El fenómeno de las criptomonedas, desde que se popularizaron tras la publicación del artículo “Bitcoin: un sistema de Efectivo Electrónico Usuario-a-Usuario[1] bajo el pseudónimo de Satoshi Nakamoto, ha estado caracterizado por dos ideas. La primera es que se trata de un elemento totalmente novedoso en las relaciones financieras entre sujetos, lo que siempre es atractivo. Es el producto de la mecánica de una arquitectura informática (la que forma el denominado Registro Contable Distribuido o DLT por sus siglas en inglés de Distributed Ledger Technology). Con su funcionamiento se crean unos códigos alfanuméricos inalterables y singulares (a través del denominado minado o a través de hacer de validador de operaciones en la red) que son registrados en diversos nodos. Posteriormente, esos códigos son utilizados por las partes de una transacción como elemento de intercambio por bienes y servicios. La característica que ha seducido al público es que su validez y practicabilidad en las relaciones comerciales no depende de autoridades ajenas a las propias transacciones a diferencia de lo que viene ocurriendo con el tradicional dinero fiat. De hecho, esta es una de las notas en la que se basa el legislador para definir qué es una criptomoneda si atendemos al art. 3.18) de la Directiva 2015/849 del Parlamento Europeo y del Consejo de 20 de mayo sobre prevención de la utilización del sistema financiero para el blanqueo de capitales o la financiación del terrorismo: representación digital de valor no emitida por un banco central ni por una autoridad pública. En síntesis, es un ejemplo de cómo la tecnología viene en auxilio de los ciudadanos restringidos en su autonomía por ordenamientos y normas. Se ha inventado un sustituto del dinero fiat que no depende de autoridades y reúne sus tres rasgos fundamentales: ser un medio de intercambio, ser una unidad de cuenta y ser un contenedor de valor en sí mismo.

Esta última característica nos lleva a la segunda idea que apuntaba antes. Las criptomonedas se transforman rápidamente en elementos de valor que constituyen un mercado de oferta y demanda que determina ese factor y que se distingue por su alta volatilidad. Por todos es conocido que, de un tiempo a esta parte, los códigos informáticos en que se materializan esas criptomonedas han alcanzado en ocasiones valoraciones astronómicas y han protagonizado todo un movimiento de los sujetos hacia ese mercado en aras de lo que parece ser una ambición humana ancestral: hacerse con una fortuna en poco tiempo. Es habitual recordar que la primera transacción de Bitcoin fue en octubre de 2009 en la que se compró una pizza de 5’02 $ por 5.050 Bitcoins y que en noviembre de 2011 un Bitcoin equivalía a 66971’83 $: en dos años la especulación entorno a este bien virtual hace que su valoración se dispare a verdaderas fortunas.

Las autoridades financieras han mirado ese nuevo mercado con recelo (vid. “Las autoridades avisan que las criptomonedas suponen un riesgo financiero sistémico” en el Diario CincoDías de 16/FEB/2022). Se han dedicado a lanzar avisos de que su carácter volátil y desregulado puede dar lugar a una nueva burbuja financiera: los primeros que llegan a él podrán tener ganancia, pero los últimos en llegar corren el riesgo de tener grandes pérdidas. A este miedo a una posible devaluación se une un terror a que la economía tradicional ligue productos de inversión a la cotización de las criptomonedas, lo que extendería el mal en el caso de que su mercado se detuviese en su constante revalorización (el caso de las hipotecas subprime en 2008 es una lección que considerar). Sin embargo, a juzgar por la evolución de estos bienes en sus mercados, han seguido siendo un valor de inversión a utilizar. Pareciera que la idea de dedicar dinero a productos desregulados tiene un atractivo en sí misma y actúa como la gasolina que hace funcionar el motor de su revaloración. Se reproduce la idea de que las restricciones que implica la regulación ahogan o frustran las perspectivas de enriquecimiento. Las autoridades reguladoras avisan, pero se las mira con suspicacia acusándolas de estar temerosas de perder influencia con el nuevo fenómeno.

Pero están sucediendo una serie de hechos que, en mi opinión, empiezan a poner en cuestión las bondades de la ansiada libertad hacia el crecimiento económico por medio de las criptomonedas. Creo que se está poniendo en evidencia que esa idea es atractiva en tanto que se producen beneficios, pero cambia la perspectiva cuando no es así y se producen conflictos. En este momento es cuando los sujetos desean que se ordenen los elementos pues también se quiere contar con cierta seguridad y capacidad de previsión. Veamos esta afirmación desde un punto de vista tributario.

En la actualidad hay signos de problemas en el mundo de las criptomonedas. Por diversas circunstancias se está discurriendo en cuanto a su valoración por un momento de crisis. Su devaluación es el origen de titulares periodísticos que tachan las jornadas de pérdidas como para producir lo que se conoce como ‘criptocrash’ (vid. Cinco días de infarto: cómo dos ‘stablecoins’ y el pánico están hundiendo las cripto, El Confidencial 12/5/2022). Pensemos que si el Bitcoin llegó a estar a 66971’83 $, el día 2 de junio de 2022 cotiza a 29914 $.

Pues bien, la cuestión que desde el punto de vista de la imposición de las rentas se plantea es qué sucede con las pérdidas que se pueden materializar en un contexto de bajada de las cotizaciones de estos criptoactivos. Si nos centramos en un inversor persona física habrá de resolverse el problema en sede del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas, siendo el primer reto determinar qué naturaleza tiene esos códigos informáticos a estos efectos. Sobre este tema la Administración ya ha dado su opinión a través de consultas que, no olvidemos, son formuladas por contribuyentes lo que permite insistir en lo ya dicho: la libertad es mayor sin autoridad que controle, pero la seguridad que esta nos da también tiene su valor y en según qué circunstancias se busca. Son útiles las Consultas Vinculantes 0999/18 de 18 de marzo y la 1149/19 de 8 de mayo. La dos parten de que el legislador nacional no ha definido qué es una criptomoneda y se remiten a la normativa europea que ya hemos citado. No obstante, extraen una conclusión al entender que, a los efectos del IRPF, las monedas virtuales son bienes inmateriales computables por unidades o fracciones, pero no son monedas de curso legal[2]. Estos bienes son susceptibles de generar, con su intercambio que se equipara a la permuta, alteraciones en la composición del patrimonio poniéndose de manifiesto variaciones de valor susceptibles de consideración tributaria de acuerdo con el art. 33.1 de la LIRPF.

Hasta ahora, por tanto, se avanza en que las criptomonedas son bienes susceptibles de generar alteraciones de patrimonio gravables. El siguiente paso es valorar esas ganancias y esas pérdidas. En este punto, las consultas se arman, como no puede ser de otra manera, con los preceptos de la LIRPF de manera que:

  1. Según el art. 34 LIRPF la ganancia o pérdida será el producto de la diferencia entre el valor de adquisición y de transmisión.
  2. Según el art. 35 LIRPF el valor de adquisición será su importe real más inversiones y mejoras efectuadas y gastos y tributos inherentes. Y el valor de transmisión también será el importe real por el que la enajenación se hubiese efectuado del que se deducirán gastos y tributos satisfechos por el transmitente. El valor de enajenación será el efectivamente satisfecho si no es inferior al normal de mercado, que, en tal caso, ha de prevalecer.

En un deseo patente de ir concretando algo más los conceptos con los que trabaja el legislador, las consultas profundizan aludiendo al art. 37.1 LIRPF que prevé la valoración de permutas. El precepto establece que la variación patrimonial en este caso es la diferencia entre el valor de adquisición y el mayor de dos: el valor de mercado del bien entregado o el valor de mercado del bien que se recibe a cambio. En cualquier caso, se puede observar que no hay una definición de qué es el valor real -siendo un concepto jurídico indeterminado- y que, en todo caso, este tiene una referencia en el valor de mercado.

Y es en este punto cuando se entra en terreno pantanoso, tanto si se ha de considerar una ganancia, como si se ha de considerar una pérdida. La consulta V0999-18 bien lo destaca cuando dice que, si bien el valor de mercado es el precio para la venta que acuerden sujetos independientes, también señala que es una cuestión de hecho que podrá acreditarse a través de medios de prueba admitidos en derecho a valorar por los órganos de gestión e inspección de la Administración. Ante esta situación, con toda certeza se abrirá un debate de manera que el contribuyente tendrá tendencia a ser discreto cuando plasma ganancias y a amplificar las posibles pérdidas, lo que se corresponderá con una posición contrapuesta de la Administración tributaria.

Ese debate girará, entonces, en torno a las pruebas que una u otra parte de la relación jurídico-tributaria han de aportar para, siguiendo el art. 105 de la LGT, hacer valer los respectivos derechos. La ley tributaria aporta a esta cuestión que los medios serán los que establezcan el CC y la LEC que, recordemos, según el art. 299 de esta última, pueden ser: interrogatorio de las partes, documentos públicos, documentos privados, dictamen de peritos, reconocimiento judicial o interrogatorio de testigo. Lista numerus apertus, pues se puede añadir cualquier medio del que pueda obtenerse certeza sobre hechos relevantes. En esta línea podrían utilizarse pruebas indirectas o indiciarias  aportando certificados bancarios del montante de la transferencia realizada para su adquisición y de las cuantías recibidas por la transmisión. También se pueden solicitar certificaciones de las transacciones a las plataformas de exchange con las que se trabaja. Pero no dejan de ser documentos privados que, según el art. 1225 CC, tienen el carácter de documento público pero entre los que lo suscriben. Entonces, no salimos de que la Administración valorará las pruebas que aporte el administrado el cual, en caso de no ajustarse a sus tesis, siempre tendrá la ocasión de hacerlas valer en otras instancias: el debate y la conflictividad están servidos.

Solo resta añadir un dato de dificultad a esta realidad. El valor de mercado es lo que se toma como referente tal y como se ha visto pero ¿qué mercado en el caso de las criptomonedas? No existe uno regulado que fije unos tipos de cambio oficiales como puede suceder con el de las divisas (vid. Euro foreign exchange reference rates (europa.eu))

Ante la potencial conflictividad que puede entrañar el declarar unas ganancias o unas pérdidas por las transacciones realizadas con un bien del que no se tiene claro ni qué naturaleza tiene o cómo definirlo, podría ser útil establecer, aunque sea a efectos fiscales, qué es y cuánto vale para hacer efectivo el principio de seguridad jurídica que informa nuestro ordenamiento desde el art. 9.3 de la Constitución. No es algo que parezca complicado pues podría basarse en la cotización que se haga de la cripto en una plataforma escogida según criterios de fiabilidad o que la propia Administración establezca ese valor como en el caso de inmuebles o vehículos. Y es que dotar al contribuyente de la suficiente seguridad en su actuar fiscal lleva a que un bien de libre configuración en el mundo virtual pase a ser trasladado al mundo real donde también lo es el deber de contribuir a los gastos públicos mediante un sistema tributario justo tal y como exige el art. 31.1 de nuestra Constitución.

Y es que, sentir el vientecillo de la libertad es agradable, pero…ojo…una mala corriente puede dar lugar a un catarro…

Dr. José Antonio Fernández Amor

[1] Se puede consultar en bitcoin_es_latam.pdf

[2] Lo que no deja de tener que tomarse con precaución si se atiende a la CV0590-18 de 1 de marzo de 2018 en la que, en el marco del Impuesto del Patrimonio, la Administración tributaria no tiene ningún problema en calificar a las criptomonedas como divisas.