La semana pasada escribí sobre la gran cantidad de bibliografía que estamos utilizando en el ensayo académico. Olvidé, sin embargo, mencionar que en el análisis textual las fuentes primarias ocupan cada vez menos espacio. En la presentación de mi volumen La verdad sin fin: Expediente X en septiembre, Iván Gómez me elogió por tener la capacidad de desentrañar de los textos lo que contienen en lugar de imponerles mi propia perspectiva. Entré en pánico, dándome cuenta de que esa es posiblemente la razón por la que a mis revisores no les gusta mi trabajo. No está de moda dejar que las fuentes primarias analizadas ocupen el centro de la escena: un revisor muy desagradable incluso me dijo, hace unos cinco años, que estaba muy lejos de dominar el análisis académico. Lo que está de moda ahora en el trabajo académico es arrojar sobre el texto analizado un inmenso aluvión de fuentes secundarias, presumiblemente necesarias para sostener la argumentación, y solo comentar la fuente primaria en ráfagas cortas que apenas arañan la superficie.

            Como todo el mundo, soy culpable del mismo delito. Sin una gran cantidad de fuentes secundarias, como expliqué la semana pasada, no hay forma de que se pueda publicar un ensayo académico. El problema es que me gusta mucho el análisis textual en sus dos aspectos principales: buscar pistas en el texto analizado (ya sea impreso o audiovisual) sobre cómo funciona en forma y contenido, y luego aportar a mi argumentación muchos comentarios. Esto solía llamarse ‘iluminar un texto’. De hecho, nunca he escrito ningún ensayo inspirada por la teoría, sino al revés: mi interés por comentar un texto me ha llevado necesariamente a buscar un marco teórico, como una especie de coartada para poder expresar lo que encuentro relevante (Dickens, por poner un ejemplo, siempre tiene para mí preferencia sobre Derrida o Butler). Si no me siento lo suficientemente inclinada a trabajar en este marco teórico, escribo sobre el texto aquí, ofreciendo puros comentarios y opiniones, y menos argumentos.

            Hay algo más en juego. Buscando bibliografía estos días sobre la trilogía de novelas sobre Takeshi Kovacs de Richard K. Morgan, he encontrado lo siguiente: a) un aumento del interés por la adaptación de Netflix (2018-2020), con un interés muy limitado por las novelas (2002-2005); b) una atención exagerada en torno a la primera novela, Carbono modificado, en detrimento de las otras dos, Ángeles rotos y Furias desatadas, a pesar de que el arco narrativo de Kovacs no puede entenderse sin leer las tres novelas; c) una renuencia a escribir sobre toda la trilogía, con la honrosa excepción de Pawel Frelik, cuyo artículo “Woken Carbon: The Return of the Human in Richard K. Morgan’s Takeshi Kovacs Trilogy” es simplemente excelente. Este no es un asunto específico de esta trilogía: es un patrón general.

            Estoy notando una palpable pereza académica en relación particularmente con las fuentes primarias impresas. Si existen adaptaciones audiovisuales, absorben todo el interés académico, independientemente del origen de los personajes y de las tramas analizadas (habitualmente atribuidas a la película o a la serie, sin molestarse en comprobar si proceden del texto fuente). En el caso de Morgan, si bien hay un volumen colectivo dedicado a la serie—Sex, Death and Resurrection in Altered Carbon: Essays on the Netflix Series, editado por Aldona Kobus y Lukasz Muniowski, y publicado en 2020 coincidiendo con la segunda y hasta ahora última temporada—no existe un volumen equivalente sobre sus novelas. El ensayo de Frelik, como he señalado, es la única pieza que analiza la trilogía. Por otro lado, por supuesto que puedes escribir sobre una novela que forma parte de una trilogía o serie antes de que se publiquen el resto, pero una vez que todos los volúmenes están disponibles, todos deben ser tenidos en cuenta. Sin embargo, la mayoría de los análisis de las trilogías se refieren solo al primer volumen, y el segundo y el tercero apenas dejan rastro, ya que, lo siento, pocos eruditos parecen inclinados a leer tanto (posiblemente la excepción sea Harry Potter, con toda la heptalogía a menudo analizada en un solo artículo).

            La creciente presión para incluir muchas fuentes secundarias y así apuntalar un marco teórico denso posiblemente esté haciendo que los académicos dediquen menos tiempo al análisis de las fuentes primarias, particularmente las impresas. Escribí la semana pasada cómo a menudo me encuentro explorando artículos académicos en busca de contribuciones originales de los autores, enterradas entre tantas citas y comentarios de y sobre las fuentes secundarias. La búsqueda de comentarios originales sobre las fuentes primarias es aún más difícil. La mayoría de los análisis académicos son extremadamente sesgados, por lo que, por ejemplo, me he encontrado con artículos que comparan la novela de Andy Weir El marciano con Robinson Crusoe, mientras que no hay comparación alguna con Apolo XIII, pese a que, según el propio Weir, fue su principal inspiración. Cito este ejemplo porque esta falta de atención a la fuente primaria no es solo una cuestión de política de identidad que inclina el análisis textual hacia temas candentes. Tampoco estoy defendiendo el formalismo, sino que pido más respeto, si esa es la palabra, para las fuentes primarias y sus autores.

            Cuando se trata de trabajos recientes de autores vivos, que es mi principal tema de investigación, tiendo a incluir en mi bibliografía al menos una reseña y una entrevista. Las reseñas deben ofrecer opinión, lo que ya no hacemos en la escritura académica, y necesito incorporar a mis propios ensayos afirmaciones directas sobre los textos que analizo. Rara vez encuentro en el trabajo académico actual una opinión clara sobre la calidad de las fuentes primarias, aunque la crítica feminista (como la mía) tiende a ser clara sobre los yerros de los autores masculinos (¡lo siento, chicos!). Las entrevistas son herramientas maravillosas ya que proporcionan evidencia de las decisiones del autor que el texto por sí solo no puede confirmar. Encontré, por ejemplo, una pequeña pepita de oro en una entrevista en la que Colson Whitehead explica que su novela de zombis Zona Uno expresa la idea de que cuando una persona está deprimida se siente como si fuera el fin del mundo, por lo que decidió colocar a su protagonista deprimido en una narrativa literalmente apocalíptica. No he visto esta declaración esencial citada en ninguno de los muchos artículos académicos sobre Zona Uno, que en su mayoría se obsesionan con la raza (después de todo, tal vez sí sea una cuestión de peso excesivo de los temas candentes).

            Creo que al final lo que nos falta es un espacio para publicar análisis textual de calidad que no esté subordinado al ensayo argumentativo. De alguna manera esto ya existe en los diferentes sitios que ofrecen guías de estudio, que comenzaron en papel con las famosas Cliff Notes y luego se trasladaron a Internet en la década de 1990. Wikipedia informa que la compañía fue fundada por Clifton Hillegass en 1958, quien en realidad le compró los derechos a Jack Cole, el copropietario de la empresa de libros Coles de Toronto, de las Cole Notes, publicadas por primera vez en 1948. Las guías de estudio tienen muy male reputación por ayudar a los estudiantes a saltarse la lectura de los libros, pero yo misma las encuentro extremadamente útiles cuando preparo las clases, y he tomado prestados para mi propio uso (¡no en clase!) resúmenes de capítulos y listas de personajes. Las series Modern Critical Interpretations y Bloom’s Classic Critical Views, publicadas por Chelsea House bajo la dirección editorial del profesor Harold Bloom, es quizás lo más cerca que la crítica literaria ha estado de ofrecer el tipo de análisis que tengo en mente. Sin embargo, si no me equivoco, dejaron de publicarse después del fallecimiento de Bloom en 2019. Y no, los académicos no escribimos guías de estudio, al menos no abiertamente (aunque alguien las escribe…).

            El trabajo requerido para encontrar pasajes relevantes en fuentes secundarias es muy diferente de la tarea de diseccionar cómo funciona un texto (tanto de ficción como de no ficción). Tengo para cada libro que analizo, al menos 15 páginas, si no 30, de citas y notas, ya que es extremadamente difícil para mí seleccionar solo tres o cuatro citas y no tomar docenas de notas sobre la trama o el contenido. Habitualmente, los ensayos (ya sean artículos o capítulos) tienen entre 4500 y 8000 palabras, rara vez más, lo que significa que en realidad hay muy poco espacio para explorar en profundidad un texto en ellos, sobre todo teniendo en cuenta, como estoy explicando, la posición prominente que ocupan las fuentes secundarias. Por otro lado, las notas que tomamos terminan en el cubo de la basura, con muchos pasajes interesantes nunca comentados para beneficio de otros lectores. Me siento frustrada de que tantas horas de trabajo terminen representadas por tan poco análisis textual, pero tampoco sabría qué hacer con un comentario de texto de 25000 palabras.

            Lo que digo hoy, como dije la semana pasada, es que la moda académica actual nos empuja a llenar nuestros ensayos con tanto de las fuentes secundarias y tan poco de las fuentes primarias que los textos analizados quedan fragmentados en lugar de iluminados. Mi impresión es que la mayoría de los estudiosos de la literatura y la cultura apenas se preocupan por cómo funcionan los textos, prefiriendo en cambio hacer alarde de su lectura de una miríada de fuentes secundarias. En la revista que coedito, Hélice, hemos dado cabida a lo que llamamos ensayos misceláneos, en los que se prioriza el comentario, y tal vez ese sea el camino a seguir: reinventar el ensayo académico y priorizar la lectura atenta del texto analizado, manteniendo como elemento secundario todo el aparato académico. Vamos a intentarlo, ¿de acuerdo?