He estado leyendo estos días un delicioso libro editado por el gurú de la no ficción Lee Gutkind, What I Didn’t Know: True Stories of Becoming a Teacher [Lo que no sabía: relatos verdaderos sobre ser maestro] y he tomado prestado su título para mi entrada de hoy (puedes echar un vistazo al libro en Google Books). Este hermoso volumen reúne veinte memorias breves de diversos maestros estadounidenses centradas en el comienzo de sus carreras, algunas iniciadas en la década de 1960 (la mayoría de autores son mujeres, por cierto).
A pesar de las diferentes circunstancias y enfoques, las memorias comparten un patrón similar. Una persona elige una carrera en la enseñanza, ya sea como una primera opción o una segunda oportunidad, ya sea en la escuela primaria o secundaria, sólo para descubrir que la práctica real de la docencia es muy diferente de lo que había imaginado y de la formación recibida. Se trata de un libro optimista y, por lo tanto, la mayoría de las memorias comienzan con un período de grandes dificultades, seguido de un ajuste necesario que conduce, finalmente, a una carrera feliz. Todos los docentes se enfrentan al mismo obstáculo principal: la burocratización de la enseñanza, que ha convertido a los estudiantes en engranajes de una inmensa maquinaria con fijación por los tests finales en lugar de en los protagonistas de su propio proceso de aprendizaje, como deberían ser.
Me siento asombrada e impresionada por la energía que estos maestros y muchos otros han empleado en la educación de tantos niños en los Estados Unidos y en otros lugares. Es obvio para mí, como debería ser para todos, que los maestros de primaria y secundaria nunca reciben el reconocimiento que merecen de los padres y de la sociedad en general. Como sucede en todas las profesiones, es probable que haya una serie de docentes totalmente inútiles, pero mi impresión es que en su conjunto los maestros están haciendo todo lo posible dado el lamentable estado de la educación en estos días. Los lectores del volumen de Gutkind se preguntarán por qué los maestros necesitan luchar con tanta falta de respeto en el aula, incluso por parte de niños muy pequeños, pero esa actitud rebelde refleja sin duda la falta de respeto general por su tarea docente. Los niños ya no escuchan en casa opiniones favorables a los maestros y faltos de admiración por sus propios padres, proyectan en sus docentes la aversión que sienten por todo el mundo adulto. La mayoría de los maestros en el volumen se centran precisamente en cómo se ganaron el respeto de sus estudiantes después de mucho esfuerzo, pero nunca se presentan como astutos manipuladores de los críos en su aula. Más bien tratan de entender los antecedentes sociales y el contexto familiar de los niños y en el momento en que lo hacen se abren nuevas vías para la empatía mutua.
Ojalá hubiera un volumen similar sobre las experiencias de los profesores universitarios. Si hay uno, por favor indicádmelo. Mi impresión es que cuando hablamos de docencia casi nunca pensamos en la universidad, quizás porque a la propia institución no le importa mucho este aspecto de nuestra profesión. Una de las maestras en el volumen de Gutkind es una antigua científica con un doctorado y algo de enseñanza universitaria en su CV. Ella se enoja, y mucho, cuando una directora de escuela asume erróneamente que investigar lleva un par de horas al día y le dice además que tener un doctorado no significa que sepa cómo enseñar una asignatura. Opino que lleva mucha razón. Ahora tenemos en mi universidad un programa diseñado para dar a los nuevos profesores una formación básica (no estoy segura de cuántos realmente lo toman), pero tradicionalmente se ha asumido que un buen investigador debe ser un buen docente. Esta es, claramente, una suposición muy errónea, ya que generar y comunicar conocimiento requiere diferentes conjuntos de habilidades. Todos hemos sido, como estudiantes, víctimas de luminarias académicas con un sentido errático de la calificación y una tendencia a considerar las clases como un tiempo perdido, restado a su valiosa investigación. Parece que quedan pocos de estos docentes poco empáticos (si es que merecen el título de docentes) pero seguramente todavía existen, aunque solo sea entre los segmentos más antiguos de la profesión.
He escrito con frecuencia aquí sobre cómo la parte más difícil de ser profesor universitario no es la falta de respeto que afecta a los maestros de primaria y secundaria, sino la obligación de entretener. Los estudiantes universitarios tienen una tolerancia muy baja al aburrimiento y una expectativa demasiado alta de que el aprendizaje debe ser divertido porque este es un mensaje que han recibido una y otra vez. En el caso de mi propia área, muchas escuelas de idiomas anuncian sus cursos de inglés como gran diversión en lugar de parte de un aprendizaje que requiere mucho estudio. Esto posiblemente explica por qué tan pocos españoles pueden mantener una conversación básica en inglés (22% en el último recuento, y me parece alto).
Mientras que los maestros cuyas memorias he estado leyendo narran el proceso por el cual aceptaron la realidad de la vida de sus estudiantes y llegaron a un compromiso para que rindieran al máximo de sus capacidades, me encuentro cada vez menos predispuesta a simplificar la docencia entreteniendo. Una estudiante una vez me definió como ‘orgullosa’ y tal vez lo que quería decir era que mi inflexibilidad ha ido creciendo. Lo reconozco: palabras como ‘gamificación’ me hacen temblar, conceptos como ‘innovación docente a través de la digitalización’ me parecen aborrecibles. Por supuesto que utilizo mi aula virtual como una extensión de mi aula física, pero como he proclamado una y otra vez no se puede innovar la docencia sin que los estudiantes reflexionen sobre qué aportan a su propia enseñanza. Tal como están las cosas, son tratados en las principales corrientes pedagógicas como participantes bastante pasivos.
Tal vez un problema que casi nunca se menciona es que enseñamos demasiados años. Me horrorizó descubrir que Maitland Jones jr., el profesor recientemente despedido por la New York University tras una carta de queja firmada por 82 de sus 350 estudiantes, tiene 84 años. Comenzó a enseñar en Princeton en 1964, lo que significa que su carrera abarca ahora 58 años. Más allá de si es buen o mal docente, quién sabe, hay un punto de inflexión después del cual la brecha generacional es demasiado grande. Pensemos en que la edad de ingreso de los estudiantes son los 18 años: para cuando un profesor llega a los 36 años, dobla su edad; a los 54 años, la triplica; a los 72 años la cuadruplica. Los estudiantes no deberían ser formados por la generación de sus abuelos, en mi humilde opinión. Idealmente, deberían ser formados por personas por debajo de 60 años, opinión que obedece al hecho de que ya he sido docente durante 31 años, a pesar de que solo tengo 56. Estoy muy, muy cansada y me estremece tener que enfrentarme a otros jóvenes de 20 años durante al menos 11 años más. No porque se comporten mal (¡para nada!) sino porque estoy empezando a carecer de la energía que mi trabajo requiere, y más de la energía para entretener. ¿Puedo por favor ser ya vieja y aburrida?
Esta reflexión me lleva de vuelta a mi primer día en mi trabajo, en septiembre de 1991, cuando tenía 25 años y, por lo tanto, era sólo seis o siete años mayor que mis estudiantes. No recuerdo ningún detalle y sería imposible para mí contribuir a un volumen como el editado por Gutkind, pero sí recuerdo que mi principal preocupación era ser mejor docente que mis propios maestros. Estaba entonces comenzando mis estudios de doctorado, que incluían dos años de asignaturas complementarias, y creo que ser profesora y estudiante en ese período me ayudó mucho. No recibí, como he señalado, ninguna formación específica (había tomado un curso pero sobre enseñanza secundaria) y a menudo me sentía perdida y sola. Recuerdo que solía preparar las clases hasta el último detalle en hojas de trabajo abarrotadas, hábito que he perdido progresivamente. Mis notas de clase ahora son solo unas pocas líneas porque la mejor parte de la clase de Literatura son los espacios de diálogo que se abren a medida que debatimos, y que no se pueden controlar por completo. Mis mejores clases, creo, son siempre las que comienzan en un punto dado pero se ramifican de maneras inesperadas porque un estudiante hace un comentario inteligente. De hecho, eso es lo que más me gusta como profesora: no saber al 100% lo que va a pasar en clase.
Así pues, lo que no sabía en ese primer día de clase es precisamente esto: cómo relajarme y dar por sentado que no todo está bajo control en el aula. A diferencia de los profesores en el volumen de Gutkind, no tengo un organismo externo que verifique que he completado mi programa, pero he aprendido a planificar el contenido de manera más realista que al comienzo de mi carrera. Los maestros de Gutkind se obsesionan con preparar a sus estudiantes para sus exámenes finales, a mí me preocupa que los míos cumplan con los plazos que les marco pero, básicamente, no respondo a ninguna autoridad externa (solo a mi sentido del deber victoriano…). Por la forma en que trabajamos, los estudiantes son adultos con derecho a presentar quejas si las cosas no funcionan bien, pero no se nos controla asignatura a asignatura (se nos evalúa por titulaciones cada pocos años y, por supuesto, nuestros Coordinadores de titulación nos supervisan).
Esta situación significa que las experiencias docentes a nivel universitario son inmensamente variadas, posiblemente incluso dentro del mismo grado y Departamento. De hecho, no hablamos mucho de ellas, aunque al menos en mi Departamento nos reunimos una vez al año para un taller que he estado dirigiendo desde 2014, Teaching Language, Literature and Culture, por el que mis colegas han mostrado interés, pero no realmente entusiasmo. Me pregunto qué pasaría si propusiera que escribiéramos algo en la línea del volumen de Gutkind. Ahora que lo pienso, lo propondré como el tema de nuestro próximo taller. Ya os contaré en enero cómo ha ido y qué era lo que no sabíamos al inicio y ahora quizás sí sabemos como docentes.