Es habitual empezar a tratar los temas de Derecho tributario en las aulas hablando del art. 31 de nuestra Constitución. Recordémoslo “Todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá alcance confiscatorio.” Es uno de los pocos deberes de nuestra ley fundamental -junto al del trabajo y al de defender la patria- y ha de ser cumplido dentro de unos parámetros. De estos, llamo la atención sobre el de ‘capacidad económica’ con el que se aspira que, al menos el sistema tributario, grave, en términos generales, a los sujetos en un grado ajustado a la importancia de su renta, su patrimonio y su consumo.

            Esta exigencia constitucional nos lleva a otra cuestión. Se han de satisfacer los tributos de acuerdo con ese parámetro, pero ¿cómo se conoce ese montante, ese valor, el volumen? o, más técnicamente, ¿cómo se determina la base imponible que se ha de gravar? Ciertamente, reconozco que hay una cierta retórica en estas preguntas y que el lector o lectora tendrá una rápida respuesta: con información. El conjunto de datos que la componen y obtiene la Administración tributaria son un factor importante para que cada uno de nosotros carguemos con nuestra cuota de gasto público de acuerdo con lo que podemos aportar sin considerarnos expropiados (si bien, como todo, admito que esto es opinable). En este sentido, el deber de la persona contribuyente no es solo el de hacer frente a las obligaciones tributarias mediante al correspondiente pago. También debe proveer a la Administración tributaria de información fidedigna de su situación tributaria. Esto se hace a través de una miríada de deberes formales y procedimientos administrativos. Recordemos, por ejemplo, las autoliquidaciones o las declaraciones de impuestos. Podríamos añadir libros de facturas recibidas, de emitidas, de bienes de inversión, censos de obligados tributarios, de empresarios, de profesionales, las obligaciones de informar sobre operaciones con terceros, a lo que puede seguir un largo etcétera. En definitiva, se deben pagar tributos, pero también se ha de hacer efectiva la obligación de aportar información de todo lo que se tiene y sobre todos los que nos relacionamos. Traigo aquí lo que dispone el art. 93 de la LGT en cuanto al deber de aportar información, aunque, eso sí, solo efectos tributarios, no se vayan a forzar las costuras del derecho a la intimidad y la privacidad.

            Si comparásemos esta obligación de aportar información sobre nuestra situación tributaria o sobre nuestras relaciones con otros sujetos con un foco de luz, podemos pensar en que cuenta con gran potencia medida en lumens o candelas y que pocos son los espacios de oscuridad. Sin embargo, esto no es estrictamente cierto. La realidad da ejemplos de que esa riqueza puede ‘esconderse’ ante el poderoso haz lumínico del foco de las autoridades tributarias. El más inmediato y conocido es el de los ‘paraísos fiscales’ o jurisdicciones en las que los sujetos pueden depositar o ubicar sus bienes materiales o inmateriales y ponerlos a salvo de la mirada de Hacienda gracias, por ejemplo, al secreto bancario. Claro, aquí el componente internacional ayuda a que haya sombras: el Estado puede controlar lo que en su territorio sucede, pero, lógicamente, no lo que pueda ubicarse en otros…

            Pero esta situación parece que tiene formas de solución. Siguiendo con el símil lumínico, hay instrumentos para que el haz sea más potente y trascienda las fronteras estatales. Se parte del art. 26 del Modelo de Convenio de Doble Imposición. Y continuamos con el actual sistema de intercambio de información tributaria de forma automática entre países promovido desde la OCDE y que se ha extendido a nuestra UE a través de su Directiva 2011/16/EU de 15 de febrero modificada por la conocida como DAC2 en 2016. Con todo se han ido configurando sistemas de cooperación internacional cuyo objetivo es que los Estados conozcan qué hacen sus contribuyentes en otras jurisdicciones.

            Sin embargo, como si de un juego del gato y el ratón se tratara, a medida que la sociedad y sus tecnologías avanzan se forman nuevos espacios ‘oscuros’ para la Hacienda pública. Se ha saltado de un espacio físico y tangible como podría ser un territorio de un Estado en el que no se practique la transparencia fiscal, a otro espacio construido por una red de ordenadores conocida: Internet. Esta tecnología ha evolucionado desde ser conexión de ordenadores para facilitar su comunicación a conformar un espacio en el que los sujetos interactúan económicamente usando códigos informáticos estructurados al que se les dota de valor: los criptoactivos. Este novedoso bien es producto de la suma de varios factores. En primer lugar, el deseo de conocedores de aquel entorno virtual de escapar al control que ejerce el sistema financiero sobre el comportamiento económico de los individuos. Este deseo de anarquismo financiero los llevó a combinar varias tecnologías como son los Registros Distribuidos (o DLT de su denominación en inglés Distributed Ledger Technology), el Blockchain, la criptografía y los intercambios de mensajes mediante claves públicas y privadas. Con su todo esto se obtuvo como producto final el criptoactivo: un código alfanumérico único, trazable e irrepetible que puede servir como dinero o bien de intercambio (eso sí, dicho con rigor jurídico, si las partes de la transacción así lo acuerdan). Este nuevo bien mueble intangible ha estado ofreciendo a los ciudadanos varias características interesantes: pseudoanonimidad en tanto que no hay de identificarse con datos reales para acceder a la red y gestionar el bien; independencia, en tanto los sujetos no necesitan de autoridades financieras que controlen sus transacciones y versatilidad, pues pueden manifestarse en múltiples formas y funciones. En definitiva, todo un conjunto de características que hacen que se trate de un bien interesante pero que, ante el faro de la Hacienda Pública, las dos primeras propiedades implican sombras a proyectar sobre esa capacidad económica a la que se incorpora el nuevo activo y que se ha mencionado antes.

            Ante este panorama las Administraciones reaccionan. Refuerzan el principal instrumento que pueden blandir: el deber del contribuyente de aportar información tributaria. Nuestro legislador lo hizo en 2011, según recordamos la Disposición adicional 18ª d) de la LGT y la Disposición adicional 13ª, 6 y 7 de la LIRPF al incorporar nuevos deberes de información para contribuyentes y entidades que realicen actividades relacionadas con monedas virtuales.

            Pero el Estado puede exigir información a sus residentes sobre qué sucede con las monedas virtuales que gestionan. Pero el cumplimiento de ese deber va a depender de la disuasión a no cumplirlo que pueda derivarse del poder sancionador. Es por ello por lo que es importante que el Estado cuente con la colaboración de otros que le proporcionen información que, o bien, desconoce, o bien, puede contrastar con la recibida de los obligados. En esta línea, esa regulación se refuerza desde la UE que ha regulado la posibilidad de que los Estados miembros intercambien automáticamente información de interés fiscal sobre estos bienes.

            La Directiva (UE) 2023/2226 de 17 de octubre de 2023 incorpora un artículo 8 bis quinquies a la Directiva 2011/16/UE relativa a la cooperación administrativa en el ámbito de la fiscalidad (conocida como DAC 8). En términos generales, el precepto establece la obligación de los Estados miembros de intercambiar de forma automática y obligatoria la información que dispongan relativa a criptoactivos. De esta obligación se destilan, relatadas de forma sumaria, consecuencias de interés.

            La primera es que se impone a cada Estado que adopte ‘las medidas necesarias’ para que determinados sujetos identificados como ‘proveedores de servicios de criptoactivos’ sean identificados como obligados a comunicar información. En consecuencia, se ha de incorporar a la regulación interna de cada Estado un nuevo deber formal de información para determinados sujetos para lo que, como se ha visto, España ya tiene un punto de partida.

            La segunda es la conexión de los diferentes bancos de datos que habrán de formarse en cada Estado con la información recopilada. La UE apuesta por una comunicación mediante un intercambio automático en un plazo determinado, concretamente, nueve meses a partir del fin del año civil en que los proveedores de información han de cumplir con su nuevo deber.

            La tercera es cómo se ha configurado el deber que han de regular los Estados miembros. Se ha identificado un sujeto obligado con el concepto ‘proveedor de servicios de criptoactivos obligado a comunicar información’. En él se incluye todo proveedor de servicios o todo operador de criptoactivos que lleven a cabo operaciones de canje o transferencia por cuenta o en nombre de un tercero o usuario. Estas entidades habrán de realizar su deber en un solo Estado miembro en el que actúen si su actividad se extiende a varios Estados de la Unión. Este aspecto de la regulación es clave para entenderla. Con él se incorporan al conjunto de proveedores de información fiscal a sujetos que, hasta el momento, por no ser entidades financieras, no estaban obligados. De hecho, la regulación excluye del deber a entidades cuyo capital social está en mercados de valores reconocidos, bancos centrales o instituciones financieras puesto que ya tienen sus propios deberes de información.  

El deber habrá de realizarse anualmente y en el año siguiente al que se refiera la información. Se establece que la primera comunicación ha de ser el 1 de enero de 2026 y esta y las sucesivas habrán de abarcar diversos aspectos con los que se dé respuesta a las cuestiones que sirven de título para estas líneas. Se busca respuesta a la pregunta ¿quién las maneja? Será el usuario de criptoactivos que se identifica con el cliente de un proveedor de servicios de criptoactivos, siendo un concepto más amplio que el de propietario. Sobre él se ha de aportar información que va desde su nombre, su NIF o, si es persona física, hasta su fecha de nacimiento. Si es una entidad o grupo de entidades, también se ha de informar sobre su estructura y las personas que tienen posición dominante. Se ha de contesta a ¿dónde están? en tanto que se ha de facilitar información sobre la residencia o residencias o el domicilio de la persona que los usa. Lógicamente, esta información se obtiene de la obligatoria petición que el proveedor ha de hacer al usuario de una declaración so pena de impedir la realización de operaciones con criptoactivos. Se incorpora al tercero al proceso de gestión tributaria, un clásico.

            Clave en toda esta cuestión es conocer ¿cuánto valen?, ¿cuáles son?, o ¿qué se hace con ellos? Se ha de comunicar el importe bruto agregado que se paga o se recibe en una adquisición o una transmisión, el valor de mercado agregado relacionado con adquisiciones y transmisiones, todo ello traducido a moneda fiduciaria. Dada la explosión de creatividad de los usuarios de internet y la versatilidad del bien, se han de identificar el tipo de criptoactivo y el número agregado de unidades que tenga el usuario. Y, finalmente, dado que operando con ellos se determina una parte importante de su faceta económica (piénsese en las plusvalías) se ha de informar sobre las operaciones de canje o transacción que se realicen.

            La Directiva también indica que, en la cooperación interestatal, la Comisión juega un papel importante. Por un lado, mediante actos de ejecución, ha de poner en marcha las disposiciones que sean necesarias para que se normalice el intercambio automático de información. Por otro lado, mantiene un papel evaluador de la viabilidad de intercambio de información sobre criptoactivos entre Estados miembros y territorios no pertenecientes a la Unión cuando no haya una norma internacional sobre la comunicación y el intercambio automático de información relativa a criptoactivos.

            En síntesis, la información adquiere con esta regulación protagonismo en el campo tributario una vez más. Es el instrumento necesario para la efectividad de la Justicia tributaria que ha de informar el sistema. Un principio que, no olvidemos, tiene dos vertientes. El contribuyente ha de pagar de forma acorde con su capacidad económica: primero, porque tiene un determinado volumen y, segundo, porque no ha de compensar con mayor esfuerzo lo que el Estado no recauda por no perseguir elementos que la compongan dado que están, digamos, ‘zona umbría’. Si de tributos hablamos ¡¡¡Hágase la luz!!!

Dr. José Antonio Fernández Amor