Ayer asistí a la charla en el Festival 42 de Barcelona del autor de terror estadounidense Grady Hendrix, un hombre cuyo aspecto me desconcierta porque parece el hermano o primo del actor Brady Cooper. Hendrix se ha hecho un nombre como autor que combina lo asqueroso, lo horripilante y lo humorístico en sus novelas, aunque debo confesar que no pude terminar la que intenté leer, The Final Girls Support Group [Grupo de apoyo para final girls]. Demasiado efectista para mi gusto. Un amigo que está mucho más interesado en Hendrix me recomendó que leyera The Southern Book Club’s Guide to Slaying Vampires, que el autor describe como una secuela espiritual de My Best Friend’s Exorcism. No creo que vaya a ser una prioridad.
Escribo sobre Hendrix porque disfruté mucho de su entrevista con Natàlia Sánchez. El hombre es encantador, habla sin parar y es extremadamente cándido sobre sí mismo y su carrera. ¿Cómo podría no caerme bien? Me llamó la atención en particular lo predispuesto que está a hablar del papel de sus editores en su proceso de escritura. La primera novela de Hendrix, Horrorstör (2014), es un thriller de casas embrujadas ambientado, de todos los lugares posibles, en una sucursal de Ikea. El autor comentó con total tranquilidad que la idea era de su editor, algo que, según deduzco, no afecta en absoluto el valor de su novela como obra original tal como la ve Hendrix.
A lo largo de la entrevista, Hendrix describió sus problemas para hacer funcionar algunas de sus novelas, narrando cómo su actual editora casi canceló la publicación de una novela que reescribió del todo en solo nueve días para evitar perder el dinero del anticipo y caer en la ruina. Mi impresión es que Hendrix es el tipo de escritor que necesita un editor que saque el máximo provecho de su talento para escribir, una dependencia que siempre me sorprende, aunque sé que es positiva. Por otro lado, soy plenamente consciente de que con un editor competente, por nombrar al mejor escritor de terror actual, los libros de Stephen King serían mucho mejores. Tal vez King sí tiene un editor, pero ignora sus consejos.
También asistí a otra charla (o entrevista) con el Prof. Roger Luckhurst, quien visitó el Festival 42 para presentar un volumen de alto atractivo, Cementerios, tumbas y sepulturas: historia sobre la convivencia con la muerte, que me dio mucha envidia porque tiene 167 ilustraciones en color y 76 ilustraciones en blanco y negro. Da la casualidad de que Luckhurst mencionó que el libro había sido encargado por un editor de Princeton UP, lo que, de nuevo, me da tremenda envidia. Una vez un editor (y dueño de una pequeña editorial) me encargó escribir un libro sobre Expedientes X, y aunque me encantó escribir el libro, la experiencia fue un desastre, ya que nunca vi un euro de las regalías (y sé que el libro se vendió considerablemente bien). Me hubiera encantado colaborar con un editor/editor en paralelo a mis libros académicos, pero nunca sucedió, al menos no hasta que me encontré con Maite y Ángel de Dilatando Mentes (una editorial y librería de Alicante), que tuvieron la inmensa amabilidad de publicar una versión revisada del libro sobre Expediente X, La verdad sin fin: Expediente X.
Todos asumimos sin pensarlo dos veces que las publicaciones periódicas necesitan editores, es decir, personas que tomen decisiones sobre el contenido de cada número, se mantengan en contacto con los autores, repasen manuscritos, soliciten revisiones y cambios, etc. Anna Wintour, editora en jefe de la revista Vogue de 1988 a 2025, es posiblemente la persona más conocida entre los editores del mundo de las publicaciones periódicas comerciales. En mi campo, la CF, John W. Campbell, editor desde finales de 1937 hasta su muerte en 1971 de Astounding Science Fiction (más tarde llamada Analog Science Fiction and Fact), dio forma en gran medida a la Edad de Oro de la Ciencia Ficción, para bien o para mal. En el mundo académico, los editores son principalmente las personas que encabezan los equipos detrás de las revistas académicas. Yo misma soy coeditora de Hélice: reflexiones sobre ficción especulativa, que gestiono de una manera queridamente anticuada con mi colega, el académico independiente Mariano Martín (¡no somos parientes!). Esto significa que también somos los revisores por pares de la revista, aunque en los números monográficos pedimos a los autores que también ejerzan esta función.
Los editores que me preocupan en este post, sin embargo, son, más bien, los editores de libros. Había oído hablar tan bien del excelente trabajo que hacen los editores en el mundo anglófono que mi decepción con los editores académicos con los que me he encontrado hasta ahora es profunda. No son, para ser justa, editores propiamente dichos, sino personas que compran manuscritos para convertirlos en libros, y que se aseguran de que tanto la propuesta como el texto final sean revisados por pares. No sé cómo les ha ido a otros autores académicos, pero me hubiera gustado recibir la ayuda de editores de verdad, en lugar de una revisión por pares. Esta llega al final de un largo proceso de años en los que una, como autora, ya no está dispuesta a aceptar sugerencias. Es diferente en el caso de un artículo, en tanto que no lleva tanto tiempo escribirlo. Sea como sea, estoy decepcionada y me ha llevado un tiempo entender que las editoriales académicas no usan editores de texto que ayudan al autor mientras escribe, como esperaba, sino editores a cargo de comprar manuscritos.
Justo hoy me topé con un post en @BlueSky de Elias Isquith (@eliasisquith.blog), quien argumenta que “con toda seriedad, la razón por la que los escritores necesitan editores, especialmente los escritores obstinados y carismáticos con muchas ideas, es la misma razón por la que un esclavo susurraba ‘memento mori’ a quien estuviera celebrando un triunfo romano”, es decir, para que se mantuviera humilde. Vale la pena recordarlo. Lo que Isquith insinúa es que los autores más humildes, como Grady Hendrix, están mucho más dispuestos a utilizar ayuda profesional. Por supuesto, los escritores no profesionales, como los famosos de turno u otras figuras públicas, utilizan editores para escribir memorias y otros libros, si no colaboradores y, en los casos menos respetables, negros (perdón por la expresión). Los escritores que se resisten más a recibir la aportación de los editores son, como escribe Isquith, “los escritores carismáticos con muchas ideas” a los que llama “obstinados”, lo que indica que los autores quedan demasiado a menudo cegados por su propio talento.
En España este asunto se complica por el hecho de que ‘editor’ significa tanto editor empleado en una editorial como editor dueño de esta, aunque, por supuesto, muchos editores son empleados de editoriales que no son de su propiedad. Cuando pensamos en editores españoles, pensamos principalmente en personas que han descubierto a los buenos autores y han facilitado su camino hacia la publicación en sus propias editoriales, nombres como Carlos Seix Barral, Esther Tusquets, Jorge Herralde, etc. Sin embargo, no son editores en el sentido anglófono de la palabra, del modo que Maxwell Perkins fue el mejor editor posible (o mejorador de texto) para Francis Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway, y Tobias Wolf; o Ford Maddox Ford lo fue para Joseph Conrad. Tened en cuenta que estos y otros grandes nombres nunca pensaron en el aporte de su editor como una mancha negra contra su originalidad como autores literarios. Nuestro prejuicio como lectores, reseñadores y académicos es lo que mancha la colaboración con una reputación negativa.
Este prejuicio plantea la cuestión de la originalidad literaria, que no era obligatoria hasta que se consideró así en la época romántica. La originalidad, por cierto, es el valor que inspiró la idea de los derechos de autor, solo plenamente abrazada en el siglo XX a nivel artístico y legal. No estoy cuestionando los derechos de autor, que protejo ferozmente incluso en las licencias ‘creative commons’ de los textos que publico en línea (siempre uso la versión más restrictiva). Lo que estoy cuestionando es el tabú que aún existe (al menos en España) contra cualquier forma de contribución a un texto. Me gusta encontrar menciones a los editores en las notas de agradecimiento del autor porque me parece una garantía de que alguien se ha encargado de mejorar el texto. El silencio indica una falta de ayuda o, lo que es peor, una supresión de los nombres de los ayudantes. Se me ocurren varios escándalos en España relacionados con colaboraciones ocultas que podrían haberse evitado fácilmente si se hubiera reconocido la contribución del colaborador.
Como me dijo un amigo, si los editores de estilo anglófono fueran más comunes en España, el nivel de la producción literaria nacional sería mucho mayor. No puedo sino estar de acuerdo, y señalar, nuevamente, que si los autores poco ambiciosos como Grady Hendrix se sienten cómodos hablando en público de las aportaciones recibidas de sus editores, no hay razón por la que los autores españoles deban sentirse incómodos. Cuando edito textos de otras personas, desde los ejercicios de mis alumnos hasta el trabajo académico de otros investigadores, para volúmenes colectivos, números monográficos o la revista Hélice, mi aspiración es que el texto final sea lo mejor posible. Cuando mis propios textos son editados por otras personas con ese mismo espíritu, me siento feliz de que alguien haya encontrado una manera de hacer que mis palabras suenen mucho mejor. No soy, sin embargo, una escritora con aspiraciones literarias y entiendo que la resistencia a la intervención editorial sea posiblemente más palpable en ese caso, a pesar del ejemplo ya mencionado de Fitzgerald y compañía. Me parece curioso, en cualquier caso, que el prejuicio contra los editores mejoradores de texto siga siendo alto en España, dado el éxito de este tipo de colaboración en el mundo anglófono.
Una advertencia: los editores no pueden ser suplantados por herramientas de IA porque estas herramientas no son creativas. Estoy segura de que un editor de IA podría hacer sugerencias para mejorar algunos aspectos de esta misma entrada, pero de manera que tiende a aplanar las voces personales y apunta a una estandarización obvia del lenguaje. Este tipo de ayuda podría funcionar para la escritura no literaria, pero estropearía totalmente la búsqueda de una voz singular por parte de los autores literarios. Para eso, un editor humano siempre es de mucha mayor ayuda. El problema es, más bien, dónde encontrarlos.
Qué suerte la de Hendrix y tantos otros autores con entregados editores.