[Perdón por la larga ausencia de tres semanas, tengo cuatro libros en mis manos (dos volúmenes colectivos, una monografía, una traducción de un volumen colectivo) y un número de la revista, y no me quedan fuerzas para escribir. Además, culpad a Donald Trump por absorber mi energía mental con tanta preocupación por las terribles consecuencias de sus aleatorias decisiones]
Creo que ya es hora de que hagamos sonar la alarma y mostremos nuestra preocupación colectiva por las limitaciones de la narrativa actual, en todos los medios, desde los impresos hasta los audiovisuales. Hace poco leí un tuit de una mujer que se preguntaba si había perdido el gusto por la lectura. Su queja era que, a pesar de que se esforzaba mucho por que le gustaran los libros que leía, pronto se volvían aburridos y se encontraba abandonando más volúmenes de los que terminaba. Peor aún, se esforzaba por leer algunos libros pese a saber que no encontraría satisfacción en terminarlos, solo para poder decirse a sí misma que todavía amaba la lectura.
Pobrecita, esta mujer pensaba que su desvinculación de la lectura era algo personal, cuando, sintiendo lo mismo que ella, creo que refleja un patrón que comienza a emerger. Si nosotros, los lectores habituales, guardamos silencio sobre nuestra desilusión, es por dos razones. En primer lugar, no queremos dar a los no lectores la oportunidad de sentirse confirmados en su descrédito de la lectura. En segundo lugar, no queremos ser demasiado rigurosos con los autores. Stephen King protestó esta semana en su cuenta de Bluesky que es muy fácil quejarse si uno nunca ha escrito ficción, y tiene razón (aunque solo sea parcialmente).
Entre los libros que he disfrutado mucho recientemente, mencionaré las memorias de Edward Zwick Hits, Flops, and Other Illusions: My Fortysomething Years in Hollywood (2024). Zwick ofrece una excelente visión general de su carrera, denunciando la estrechez de miras financiera que impide a Hollywood ofrecer una mejor narrativa. Entre otras muchas películas notables, Zwick dirigió en 2006 Diamante de sangre, basada en una trama de Charles Leavitt y C. Gaby Mitchell, y escrita por el propio Leavitt. La película de Zwick es un thriller político ambientado en la Guerra Civil de Sierra Leona (1999-2002), que trata de los esfuerzos del minero local Solomon Vandy para escapar de la esclavitud. El concepto de ‘diamante de sangre’, es decir, un diamante manchado por la horrible explotación de los trabajadores empleados para extraerlo, ganó popularidad gracias a la película. Sin embargo, Zwick narra en sus recuerdos cómo uno de los ejecutivos del estudio le dijo que esta era la última película “adulta” que producirían, ya que la corriente llevaba hacia el entretenimiento ligero basado en la figura del superhéroe, algo que le dolía pero no podía parar.
El comentario de Zwick me hizo pensar por qué no me gustan la mayoría de las películas (y novelas) que consumo hoy en día, y llegué a la conclusión de que se han olvidado de cómo conectar lo personal con lo social. Hace poco publiqué una entrada sobre la gran película de John Ford ¡Qué verde era mi valle!, obra que ilustra mi argumentación de hoy: el guión ofrece un melodrama familiar, pero está firmemente ligado a las luchas de los mineros galeses a finales del siglo XIX. Como escribí entonces, no todas las historias tienen que seguir ese camino, y ser tan serias como el cine de Ken Loach, pero echo de menos esa dimensión social en la mayoría de las historias que leo o veo.
Si queréis otro ejemplo de narración actual muy poco satisfactoria, mencionaré la película de Sean Baker Anora, la ganadora del Oscar de este año. Se trata de la historia de una trabajadora sexual, Ani, que se engaña a sí misma creyendo que está enamorada del mocoso ruso ultrarrico que primero la emplea y luego se casa con ella para fastidiar a sus padres. Baker, sin embargo, no plantea ninguna cuestión de fondo sobre el empleo de Ani o el origen de la fortuna de su joven marido. Se podría contraargumentar que estas cuestiones de fondo tampoco se plantean en la película de Garry Marshall Pretty Woman (1990), pero al menos el director sabe lo que está haciendo y ofrece un buen entretenimiento (odio la película, ¡pero no puedo decir que me aburra!). Anora es una mala narración que no se interesa por los problemas potenciales que podría (o debería) haber planteado y es por ello, en resumen, un pequeño desastre sin ton ni son. No es atractiva en absoluto.
Así pues ¿por qué obtuvo un Oscar a la Mejor Película? (compitiendo con Emilia Pérez, A complete unknown, Cónclave, Nickle boys, Sigo aquí, The substance, Dune: segunda parte, Wicked, El brutalista). Bueno, para ser sincera, no lo sé. Todavía no he visto todas estas películas, pero las que he visto (Emilia Pérez, Nickle Boys, The substance, Dune: segunda parte) son películas que también me desagradaron. La peor fue Nickle Boys, que ni siquiera logré terminar (me leeré la novela de Colson Whitehead). Esta es mi teoría: cuando llega la temporada de premios, los galardones se entregan independientemente de la calidad de las películas estrenadas ese año (llegaré a las novelas en unos pocos párrafos), porque nadie quiere dejarlos desiertos por falta de calidad.
Anora terminó ganando cinco Oscars: uno para la actriz principal Mikey Madison y cuatro (!!) para Sean Baker por mejor dirección, guión, edición y película. Esto es algo que no logro entender en absoluto. Disfruté de la obra de Baker The Florida Project (2017), pero no creo que Baker sea tan talentoso como sugieren los Oscar de este año. Otros pueden no estar de acuerdo, pero esta es mi opinión. La sobrevaloración, como se ha señalado, también influye. Un espectador se quejó recientemente de que odiaba The Substance porque había sido sobrevalorada por la crítica y los jurados de los premios, si bien podría haberla disfrutado sin tanta fanfarria. Nombró por contra Sin malos rollos (2023), con Jennifer Lawrence, como una película que pudo disfrutar precisamente porque no había sido sobrevalorada, sino todo lo contrario. Si hubiera recibido algún bombo, escribió, “ahora estaría insultando a Jennifer Lawrence en lugar de a Demi Moore.”
No sigo mucho las series, pero revisando la lista de ganadoras de los Emmy 2024, mi impresión es que parecen estar menos afectadas por el mismo patrón de sobrevaloración y premios inmerecidos. Shōgun, la principal ganadora del año pasado, me pareció un muy buen ejemplo de gran narrativa combinada con una temática sólida, que abarca el poder dentro del Japón feudal, la interferencia de misioneros y comerciantes extranjeros, el papel de las mujeres y muchos otros temas. Severance y Adolescencia, dos de las producciones más publicitadas en los últimos meses podrían llevarse los principales premios Emmys por razones parecidas.
Se puede argumentar a favor de las series que ofrecen en este momento la narración más sólida, siempre que no vayan más allá de la tercera temporada, cuando comienzan a disiparse. Las miniseries como Adolescencia parecen lograr con más fuerza ese equilibrio atractivo entre una buena narrativa y un atractivo contenido basado en temas de interés que estoy defendiendo aquí, aunque, por supuesto, también pueden estar sobrevaloradas. No pude pasar, por ejemplo, del primer episodio de la serie de Netflix Ripley pese a lo mucho que admiro a Andrew Scott. Es demasiado mayor para interpretar al joven Ripley y el director Steven Zaillian usa el blanco y negro de un modo horriblemente pretencioso.
Ahora voy a por las novelas. Las dos que menos me gustaron el año pasado, entre las que logré terminar (alrededor del 60% de las que comencé), fueron las de Han Kang La vegetariana (2007) y la de Samantha Harvey Orbital (2023). Kang es la ganadora más reciente del Premio Nobel y Harvey ganó el premio Booker por su novela. Que ambas sean obra de mujeres es irrelevante; hubo muchos libros de hombres que o no terminé o no me gustaron: el de Julian Barnes The sense of an ending (2011) o el de Kazuo Ishiguro Klara y el sol (2021) me vienen a la cabeza, dentro de la categoría de novelas que sí leí. La combinación de sobrevaloración y los premios cosechados funcionó muy en contra de Kang y Harvey en mi caso, ya que cuanto más altas son las expectativas, más profunda es la decepción.
Acepto por supuesto que otros lectores puedan tener otras opiniones, pero lo que me desconcierta es que, sistemáticamente, en los últimos años las opiniones de los críticos profesionales y de los jurados de los premios parecen encontrar mucho que alabar en obras que no son nada especial. Insistiré de nuevo en que, dado que los premios deben ser otorgados, las obras poco sobresalientes están cosechando galardones sin merecerlos. Lo que no puedo explicarme es por qué los críticos profesionales vierten tantos elogios en obras que son, en mi (muy exigente) opinión solo novelas mediocres.
Lo que tienen en común las novelas que no soporto es la falta de esfuerzo, la negativa a proporcionar una buena caracterización y la renuncia a conectar las experiencias personales con problemas más amplios, más allá de las estrechas vidas de los individuos. Echo de menos todo esto en la ficción convencional realista, pero también en la ficción de género más reciente. Solía disfrutar de la ciencia ficción porque extrapolaba los principales problemas del presente a un futuro imaginario, pero ahora que la fantasía se ha colado en este género, solo logra ofrecer historias insípidas, con tramas que parecen trazadas al azar.
Por suerte, la buena narrativa no está muerta, aunque se encuentra donde menos te lo esperas. La encontré esta semana en la novela de Robert Harris Cónclave (2016), la que ha inspirado a una de las cintas nominadas a Mejor Película en los Oscar de este año. Todavía no he visto la película, pero la novela me pareció perfectamente equilibrada: tiene una gran trama, personajes memorables y temas muy interesantes, que van desde la religión y el poder hasta el género. Me he encontrado a lo largo de tres noches con muchas ganas de leer la novela de Harris y pocas ganas de que terminara tan pronto, una sensación maravillosa en comparación con querer terminar con una novela pesada lo antes posible. Harris investigó mucho, se preocupó por sus personajes, trabajó con ganas para sorprender a sus lectores con un excelente giro final y conectó su trama con temas de actualidad. ¿Intentó innovar la técnica narrativa o usar prosa literaria? No, pero su novela me pareció muy satisfactoria, una sensación que últimamente solo he tenido gracias a los documentales y las obras de no ficción.
Algunos dicen que después de miles de años narrando historias, no hay nada nuevo que narrar. No creo que eso sea cierto. No me quejo de la falta de originalidad de La vegetariana (una mujer se niega en redondo a comer carne) u Orbital (¿cómo lidia la tripulación internacional de la ISS con los conflictos políticos en la Tierra?), sino de la decisión de sus autoras de interesarse por la originalidad más que por ofrecerle al lector una narración que enganche. Por supuesto, lo contrario también decepciona. Ahora estoy leyendo el libro de Suzanne Collins Amanecer en la cosecha, la quinta entrega de Los Juegos del Hambre, y veo en GoodReads muchas quejas, que comparto, sobre la pereza de Collins y las pocas ganas de imaginar una trama atractiva. Hay mucha rabia por cómo ha tomado el camino más fácil (repitiendo el esquema de los Juegos del Hambre, centrándose en los que ganó Haymitch Abernathy), en lugar de explorar muchos otros aspectos del universo que creó. La lista es interminable. He aquí hay otro factor clave en los estándares fallidos de la narrativa actual: las premisas son a menudo interesantes, pero los narradores rara vez tienen la capacidad de aprovecharlas al máximo.
Esto es algo que se notas más a medida que se envejece y se pueden comparar décadas de narrativa consumida a lo largo de la vida. Se hace cada vez más difícil encontrar placer en las nuevas historias, viendo cómo palidecen en comparación con otras aclamadas en el pasado con las que estás familiarizado. No digo que cualquier historia inventada en el pasado sea mejor, sino que se está perdiendo el impulso de narrar bien (¿excepto en miniseries?). Si una historia mediocre basta y encuentras un productor o un editor, e incluso a los críticos y jurados les encanta, ¿por qué habría que esforzarse más?
El público está tan hambriento de novedad y tan poco interesado en las historias del pasado que optará por lo que hoy pasa por ser una estupenda narración. ¿O no? Nos pasa a todos, hasta que un día digamos ‘ya basta de tanta mediocridad’.