En el proceso de revisión por pares más reciente que he pasado, uno de los revisores se quejó de que cito demasiado, mientras que debería parafrasear más. El artículo tiene 8880 palabras y 30 fuentes secundarias, por lo que en promedio cuenta con una fuente cada 300 palabras, aparte de las citas de la fuente primaria (que cité abundantemente ya que se trata de Dickens, cuyas obras son propiedad pública). Teniendo en cuenta la enorme cantidad de bibliografía sobre Dickens, no creo haber citado demasiado, al menos no en relación con otros artículos de la misma revista, Dickens Quarterly, que leí. De hecho, el otro revisor me pidió que agregara una fuente más a mi lista original de 29, una ocurrencia común en la revisión por pares.
Además, como todo el mundo, tiendo a usar citas lo más cortas posible, de unas pocas palabras en lugar de una oración completa, y de una oración si puedo evitar usar dos. En cuanto a la paráfrasis, no me gusta mucho por miedo a que esté cometiendo plagio, pero la uso si necesito citar más de lo habitual de la misma fuente. Este hábito debería limitarse en lo que los británicos llaman fair use a un porcentaje razonable del recuento total de palabras, de modo que citar 50-100 palabras de un artículo de 7000 es aceptable, pero para nada citar la misma cantidad de un poema de 150 palabras. En el caso de las fuentes primarias protegidas por derechos de autor, me limito citar alrededor de 400-500 palabras, lo cual no es mucho para una novela de entre 80 y 120000 palabras o más (200-400 páginas).
Lo curioso es que leyendo en los últimos meses mucha bibliografía para un libro que estoy escribiendo, tengo la misma impresión que mi colega revisor: citamos demasiado y usamos demasiada bibliografía. Si no me equivoco, hay una ratio inversa, de modo que cuantas más fuentes citamos, más cortas son las citas. En el pasado, antes de la década de 1990, el trabajo académico contenía menos fuentes pero usaba citas mucho más largas, muchas de las cuales son del tipo de más de 50 palabras que necesita ser separado del cuerpo principal del texto.
Tenemos, pues, dos problemas principales: hay tanta bibliografía sobre cualquier cosa que un ensayo (artículo, capítulo) con menos de 20 fuentes parece incompleto. Al mismo tiempo, dar cabida a 20-30 fuentes secundarias en ensayos de entre 6000-8000 palabras significa que apenas tenemos espacio para nuestras ideas. Me encuentro leyendo ensayos en los que tardo mucho en encontrar un mínimo pensamiento original del autor. De hecho, en algunos casos parece que el ensayo es, más bien, una revisión de literatura del tipo que tanto gusta a los científicos, en la que no hay que aportar nada nuevo, sino simplemente repasar la abundante bibliografía existente.
Así pues, ¿cuánto es demasiado? Bueno, me he dado a la tarea de escribir un libro sobre la representación de los hombres y las masculinidades en la ciencia ficción del siglo XXI escrita por hombres, un territorio vasto. He logrado convencer a mis editores de que necesito 15 capítulos, con 17 autores diferentes, en algunos de los cuales cubro hasta nueve novelas (la serie de James S.A. Corey The Expanse). Es decir, 42 novelas en total. Incluso si limito mis fuentes secundarias a 25 por capítulo, como procuro, sale un asombroso total de 375 entradas, más otras 25 para la introducción. Mi extensión total es de 95000 palabras (250 páginas), con 6300 por capítulo, lo que significa que entre 350 y 500 palabras de cada capítulo van a la bibliografía. Tuve un problema similar en mi libro anterior, American Masculinities in Contemporary Documentary Film: Up Close Behind the Mask (Routledge 2023), que tiene 16 capítulos con entre 2 y 6 documentales cada uno, y estoy, por lo tanto, acostumbrada a trabajar de esta manera alocada. Aun así, la broma es que las entradas bibliográficas son a menudo más largas que las pequeñas citas que uso por falta de más espacio. Ni que decir que estoy aplicando el estilo más minimalista que se pueda imaginar a la bibliografía, y pensándomelo dos veces antes de citar una fuente. Si empiezo con 30, 5 tienen que desaparecer, pase lo que pase.
Suceden cosas curiosas a veces. El capítulo sobre The Expanse ya cuenta con 10 entradas en la lista de obras citadas solo para las novelas y la colección de relatos relacionada con estas. En ese caso, y dado que no hay mucho escrito sobre la serie de Corey, he añadido solo 10 fuentes secundarias. En el capítulo que estoy redactando actualmente, sobre la novela de Andy Weir The Martian y la de Colson Whitehead Zone One, como ejemplos de masculinidad resiliente frente a la catástrofe, tengo un problema muy diferente. La novela de Weir, bastante pedestre, ha atraído muy poca atención académica, mucho menos que la adaptación cinematográfica de Ridley Scott, lo que significa que he tenido que usar trabajos sobre esta pese a no analizar la película. Por el contrario, hay mucha bibliografía sobre Zone One, no porque sea una novela sobresaliente (simplemente está bien) sino porque Whitehead es un muy buen escritor negro (un puro imán académico como tal) y porque, ¡Dios mío!, ha escrito una novela de zombis a pesar de ser un autor literario ganador del premio Pulitzer. Si quiero mantener mi lista de obras citadas en un número razonable de 20-22, mínimamente equilibrado entre las dos novelas, entonces tengo que rechazar aproximadamente la mitad de la bibliografía sobre Zone One, al tiempo que refuerzo la lista de entradas sobre The Martian. Esto es lo que he hecho, ya que estoy prestando la misma atención a ambas novelas y la raza no es mi tema principal (sí lo es de los trabajos sobre Zone One).
En el capítulo sobre la obra de Neal Stephenson Fall; or, Dodge in Hell, me encontré con un problema inesperado. Stephenson es conocido sobre todo por acuñar la palabra ‘metaverso’ y popularizar la palabra ‘avatar’, en el sentido de la imagen de una persona en un dominio digital, en su novela de 1992 Snow Crash. Esta se publicó, atención, 27 años antes que Fall, pero sigue generando mucha bibliografía, mientras que, claramente, solo eruditos bobalicones como una servidora han intentado escribir sobre el fárrago imposible que es Fall. Pensé que ya me iría bien la bibliografía sobre Snow Crash y otras obras de Stevenson, pero decidí una vez leída que mi enfoque recaería en la caracterización de Richard ‘Dodge’ Forthrast como el tío amoroso de sus sobrinas. Adivinad cuál es el problema. Pues, hay cero bibliografía sobre tíos cariñosos, aunque sí encontré algo sobre el tipo más siniestro, como el tío Silas de Sheridan Le Fanu y similar. Me preocupaba mucho que mis 20 fuentes secundarias se acumularan en la introducción y en la primera sección del capítulo y que la segunda sección, sobre el vínculo de Dodge con sus sobrinas, quedara sin citas. Finalmente logré colocar algunas en el párrafo introductorio de la segunda sección, pero el texto se nota un poco forzado.
Probablemente os estéis preguntando quiénes son los “ellos” que me obligan a usar 25 fuentes secundarias por capítulo (o artículo) y me exigen que las use a intervalos regulares en mis textos en lugar de apilarlas en una sección. Bueno, yo soy una de ellos, ya que estoy exigiendo lo mismo de los textos que reviso: hay que usar las fuentes secundarias relevantes y hay que usarlas bien. Si no lo haces, demuestras que eres descuidado (¿no sabes cómo usar las base de datos y Google Scholar…?) o perezoso (así que sabes cómo usarlos, pero ni te molestaste). La otra preocupación principal es que, sin fuentes secundarias, estamos escribiendo comentarios de texto en lugar de ensayos argumentativos. Esto no es necesariamente cierto (sé, por ejemplo, que estoy argumentando una tesis en mi segmento sobre el Dodge de Stephenson como un tío muy cool), pero estamos acostumbrados a la idea de que sin las muletas que proporcionan las fuentes secundarias no podemos caminar. Me lo dijo en los términos más insultantes que se puedan imaginar una revista a la que me atreví a enviar un artículo cuando era una ingenua estudiante de doctorado y todavía creía que el mundo académico enseña a caminar con la menor cantidad de muletas posible.
Cuando enseño a mis alumnos a utilizar fuentes secundarias, siempre les digo que el objetivo es demostrar que se está entrando en los debates sobre un texto determinado en el momento correcto (y no hace veinte años); también deben evitar pensar erróneamente que su enfoque es nuevo cuando otros 20 académicos han argumentado la misma tesis. El problema, insisto, es que la proliferación de bibliografía amenaza con ahogar cualquier voz personal. En las entradas de este blog cito solo cuando siento que es necesario, y no porque tenga que hacerlo. En mi trabajo académico, creo que la mitad de lo que cito me parece genuinamente necesario, y el resto una imposición. Permitidme usar a Donna Haraway como ejemplo. Si utilizo la palabra ciborg aquí, no me apresuraré a mencionar la teorización de Haraway sobre esta figura, pero si la menciono en mis ensayos, haré referencia a su “Manifiest for Cyborgs”; si no lo hago, me parece que estoy siendo perezosa, o mis revisores podrían pensar que soy una ignorante. Siempre le pediré a cualquier estudiante que se refiera a un ciborg en un artículo que haga referencia a Haraway, porque necesitan aprender quién es y qué dijo.
Este uso masivo de fuentes secundarias tiene, además, un claro efecto pernicioso: requiere mucho tiempo que debería emplearse en pensar sobre la fuente primaria analizada. Me encanta el milagro por el cual las palabras perfectas que necesito para complementar o apoyar una de mis ideas aparecen en el trabajo de otro académico. Sin embargo, a menudo me encuentro leyendo en diagonal algunas de las fuentes secundarias porque tienen mucho contenido de escasa utilidad sobre otras fuentes. Me causa ansiedad leerlas porque siento que estoy perdiendo el tiempo. Por el contrario, suelo leer palabra por palabra los ensayos académicos a los que me he acercado por leer algo atractivo, y no algo que deba citar. Son asuntos profesionales de los que nunca se habla, pero creo que mucha bibliografía se lee para ser ordeñada en busca de citas más que para mantener un diálogo sostenido. Supongo, además, que todos tenemos la experiencia de ver una de nuestras propias obras citada y sentir con consternación ‘oh, Dios mío, tanto que trabajé en esto, y solo interesa esa pequeña parte trivial’. O peor aún: ‘eso no es lo que quise decir’ .
Tal vez debería haber una revista en la que se invite a los académicos a publicar pensamientos originales sin referencia a fuentes secundarias, como hacen los reseñadores con los libros nuevos. Tal vez podríamos añadir una bibliografía para demostrar que hemos leído las fuentes que cuentan, pero absteniéndonos de citarlas. Y ver qué pasa. Podríamos publicar ensayos más breves y sustanciosos, lo que sería muy útil, y críticas más originales, lo que sería genial. ¿Probamos?