Uno de mis colegas se acaba de jubilar y entre los muchos libros de su extensa biblioteca que ha acabado regalando (porque eso es lo que pasa con los libros que acumulamos en nuestros despachos) he rescatado What Good Are the Arts? (Faber y Faber, 2005; ¿De qué sirven las artes?, Debate, 2007). Tengo muy buenos recuerdos de la lectura de The Intellectuals and the Masses: Pride and Prejudice Among the Literary Intelligentsia, 1880-1939 (1992) de Carey, uno de los libros clave, junto con Popular Fiction The Logics and Practices of a Literary Field (2004) de Ken Gelder, en mi educación de posgrado e incluso posdoctoral. Los dos fueron volúmenes que, como decimos en catalán, te hacen bailar la cabeza.

            ¿De qué sirven las artes? es un volumen basado en las conferencias Northcliffe que el profesor Carey ofreció en el University College de Londres y esa podría ser la razón por la que el tono es más amigable que en nuestra sequísima prosa académica actual. Me pregunto si Faber & Faber (hoy Faber), la casa de la que T.S. Eliot fue editor, sigue haciendo negocio publicando a grandes académicos. A diferencia de la mayoría de las editoriales universitarias, no aceptan propuestas y no reconozco entre los muchos autores a ningún gran nombre académico. Hoy en día escribimos textos muy especializados para otros especialistas y ya no tenemos entre nosotros a intelectuales como Carey.

            Merve Emre se preguntaba con razón el año pasado “¿Ha arruinado la academia la crítica literaria?”, subtitulando su artículo para The New Yorker “Los departamentos de literatura parecen proporcionar un refugio para el estudio de los libros, pero es posible que se hayan metido en un pozo”. La Yale Review ha ido este verano por el mismo derrotero en un número especial (de hecho, Merve Emre es una de las colaboradoras) preguntándose si en la era de GoodReads todavía necesitamos crítica cultural. Lo que me ocupa hoy no es si necesitamos una crítica académica profesional (por supuesto) o si está acorralada (claro que sí), sino si nos queda algún académico capaz de cruzar la línea divisoria y dirigirse a un público general como humanistas. Carey, que actualmente tiene 90 años, podría ser una de las últimas voces. Noam Chomsky (95) también, aunque no es el mismo tipo de humanista

            El profesor Carey utiliza la primera parte de su volumen para rebatir todos los intentos ofrecidos hasta principios del siglo XXI para justificar por qué necesitamos estar en contacto con las artes. Su objetivo principal es la idea bastante absurda de que apreciar el arte te convierte en una persona moral, una boutade kantiana que Hitler, un amante del arte y artista frustrado, refutó a fondo. Aun así, el profesor Carey quiere que sus lectores acepten que el contacto con las artes es positivo y que la literatura es el arte más completo, por lo que utiliza la segunda parte de su volumen para construir su argumentación en apoyo de este punto de vista. Esta es su tesis:

“No estoy sugiriendo que leer literatura te haga más moral. Puede que sí, pero la evidencia que he encontrado sugiere que no sería prudente depender de esta idea. (…) Mi afirmación es diferente. Es que la literatura te da ideas para pensar. Abastece tu mente. No adoctrina, porque la diversidad, la contraargumentación, la reevaluación y la calificación son su esencia. Pero suministra los materiales para la reflexión. Además, como es el único arte capaz de hacer crítica, fomenta el cuestionamiento y el autocuestionamiento”. (208)

Complementaré la cita con las palabras finales del volumen: “La literatura no te hace mejor persona, aunque te ayude a criticar lo que eres. Ensancha tu mente y te da pensamientos, palabras y ritmos que te durarán toda la vida” (260). El profesor Carey, como de costumbre, confunde la lectura con la lectura de literatura. Leer libros no literarios, periódicos, revistas, diarios, blogs, sitios web e incluso tweets puede “ayudarte a criticar lo que eres”, o, como estamos viendo estos días con el auge de la extrema derecha (¡otra vez!) convertirte en una versión mucho peor de ti mismo. La literatura no tiene el monopolio de aumentar la autoconciencia crítica, aunque, por supuesto, como profesora de literatura sé que la vida interior de las personas que se niegan a expandir su limitada esperanza de vida negándose a leer las experiencias de otras personas en textos bien escritos no puede ser muy rica.

            Hace poco estuve en una comida familiar y acabé deprimida. En primer lugar mi madre, que antes era más exigente como lectora, ahora sigue las recomendaciones de nuestra biblioteca local y de otras personas de la familia que la van llevando hacia una ficción mucho más ligera; ahora mismo está leyendo a Colleen Hoover. En segundo lugar, otro miembro de la familia que solía ser lectora habitual (de esa ficción más ligera, pero ya me vale) de repente “no tiene tiempo para leer” porque ahora está viendo series. En tercer lugar, otro miembro de la familia me dijo que nunca lee y que está “bien” (aunque va cayendo rápidamente en la extrema derecha, si es que no está ya allí). Cuarto: un miembro más joven de la familia, que por lo demás es muy buena estudiante, se niega rotundamente a leer ficción (aunque le encantan las series) porque es aburrida. Nadie respeta mis opiniones como lectora, ni se preocupa por lo que escribo, y esa es la pura verdad. Me pregunto qué pensarán que hago profesionalmente, o si piensan que estoy leyendo a Shakespeare todo el tiempo. No les pregunto porque no voy a convencer a nadie de que leer literatura te hace una persona con una mente más rica y mucho más crítica. Y si ni siquiera puedo convencer a mi familia, ¿cómo puedo convencer a mis alumnos, o a mis lectores?

            Por literatura no me refiero solo a los nombres canónicos que más interesan al Prof. Carey, sino a cualquier texto en el que se pueda apreciar que el autor ha puesto mucho esfuerzo, talento e inteligencia. Me refiero al tipo de texto que te mantiene enganchado y que te hace sentir a) ‘Dios mío, esto está muy bien escrito’, b) ‘Dios mío, este autor tiene mucho talento y ha trabajado con mucho ahínco’, y c) ‘Dios mío, puedo sentir cómo mi mente se expande mientras leo’. Se puede tener esta impresión múltiple gracias a mucho autores diversos (no necesariamente autores canónicos), pero, por supuesto, también se pueden leer textos menos esclarecedores de cualquier tipo por pura diversión. La cuestión, como insiste el profesor Carey, es que leer literatura mejora las habilidades asociadas al pensamiento crítico, y esta es la razón por la que las personas que nunca leen no están “bien”. Usaré una analogía deportiva. Cuando mi médico me dice que debería hacer ejercicio, no le respondo ‘estoy bien, mírame’; soy sincera, y le respondo que soy vaga y no me gustan los deportes. En estos días viendo los Juegos Olímpicos, me regodeo en mi pereza mientras me maravillo de lo que otras personas hacen con sus cuerpos, pero nunca tendría el descaro de decirle a un atleta olímpico que mi cuerpo está tan bien desarrollado como el de ellos. Me maravillo, por lo tanto, que personas que no ejercitan su cerebro pretendan que están “bien” y me lo digan a la cara, siendo como soy una atleta profesional del cerebro. Tal vez el problema es que no tenemos Juegos Olímpicos intelectuales, aunque no puedo imaginar cómo serían.

            Para entender lo que la lectura de buenos libros (de cualquier género) hace por una persona, sólo tengo que pensar en mi vida sin libros. ¡Menudo páramo! Estoy de acuerdo con el profesor Carey en que sólo la literatura puede despertar tus capacidades intelectuales de una manera que ningún otro arte puede hacer. Lo poco que entiendo de la vida no proviene del cine (por mucho que me gusten las películas), el teatro, la pintura, la escultura, la fotografía u otras artes de las que también disfruto como observadora (como la moda, la decoración del hogar, hacer punto o bordar); viene de la lectura de ficción y no ficción (no soy buen lectora de poesía ni de obras de teatro). La lectura, de hecho, me ha ayudado a entender y apreciar las otras artes, aunque agradezco de corazón a la profesora de arte que nos envió a ver la exposición de Henry Moore en la Fundació Miró en 1982 (tenía 16 años), sin decir nada sobre lo que veríamos. Me enamoré de la sensualidad de las figuras de piedra paradójicamente tan suaves de Moore y esa es la experiencia artística más pura que he tenido en mi vida. Ha habido muchos otros momentos similares, pero reforzados por mucha lectura previa para estar mejor informada sobre lo que estaba viendo y debería sentir.

            Soy muy consciente de que los lectores de libros son una minoría y que nosotros, los lectores de libros exigentes, somos una minoría aún menor. De hecho, soy consciente de que dentro del número de lectores de libros el espacio ocupado por los lectores más exigentes se está reduciendo a toda pastilla. Esto tiene que ver con la clásica tormenta perfecta de cuatro frentes: a) la literatura que se les enseña a los niños en la escuela a menudo obedece al principio de la glorificación nacionalista más que a la formación de los lectores; b) las redes sociales han destruido la autoridad del reseñador profesional y la han transmitido a lectores mucho menos experimentados; c) las batallas canónicas de la década de 1990 pusieron en primer plano muchos textos ninguneados, pero a menudo a expensas del juicio crítico; d) la ruptura posmoderna de las barreras entre la baja y la alta cultura ha convencido a demasiados lectores de que todo vale. E incluso hay un quinto frente: todos nos hemos convertido en académicos de nicho, incluso cuando nuestros campos son tan grandes como la ficción poscolonial o el siglo XVIII. Con esto quiero decir que nuestra conversación crítica no puede ser general porque cada uno está leyendo textos diferentes. No, la solución no es volver al estrecho canon dominado por hombres muertos, blancos, cis, heterosexuales y europeos que escribían en los principales idiomas, pero la fragmentación actual tampoco ayuda. Uno puede avergonzarse de no haber leído a Dickens o Tolstoi, pero no hay vergüenza alguna en no haber leído a ningún autor posterior a la Segunda Guerra Mundial. Hay tantos que incluso el mejor lector está obligado a perderse muchos nombres importantes.

            Así pues, si la lectura de literatura no te convierte en una persona moral y la gente rechaza la invitación a expandir sus mentes y agudizar sus habilidades críticas, ¿deberíamos nosotros, los lectores exigentes, seguir insistiendo en que la lectura es indispensable? Yo insisto porque soy una profesional a la que se le paga por leer y por enseñar a otros a leer, pero me harta el desinterés. En este momento, tal vez la única esperanza para la literatura es, como he insinuado, que se compare con el ejercicio y la lectura se presente como la mejor manera posible de mantener el cerebro sano durante muchas décadas. Lamentablemente, al igual que los atletas pueden morir de ataques cardíacos en su juventud, hay grandes lectores que sufren de Alzheimer, pero todavía tengo esperanzas de que algún día las personas entenderán la necesidad de mantener su mente en forma leyendo la literatura que mejor alimente su cerebro. Empezad a entrenar…