. Y espero que entre otros tipos de lectores.
Aunque me considero sencillamente una lectora, yo soy una de esas ‘superlectoras’ en tanto que mi media anual ronda los 100 libros. Empecé a llevar la lista de todo lo que leo a los catorce años para no olvidarme de nada, y sigo anotando religiosamente los volúmenes por los que paso, no por afán de cumplir un cupo sino por pura curiosidad sobre cómo se va desarrollando mi paseo anual por los libros. Y, como decía, por pura necesidad memorística. Entiendo que los lectores que ha entrevistado García Barnés corresponden a un perfil similar: ni ellos ni yo competimos con otros lectores, no esperamos ser premiados por leer, y no leemos para hinchar nuestras listas respectivas sino que estas se van llenando.
El número de libros leído no indica las horas pasadas ante un volumen y por ello durante un tiempo también solía anotar las páginas de cada libro, hábito que perdí. Sí que ha habido casos en los que he dudado de añadir un libro a mi lista por estar alrededor de las 100 páginas, aunque en otros casos haya podido leer libros de 800 o 900 páginas (como el que ahora leo, Fall; or Dodge in Hell de Neal Stephenson). Una cosa que hay que entender es que cuanto más se lee más aumenta la velocidad de lectura, y más mejora la comprensión, sin duda alguna. Mi velocidad de lectura habitual ronda las 50-60 páginas por hora, aunque como decía en la entrada anterior, raramente leo más de dos horas seguidas a no ser que sea por trabajo. Nunca me obligo a leer cada día, ni acabo un libro que no me guste, con lo cual habría que añadir a los 100 anuales algo así como unos 10 o 12 más por número de páginas leídas en los volúmenes que al final no acabé.
Ni los superlectores del artículo ni yo misma narramos esta experiencia con afán de notoriedad. De hecho, García Barnés ofrece el artículo a quienes dicen no tener tiempo de leer para que vean que si se quiere se encuentra. Los lectores entrevistados explican algo más que obvio: el tiempo siempre es limitado pero si se encuentran tres horas y media al día para ver la televisión (la media nacional en España en 2021), o perder el tiempo en las redes sociales, se puede encontrar una hora para la lectura. De hecho, es cada vez más importante adquirir ese hábito ya que diversos estudios indican que tal como el ejercicio físico habitual mantiene sano el corazón, la lectura ayuda a mantener la salud del cerebro.
Dejando de lado este tema, queda claro que quienes leemos encadenando libros posiblemente obtenemos algún tipo de endorfina de la lectura parecida a la que anima a los deportistas. Yo no hago deporte, aunque soy consciente de que debería, y por lo tanto comprendo que hay mucha gente a la que no le interesa nada la lectura, pero en todo caso no se me ocurre despreciar los logros deportivos de los deportistas aficionados. Si me tropezara con un artículo en el que una serie de señores y señoras me contaran que corren una maratón a la semana porque les encanta, no se me pasaría por la cabeza denigrarlos; sin embargo, lo que reflejan los comentarios al artículo de García Barnés es desconfianza y desprecio, y una impresión muy equivocada de que los superlectores son (o somos) arrogantes.
Procedo a citar algunos de esos comentarios. Mr. Puterfull sentencia que “La lectura no se puede tomar como un reto o una competición. Nos estamos volviendo locos”, aunque nada en el artículo sugiere que los superlectores se enfrenten a retos o compitan. Stuart Carter subraya que “el leer no puede ser ni una obligación” sino que “Lo importante es leer y disfrutar de lo que se lee”, sin reparar en que esto mismo defienden los entrevistados. Alberto Martín opina (en mayúsculas) que “100 LIBROS AL AÑO? ES UNA BARBARIDAD” para a continuación dudar que los superlectores hayan comprendido lo que leen. Otro lector, Weyland Yutani (el nombre de la diabólica corporación en la saga Alien), concluye que “El que se lee 300 libros al año no lee, hojea. No es lo mismo”, pese a que no tiene base alguna para justificar su argumentación (ni para insinuar que Mariano Hortal miente). Philip Buster secunda esa tesis infundada con un rotundo “Puedo consumir mucha lectura y no leer nada”. Maria Benjumea niega con rotundidad que se puedan leer 50 o 60 páginas en una hora (“me huele a chamusquina”). En su opinión, “más de 30 páginas en una hora es saltarse párrafos o leer basura”. Una tal Maximón insiste en que “si leo al ‘peso’ estoy perdiendo literalmente mi tiempo”, pese a que los superlectores entrevistados mencionan en todos los casos libros de calidad. Según ella, “lo ideal es seleccionar muy bien que se va a leer y porqué”, de modo que “Yo, con 10/12 libros en un año me doy por satisfecha”.
Otros comentarios atacan a los superlectores en lugar de por el flanco de la capacidad de comprensión por el flanco del tiempo. Daniel Monleón, quien dice ser lector según el momento de su vida, comenta que “leer es disfrutar” al igual que otros placeres, sin que sea “una elección (…) [ni] mejor ni peor que otras” pero sí “más solitaria”. Reaccionando al cálculo de unos de los superlectores que ha decidido no perder el tiempo con malos libros porque le queda tiempo para leer sólo unos 3500 en su vida, Felipe García escribe que “No tengo ningún interés en leer 80 libros al año, ni de leer 3500 en lo que me resta de vida. Ni tampoco en ver 50 temporadas de series por año ni en ver 200 partidos del año”, poniendo así al mismo nivel la lectura y el consumo de televisión, que todos los superlectores desprecian. Por último, Jorge Valdecasas escribe que “Si alguien me dice que tiene un trabajo de 8 horas, 3 hijos y se lee un libro cada 2 días del calibre de los tres tomos del señor de los anillos (sic), pediría que le quitasen la custodia de sus hijos”, pasando por alto que los hábitos de lectura suelen nacer por imitación de los padres y madres que leen.
Como decía, no imagino semejantes comentarios en respuesta a un artículo sobre cómo encontrar tiempo para correr maratones, y la pregunta obvia es por qué dan tanta rabia los superlectores entrevistados. No hay ningún comentario que agradezca los consejos dados (llevar libros siempre que se vaya de viaje aunque sea en el metro, buscar ratos más breves a lo largo del día si no se puede dedicar una hora a la lectura, usar las bibliotecas públicas para experimentar con distintos tipos de libros), sino un conjunto de ataques. España es un país tremendamente inculto y quizás ahí radica la inquina. Mientras que un comentario sugiere que el índice de lectura va subiendo como indica la apertura de nuevas grandes librerías en las ciudades mayores, otro espeta que si fuera así habría una librería en cada calle, mientras lo que hay son bares.
Dada esta situación no sorprende tanto que los superlectores sean menospreciados como listillos que se creen superiores a los demás. Por otra parte, es cierto que los entrevistados no dudan en criticar el consumo masivo de series y de programas de cotilleo como lacras que impiden maximizar el tiempo que se podría dedicar a la lectura, y entiendo que esta postura pueda ser ofensiva. Tengo que aclarar que en mi propio entorno académico no todo el mundo lee desaforadamente, y que más de un colega profesor de Literatura lee menos de lo que debiera por culpa de las series. No me sorprendería tal como van las cosas que de aquí a treinta años ya no se enseñen libros en nuestros grados de Estudios Ingleses, sino series (creo que el cine está muriendo antes de poder llegar a nuestras aulas).
Como escribí en mi anterior entrada, cuando llega la noche y tengo un rato de ocio siempre surge la duda de si optaré por una película o por el libro que esté leyendo esos días. Como decía Daniel Monleón en su comentario leer es solitario y normalmente si opto por una película es porque quiero hacerle compañía a mi pareja, que es un fanático total del cine. El problema es que si la película no me interesa demasiado me revuelvo inquieta en el sofá pensando en el libro que podría estar leyendo, situación que es difícil de comprender (lo sé) para un no lector. Si lo piensas bien, el hábito de leer constantemente es sumamente extraño, y quizás un tanto egoísta como sugieren algunos de los comentarios citados. Ciertamente, no se puede compartir, a pesar de redes sociales como GoodReads o los muchos clubs de lectura, a no ser que, como hacían muchas familias en el siglo XIX, uno lea en voz alta y otros escuchen. Tampoco es que ver la televisión o usar las redes sociales sea un acto más sociable, como se puede ver en esos grupos de adolescentes que no hablan entre sí mientras cada uno consulta su móvil. Pero somos los lectores impenitentes los que arrastramos el sambenito de estar demasiado abstraídos, demasiado inmersos en otros mundos. De ser unos raros, en suma.
Como sé que nunca correrá una maratón, digan lo que digan los deportistas, sé que no sirve de nada recomendar leer si no 80 al menos más de 12 libros al año. Lo dejo caer, por si alguien se anima.
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