[Este es un semestre realmente complicado, con mucho que corregir y editar, y asuntos personales urgentes, lo que explica por qué estoy siendo tan irregular a la hora de subir mi supuesta publicación semanal. ¡Disculpas!]
Hoy escribo sobre los escritores y mi síndrome parasitario. Es posible que hayáis oído hablar del síndrome del impostor (sentir que no estás calificado para una tarea que estás haciendo de manera competente) y me estoy inventando este otro síndrome para explicar cómo me siento con respecto a los autores profesionales vivos sobre los que escribo. El post se basa en dos momentos clave de esta semana que acaba de terminar: uno, la visita a mi clase por parte de Ricard Ruiz Garzón, el otro un intercambio de correos electrónicos con un importante autor estadounidense, cuyo nombre ocultaré para respetar su privacidad (y la mía, en cierto modo).
Empezaré por el visitante. Ricard Ruiz Garzón es una personalidad muy conocida en el circuito catalán de lo fantástico. Es escritor (de ficción fantástica y narrativa infantil y juvenil), profesor en la prestigiosa escuela de escritura creativa del Ateneu en Barcelona, y el organizador del Festival 42 que reune a fans y escritores de lo fantástico la primera semana de noviembre desde 2021. Sabía quién era Ricard antes de conocerlo en la Eurocon 2016 de Barcelona, y me he mantenido en contacto con él principalmente a través de la convención catalana sobre el fantástico, CatCon y mis colaboraciones en el Festival 42. Debo añadir que Ricard ha ejercido como periodista especializado en cultura durante 25 años, durante los cuales ha trabajado incansablemente en la mayoría de los medios de comunicación catalanes y españoles. Lo invité a clase para que les contara a los estudiantes todas estas experiencias profesionales y por su amplia experiencia como reseñador (estoy enseñando a mis estudiantes a escribir reseñas). Menos de la mitad de la clase asistió a la sesión, pero eso es tema para otra entrada en este blog.
Ricard se muestra siempre muy comunicativo sobre su inestable situación profesional. De hecho fue noticia en 2017, cuando su casero decidió aumentarle repentinamente el alquiler y se vio obligado a desprenderse de buena parte de su impresionante biblioteca antes de mudarse a un lugar más barato. Es un ejemplo clásico de lo difícil que es llegar a fin de mes en un sector cultural profesional en rápida contracción, que siempre ha sido precario, pero que podría desaparecer pronto dada la desafección de los jóvenes por los medios de comunicación tradicionales. Sé que enseñar a mis alumnos a reseñar libros de forma profesional tiene poco sentido ya que prácticamente no hay mercado para esa competencia, sin embargo, como explicaba Ricard, es importante formar personas con criterio sólido, aunque acaben escribiendo gratis para las redes sociales.
El sueño de Ricard, me dijo, es tener dos años para escribir con tranquilidad una novela literaria para adultos. Hasta ahora, explica, ha escrito sus más de una docena de libros, entre colaboraciones con otros autores y la edición de diversas colecciones de cuentos, a trompicones, compaginando su trabajo como escritor con otras muchas actividades. Sin embargo, ¿cómo se las arregla un activista cultural autónomo como él para encontrar tanto tiempo para un libro? Ni siquiera los autores que venden miles de ejemplares pueden permitirse fácilmente ese lujo, ya que a menudo ven interrumpido su tiempo por colaboraciones en los medios de comunicación y otras actividades como giras de libros, asistencia a festivales, etc.
Es por eso que le dije a mi clase que me siento culpable cuando trato con escritores, porque soy una profesora titular muy privilegiada con un salario bastante decente, un trabajo fijo y, lo que es más, tiempo para escribir. Debo aclarar que tengo tiempo ahora, cuando llevo más de treinta años en la universidad y mi carga docente es muy reducida. No tuve ese tiempo hasta hace unos ocho años, por lo que me dedicaba a publicar principalmente artículos y capítulos en lugar de libros, como hago ahora. Le confesé a Ricard delante de mis alumnos mi síndrome parasitario y él generosamente le restó importancia, afirmando que podría haber elegido convertirse en académico, pero descartó esa opción. Comentamos en clase la propuesta que China Miéville hizo en 2012 en relación a que los escritores deberían recibir un salario fijo, como modo de compensar la piratería digital, y también en el gobierno finlandés ofrece subvenciones para los escritores, ambas opciones imposibles en Cataluña o en España, que confía en las leyes del mercado para mantener a flote o hundir a los escritores.
La conversación por correo electrónico con el importante escritor estadounidense transcurrió en una dirección muy diferente. Él ha sido muy amable conmigo en los últimos años y no solo ha acogido con agrado mi trabajo académico sobre sus novelas, sino que también me ha permitido hacerle preguntas. Esta vez le pedí otro favor y le mencioné, un tanto imprudentemente, que había escrito otra pieza (un capítulo para un volumen sobre hombres en la ficción) sobre una famosa trilogía suya. Este artículo es mucho más crítico que mi trabajo anterior sobre sus novelas, pero me pareció desleal no mencionar que existe. En suma, él me lo pidió y yo se lo envié. Su siguiente correo electrónico contenía no sólo el texto que le había pedido, sino también un comentario bastante extenso sobre mi artículo que, según descubrí, expresaba finalmente su opinión de que ‘no lo capto’. Lo que no capto es cómo los autores conciben a los personajes. El autor insistía en un punto planteado en un intercambio anterior cuando me quejé de su decisión de matar a un personaje y él respondió que no era una decisión calculada para facilitar un giro de la trama, sino algo que le sucedía al personaje, como si estuviera vivo.
Mi respuesta, hasta ahora el último mensaje del intercambio (que espero que continúe), fue un reconocimiento pleno de que yo, como crítica literaria, ‘no lo capto’ porque soy una lectora que ve el texto desde fuera y no desde adentro. La única forma en que podría ‘captarlo’, señalé, es trabajando codo a codo con un autor, haciendo preguntas a cada momento sobre el proceso de escritura, algo que sería insoportablemente tedioso para ambos. La queja del escritor era que yo había analizado a los personajes masculinos de su trilogía como partes de un rompecabezas ideológico que, en su opinión, no tenía nada que ver con la experiencia subjetiva y orgánica de dar vida a esos personajes. Eso es cierto pero el caso es que la crítica literaria no tiene las herramientas para investigar el procesamiento psicológico en torno a la caracterización por el que pasa el escritor. El escritor me sugirió que leyera otra de sus novelas, para ver qué podía sacar de ella. Así que me ofrecí a trabajar junto a él para analizar esta otra novela y llevar a cabo así un experimento de escritura académica. Estoy esperando su respuesta; mientras tanto, leeré su novela y me prepararé.
Mi síndrome parasitario ha asomado su fea cabeza aún más dolorosamente en este caso, porque puede que haya estropeado lo que hasta ahora ha sido una oportunidad muy especial de seguir en contacto con este escritor que tanto admiro. Lo que nosotros, los críticos académicos literarios y culturales, hacemos es, si se piensa, muy extraño, porque nos ganamos la vida con el trabajo de personas que, como Ricard, tienen dificultades para ganarse bien la vida, o como el respetado escritor estadounidense, pueden sentir que no les entendemos. ¿Cómo justificamos nuestro parasitismo? Mi justificación personal es que trabajo para mantener los estándares, por supuesto, pero principalmente para dar a conocer entre los estudiantes el trabajo de autores que tal vez no conozcan, y para asegurar la permanencia de su trabajo de esta manera y a través de publicaciones académicas. Obviamente, los autores no necesitan el apoyo de los académicos y si todos desapareciéramos su profesión sobreviviría, mientras que nosotros los necesitamos para seguir escribiendo o de lo contrario perderíamos nuestros trabajos. Por eso somos parásitos, como reconozco plenamente.
Solía haber una catedrática en mi departamento que se oponía rotundamente a hacer cualquier trabajo académico sobre autores vivos, con el argumento de que sus carreras podrían dar un giro repentino y nuestras publicaciones quedar desacreditadas. Tenía razón y, de hecho, nunca permito que ningún estudiante de doctorado escriba sobre una carrera literaria en curso, solo sobre algún libro de esta. La ventaja de escribir, como ella sugirió, solo sobre autores ya fallecidos es que no pueden polemizar contigo, por supuesto, y, de hecho, he visto un ejemplo de esto en la carrera de mi tercer interlocutor esta semana, José Francisco Sánchez, especialista en Samuel Beckett.
Da la casualidad de que me gustan más los autores vivos que los muertos precisamente porque puedes preguntarles sobre el proceso de escritura, aunque me doy cuenta de que todavía me falta el tacto y las herramientas para hacer lo que ellos esperan que yo (o nosotros) hagamos. Seguiré intentándolo, a ver si alguna vez lo consigo, porque eso es lo que más me gustaría.
¡Gracias por leerme y por leer!