Hace una semana, el grupo de investigación al que pertenezco actualmente, Beyond Postmemory, llevó a cabo el seminario “La naturaleza recuerda: guerra, trauma y postmemoria ambiental”, en el que debatimos cómo no solo los seres humanos sino también la naturaleza pueden sufrir, por así decirlo, de TEPT y mostrar signos de trauma mucho después de un conflicto. La postmemoria, un concepto acuñado por Marianne Hirsch, se refiere a cómo las generaciones posteriores heredan el trauma asociado a conflictos que quizás nunca hayan vivido. Un ejemplo sería la Guerra Civil Española (1936-1939), conflicto que todavía está dejando un rastro significativo en la sociedad, la política y la cultura españolas actuales, aunque cada vez menos personas directamente involucradas en esa guerra siguen vivas.

          Lo que más me llamó la atención es que de ocho presentaciones, cuatro siguieron lo que podría llamarse un formato poco convencional. El profesor emérito Andrew Monnickendam usó sus propias fotos de unas vacaciones en Vietnam no solo para ilustrar su charla sino para basarla en ellas (su tema eran los monumentos como rastro de postmemoria). Yo misma también utilicé fotos para crear lo que llamé ‘una experiencia sensorial’ de la novela de Cormac McCarthy La carretera, en un intento de a) poner en primer plano lo que el texto en efecto dice sobre la naturaleza traumatizada (que es mucho), b) complementar las descripciones de McCarthy con una manifestación artística diferente. Ese fue también el método elegido por mi colega Nick Spengler, quien leyó la novela de Ocean Vuong En la Tierra somos fugazmente grandiosos yuxtaponiéndola a un video artístico sobre el mar que casaba muy bien con esta novela, aunque en realidad no tenía nada que ver con ella directamente. La propuesta funcionó de primera. Nuestro colega David Owen decidió cantarnos, muy bellamente, una balada escocesa del siglo XVIII que más tarde se adaptó a las circunstancias de la Guerra Civil española, celebrando en ambos casos la muerte de un valiente joven combatiente obrero de Glasgow. Los otros cuatro trabajos ofrecieron, como es habitual, argumentación sobre un texto específico en el contexto de un marco teórico denso. Se suponía que el seminario mediría nuestro compromiso a la hora de presentar una propuesta de capítulo para un libro conjunto que Nick Spengler editará. Sin embargo, abrí un debate sobre si las cuatro presentaciones menos convencionales podrían transformarse en ensayos académicos al uso y por qué habíamos elegido presentar algo diferente.

          En un momento dado, hace ya bastantes décadas, se hablaba mucho de hipertextos, documentos de texto que se abrían a otro tipo de archivos, como imágenes, sonidos, narrativa audiovisual, etc. Con bastante optimismo, algunos académicos y artistas comenzaron a generar hipertextos, pero no tuvieron en cuenta que la tecnología empleada se volvió rápidamente obsoleta. Volvimos, así pues, a lo básico, usando la letra impresa con alguna que otra foto en blanco y negro, a menudo de tan pobre calidad que sería mejor descartarlas por completo. Aparte del coste de imprimir libros académicos ilustrados, hay que tener en cuenta el tema de los derechos de autor. Nadie se inmuta si una foto con derechos de autor se usa de manera pirata en un seminario ante un puñado de colegas, sobre todo porque no ganamos dinero con el evento, pero el coste de usar solo una o dos fotos a todo color en un ensayo literario es demasiado alto. Otros documentos, como producciones sonoras o audiovisuales, tendrían que vincularse externamente, lo que requiere el mantenimiento de los archivos digitales correspondientes.

          Se podría pensar que cuatro académicos no son representativos de ninguna tendencia, pero en las últimas semanas me he encontrado con publicaciones en @BlueSky desafiando la idea de que la producción científica deba juzgarse solo sobre la base de la publicación académica impresa estándar. Una ingeniera informática escribió que le gustaría ser juzgada sobre la base del código y los programas que escribe. Y he leído los posts de un investigador del autismo que ha generado coreografías basadas en los gestos producidos por personas autistas. Estos dos ejemplos se refieren a la investigación científica, pero el ansia de creatividad y la demanda de un tipo diferente de evidencia para juzgar nuestra investigación conduce a muchas posibilidades nuevas. Nosotros, los profesores de literatura, deberíamos poder presentar ficción, poesía, drama, etc. ya publicados a nuestras evaluaciones junto a publicaciones académicas. Lo mismo vale para las traducciones, adaptaciones de obras literarias a diferentes medios artísticos y otros tipos de producción textual, en el sentido amplio de la palabra, que ni siquiera puedo imaginar ahora mismo.

          También hay un cansancio creciente con el sistema actual de publicación académica, un sistema que, según muchos, ya está roto. Se supone que debemos publicar constantemente (artículos en particular), lo que ha llevado a un flujo brutal de publicaciones que nadie puede seguir. Las revistas solían basarse en la idea de que te suscribirías y las leerías regularmente para mantenerte al día en tu campo, pero hay tantas revistas y tantos artículos que es imposible estar al tanto de nada. Al final, leemos lo que podemos necesitar para respaldar las afirmaciones que hacemos en nuestros propios artículos, generalmente explotando a la brava los textos de otros académicos en busca de citas adecuadas.

          Solo leemos con más profundidad los trabajos clave que constituyen nuestro marco teórico. Sin embargo, dado que un marco teórico sólido puede estar constituido por un número de autores de hasta una docena, nos queda muy poco espacio real para nuestras ideas y casi nada para el texto literario que se supone que debemos analizar. Los editores de revistas se quejan de que no pueden encontrar revisores y, francamente, no me sorprende. Los textos que producimos hoy en día son anodinos y, en su mayoría, refritos de segunda mano en cuanto a sus ideas. Sin remuneración y sin mérito que agregar a nuestros CVs, ¿quién quiere emplear su tiempo perpetuando esta espantosa falta de diálogo real y el desperdicio de tanta energía académica?

          La presentación en vivo de los investigadores en seminarios y conferencias podría ser, o eso me parece, la forma de comenzar a deconstruir y alterar la forma en que comunicamos nuestros hallazgos sobre la literatura, pero todavía estamos atrapados en la misma rutina: el típico trabajo de veinte minutos, a menudo leído en un tono monótono que puede dormir a las piedras, seguido de una o dos preguntas, pero de muy poca conversación real (a menos que las pausas para el café se usen sabiamente).

          En la charla que siguió a las presentaciones en el seminario, acordamos que un problema grave es cómo los jóvenes académicos se ven obligados a aceptar convenciones estáticas apoyadas por un sistema de control que es absolutamente inflexible. Si se desea obtener una acreditación, una subvención o un empleo, hay que mostrar credenciales específicas, y estas excluyen cualquier aportación mínimamente creativa o simplemente algo menos convencional. Esto significa que los profesores titulares que han dejado de preocuparse por las reglas, ya sea porque están jubilados o porque, como yo misma, no se preocupan en absoluto por la jerarquía, son lo bastante libres como para alterar las susodichas reglas. Al mismo tiempo, son ellos los que establecen las reglas (al menos el grupo a cargo de las agencias de evaluación), así que aquí estamos: estancados.

          La semana que viene asistiré a un congreso en persona, después de seis años sin hacerlo (excepto en línea). No tengo nada en contra de los congresos en sí, excepto que el turismo académico altamente contaminante es uno de sus subproductos principales, pero ya no puedo someterme a la insoportable rutina de escuchar presentaciones de veinte minutos de 8:30 a 18:00 (¡los congresos españoles tienen jornadas infinitas!). Ojalá no tuviéramos presentaciones en absoluto, o solo las más creativas, y que el tiempo se empleara en hablar entre nosotros. Ahora que soy una académica senior es probable que no conozca a nadie nuevo, aunque espero ver a amigos que no he visto en mucho tiempo. En un ambiente más relajado, con descansos para tomar café más largos, podría tener tiempo para conocer a algunos académicos más jóvenes, tal vez ofrecer algo de mentoría (o aprender de ellos). Una cosa que puedo decir con certeza es que no veré a ningún joven académico que baile sus trabajos, que los haya basado en sus fotos de vacaciones o que se atreva a cantar canciones. Estaría bien…

          La inercia es el principal enemigo de las tareas académicas. En Estudios Literarios adoptamos en la década de 1980 (más o menos) el modelo actual basado en la teoría, y lo hemos mantenido sin reflexionar sobre por qué hacemos lo que hacemos durante 50 años, si no más. Hemos aceptado reglas que son ajenas a las Humanidades, porque nos dijeron que no sonábamos lo suficientemente científicos o intelectuales. Pues resulta que no soy científica, aunque respeto mucho a los científicos. Soy crítica de arte, especializada en literatura y, en segundo lugar, cine y televisión. Me interesa lo que hacen los artistas que escriben, y me expreso también por escrito.

          Como investigadora de la literatura, sigo a los escritores que se esfuerzan por hacer algo nuevo e interesante en sus campos. Sin embargo, no se me permite alterar las reglas de mi propia escritura y, en general, de la investigación. Existía la creencia de que la retórica literaria académica había sido sacudida hasta sus cimientos humanistas clásicos por la introducción de la teoría y de las muchas corrientes políticas alentadas por los Estudios Culturales, pero la retórica fundamental no ha cambiado. Como he señalado una y otra vez, ahora usamos mucha más bibliografía que, digamos, en la década de 1960, y nuestros ensayos tienden a ser más abstractos, con mucho menos análisis textual. Pero seguimos atrapados en el mismo modelo, sin posibilidad de mostrar una voz personal, ya sea con ira o en una vena satírica. Los autores apenas existen para nosotros; sus voces han quedado ahogadas por nuestros insufribles marcos teóricos. Y nosotros apenas existimos tampoco; nuestras voces han quedado perdidas entre el ruido que todos los académicos fuera de los Estudios Literarios han traído a nuestro campo.

          Cuando uno se queja, lo lógico es actuar. Tal vez debería organizar un (meta)congreso en el que los participantes tengan prohibido presentar trabajos y en el que, en cambio, deberían bailar, cantar, interpretar obras de teatro, recitar poesía, hacer comedia o simplemente hablar con el público mientras toman un café. El problema es que no me siento con ánimo de organizar un congreso: la última vez que lo hice, en 2011, fue toda una pesadilla (cortesía de una huelga de estudiantes). Insistiré, sin embargo, en que si empezamos por romper las reglas en los congresos y los seminarios, podríamos romper las reglas de la publicación. Sin embargo, cobarde de mí, termino aquí este post para volver al libro que estoy escribiendo, que no rompe ninguna regla porque, cómo no, tiene que pasar la revisión por pares y todo el control habitual.

          Sed subversivos. Al menos, intentadlo por favor…