Hoy escribo un poco por terquedad, porque si dejo pasar una tercera semana en blanco temo que pueda abandonar por completo este blog. Estoy procrastinando mi escritura académica propiamente dicha (hay un artículo y un capítulo de libro que llevan demasiado tiempo esperando), y me preocupa que si retraso la escritura de otra entrada en este blog podría entrar en una muy peligrosa calma chicha. No es lo mismo que el típico bloqueo de escritor, que consiste en no poder rellenar una página en blanco, sino la pura pereza que nos ataca a los estudiosos de la literatura cuando llegamos a la conclusión de que a nadie le importa si publicamos o no. Hay momentos en los que corremos el riesgo de que nos deje de importar incluso a nosotros mismos, así que aquí estoy. Despotricando y desvariando, aviso…
La fecha tampoco ayuda. Es 31 de diciembre, a mitad de las vacaciones (¿?) navideñas y día final del año, cuando todo el mundo está repasando los últimos 365 días y anticipando los siguientes 365. Seguro que sabéis que enero recibe su nombre del dios romano Jano (o Janus), que preside todas las cuestiones liminales, desde los objetos materiales como puertas, entradas y pasajes hasta procesos inmateriales con principio y fin (siempre me maravilla la conveniencia de tener un dios pagano para todo). Quizá estéis familiarizados con su representación bicéfala, con una cara mirando hacia atrás y la otra hacia adelante. Con sus dos cabezas incapaces de verse, Jano es todo un símbolo del transcurrir del tiempo.
Siendo fin de año, los medios de comunicación y las redes sociales hierven hoy con listas de lo mejor de 2025 y de lo más esperado de 2026, y de resúmenes de todo lo que salió mal en el año que ahora termina (¡muchas cosas!) y lo que podría ser aún peor en 2026 (ojalá sea un poco mejor, porque no será en verdad bueno). Viendo los horrores de 2025, nadie se atreve a anticipar un 2026 brillante. Mis propios deseos son totalmente tanatofílicos (u orientados a la muerte), ya que espero ardientemente que un puñado de tiranos fallezca pronto y que la Tierra respire un poco más aliviada.
Como he estado pensando en autobiografías y memorias en las últimas semanas, mientras preparo mi nueva optativa (u optativas, dependiendo de lo que acabe enseñando en 2026-27), no puedo evitar pensar en el paso del tiempo de forma personal. Para mí, 2026 será el año en que cumpla 60 años, una edad que sin duda marca un punto de inflexión en el proceso natural, social, cultural y personal de hacerse mayor. Una querida amiga me reprendió recientemente con mucho cariño por mi cabezonería en cuanto a la importancia de las décadas, pero lo cierto es que empiezo en 2026 la última década de mi carrera académica, aunque solo sea por razones legales.
Los profesores universitarios se jubilan a los 70 años en España (los catedráticos y acreditados pueden permanecer como eméritos hasta cuatro años más, pero, afortunadamente, no estoy en esa categoría), así que es hora de empezar a planificar la jubilación, suponiendo que los tiranos a los que aludí no destruyan el planeta. Hay días en los que pienso que trabajaré hasta los 70 para completar 45 años como profesora/investigadora; otros días, creo que me jubilaré un poco antes, quizá a los 67 o 68 (o antes, porque ya me podría jubilar a los 60). Si mi salud lo permite, tengo, como mucho, un máximo de diez cursos para probar nuevas experiencias en la enseñanza, y debo pensar a fondo en los libros que aún quiero escribir (quizá incluso después de jubilarme). Así que 2026 no es para mí tan solo un año más, sino el comienzo de la cuenta atrás para la jubilación. Sé que esta cuenta atrás empezó cuando firmé mi primer contrato de trabajo, pero ahora está entrando, como digo, en una fase final. Da vértigo y algo de miedo, lo reconozco.
El proceso de envejecer ha sido descrito en innumerables obras literarias y audiovisuales, y es monitorizado diariamente en los medios (tradicionales y sociales) con su observación implacable de los cuerpos de las figuras públicas. El edadismo está muy extendido en todos los niveles porque estamos obsesionados con la apariencia física sin que aceptemos que los cambios anatómicos son inevitables a pesar de los avances de la medicina. El cerebro y la mente, en cambio, son mucho menos valorados. Solo captan nuestra atención colectiva y personal en relación con su posible desgaste, ahora que la enfermedad de Alzheimer y los diferentes tipos de demencia están tan extendidos. Algunas personas incluso han empezado a redactar testamentos vitales en los que piden que se les aplique la eutanasia activa en caso de que su cerebro quede terminalmente enfermo y ya no sean ellos mismos. Tengo amigos que están viendo a padres y madres pasar por ese proceso tan aterrador y comparto totalmente ese impulso eutanásico.
El culto al cuerpo joven y el miedo a las enfermedades cerebrales nos impiden, en cualquier caso, disfrutar de la belleza de una mente rica y madura. No me refiero a una mente intelectualmente rica aunque, por supuesto, debería ser muy apreciada, sino a una mente en general enriquecedora, capaz de lograr al fin el equilibrio personal y de proporcionar a los demás, y a la comunidad, valores sólidos y un buen estilo de vida. La educación debería equipar a las personas con los medios para enriquecer su mente y así entrar en la edad adulta como personas estables y plenamente capaces, que también puedan ser ciudadanos comprometidos en busca de lo mejor para sus comunidades.
Este es el ideal, por supuesto, aunque muy pocos sistemas educativos en el mundo responden totalmente al mismo, quizás con la excepción de los países escandinavos. En cambio, nuestros sistemas educativos actuales han pasado de ser sistemas de represión mental y corporal a ser un simulacro, como el filósofo Víctor Bermúdez recientemente advirtió en El País. En parte, esto se debe a la desconexión entre generaciones, que es más pronunciada entre los estudiantes más jóvenes y los profesores más veteranos. Bermúdez explica que “Veo a mis compañeros trabajando como locos intentando enganchar a los estudiantes. Pero no sabemos cómo competir, cómo llegar o qué transmitir. Y no sabemos cómo recuperar ese trasfondo de cultura general, de referencias culturales comunes que los niños no pueden compartir con nosotros.”
Perdimos el control sobre la educación cuando las redes sociales se impusieron a principios de los 2000s como principales proveedores de información y valores para los jóvenes, y ahora los LLMs de la IA nos están dando la estocada final. Como profesora de Literatura, mi trabajo era guiar a los estudiantes para que admiraran la belleza de la imaginación humana y de la mente creativa, y animarlos a cultivar sus propias mentes. Esto pasa, creo, por admirar y tomar ejemplo de mentes más maduras, pero desde que los jóvenes influencers nos sustituyeron en la tarea de educar a nuestros estudiantes nos enfrentamos a una batalla perdida que empeora con la edad.
Esto es triste. Uno de los principales beneficios de acumular años es que el descubrimiento constante y el proceso de aprendizaje nunca terminan. Si acaban, es solo porque la gente se rinde y no cuida de sus mentes. Soy hoy tan estudiante como cuando era estudiante de verdad, porque no hay un solo día en el que no aprenda algo nuevo de las fuentes que utilizo. Compadezco a los estudiantes que, como escribió un colega académico en @BlueSky, se resisten absurdamente a ser educados, porque, además de generar un desperdicio de dinero, tiempo y recursos, muestran un terrible desprecio por sus mentes.
Como investigadores, en España hemos hecho un esfuerzo gigantesco por ponernos al nivel de la investigación internacional, quizá un esfuerzo aún más notable en Estudios Ingleses porque debemos publicar internacionalmente (me refiero a las Humanidades). Creo que todos rebosamos ideas, y mucho más a medida que envejecemos, pero nuestros estudiantes no llaman a nuestra puerta para charlar y así beneficiarse de lo que podríamos compartir. En su lugar, recurren a ChatGPT que depende de nuestras publicaciones robadas para tener algo que decir. Es la paradoja más patética que se pueda concebir.
Mi propósito como profesora, así pues, durante la próxima década, comenzando con este nuevo 2026, es crear tantas oportunidades como sea posible para hablar con los estudiantes, con la esperanza de que quieran escucharme. En las dos ediciones de mi asignatura ‘Literatura Contemporánea en inglés’ he dejado espacio, como he explicado aquí, para que los estudiantes hablen entre sí durante 30 minutos en cada sesión. Su interacción mutua ha enriquecido sus reseñas, de esto estoy segura, y les ha ayudado a practicar el arte casi perdido de la conversación, pero también me ha dado la oportunidad de acercarme a ellos. Mientras hablan entre sí, yo recorro el aula y me uno a sus conversaciones. Les cuento mi propia experiencia lectora en relación con los libros que les asigno, comento las adaptaciones audiovisuales si las hay, y menciono mi propio trabajo académico. Y hago muchas preguntas sobre sus preferencias.
Quizá esto es lo que nos falta: más conversación, más contacto entre mentes jóvenes y maduras, de un tipo más cercano, no del tipo que emana de arriba a abajo desde la tarima, como solía ocurrir en el pasado. El reto es conseguir que nuestras mentes ricas y maduras resulten atractivas para nuestros estudiantes que, según me temo, nos ven principalmente como reliquias o fenómenos de feria que dedican sus vidas al inescrutable propósito de aprender por el simple placer de aprender.
Y sí, todo esto se reduce a un punto sencillo: quería ser profesora porque admiraba a mis profesores y me encantaba hablar con ellos. Quería ser admirada (al menos un poco, por solo un puñado) y saborear la conversación con estudiantes que disfrutaran hablando conmigo, pero hoy soy profesora en un mundo que ya no tiene interés en aprender. Estoy siendo testigo de la extinción de mi profesión, no solo encarando mi propia jubilación.
En cuanto a 2025, bueno, he aquí hay una paradoja: para mí ha sido un año extremadamente complicado, con problemas personales aún sin resolver, lo que explica por qué he necesitado el aprendizaje como consuelo. He publicado ocho libros: una monografía en inglés que traduje yo misma al castellano, un volumen colectivo coeditado, la traducción al español de otro volumen coeditado en inglés, dos volúmenes con entradas de este blog y dos con trabajos de mis estudiantes. Este chorro de libros os dará una idea de cómo aprender me ha ayudado a sobrellevar los días malos. Espero que mi 2026 sea un año mucho más feliz y que mi proceso de aprendizaje sea más relajado, que es justo lo que mi mente necesita en este momento…
Ojalá 2026 os traiga muchas ganas de aprender y la paz que todos anhelamos. ¡Y abajo con la tiranía!