He compartido en clase con mis estudiantes el artículo de Gaby Hinsliff “I Fear Books Are Going the Way of Vinyl Records – A Rarefied Pursuit for Hobbyists” publicado en The Guardian hace un par de meses. Este artículo comienza como la típica pieza sobre las lecturas de verano para luego dar un giro hacia el también clásico ensayo que lamenta que la gente ya no lea libros.

            La circunstancia clave es una observación junto a la piscina: una persona usa largo tiempo su teléfono inteligente en lugar de leer el libro de bolsillo que yace abandonado a su lado (¿tal vez sea la propia autora?). La tesis principal de Hinsliff es que los seres humanos necesitamos historias, pero estamos empezando a preferir las narraciones cortas que proporcionan las historias de Instagram o similares en lugar de la lectura larga que proporciona un libro. Para ella, esto es como saciar el hambre con picoteos de comida basura cuando, según afirma, el hambre solo se puede satisfacer con una comida adecuada. Nótese que cuando Hinsliff se refiere a la lectura de libros se refiere en realidad a la ficción, es decir, a las novelas. Por favor, tened en cuenta también que por lectura de verano se refiere a lo que se puede embutir en unas vacaciones de dos semanas, que no es mucho. Su artículo también incluye un aluvión de citas de diversas estadísticas que afirman que los adultos que leen por placer están abandonando esa afición, al igual que los niños. Los booktubers y booktokers, y sus círculos, parecen ser una anomalía en un panorama en declive.

            Tal vez me equivoqué al esperar que este artículo suscitara un debate, ya que en realidad no es una pieza con una argumentación a favor y en contra, sino una advertencia de que la lectura de libros está en peligro. Como ávida lectora de libros y autora productiva debo preocuparme, si bien obviamente las cosas parecen muy diferentes para la generación más joven, para quienes el libro no es tan esencial. Debo decir que estoy disfrutando enormemente de la segunda parte de mis clases, en la que los estudiantes interactúan contándose unos a otros los libros que están leyendo, un conjunto diferente de cuatro volúmenes para cada uno de ellos. Ver a los jóvenes hablando sobre libros y moviéndose por toda el aula para acercarse a otros estudiantes es, francamente, refrescante y gratificante. La mía no es, claramente, una clase de estudiantes que no leen, pero esto no significa que estén interesados en los libros como lo estuvo mi generación. ¿O no? Recientemente, mi antiguo profesor de poesía, el profesor Josep Maria Jaumà, que se jubiló hace dieciocho años, vino a pronunciar la conferencia inaugural del programa de máster. Fue un resumen conmovedor de sus experiencias como traductor de poesía moderna en inglés: Yeats, Larkin, Graves, Frost, etc. Ahora está traduciendo en verso una selección de Los cuentos de Canterbury. Durante el almuerzo tuvimos la clásica conversación en torno al tema ‘los estudiantes no leen’ y me dijo que este también era el caso en la época en que él era mi maestro. Pocos estudiantes leían entonces y ahora, afirma.

            Creo que estoy empezando a entender el problema. Los que nos convertimos en profesores de Literatura éramos la pequeña minoría de lectores constantes en las aulas. Para ser sincera, no tengo una idea clara de si mis compañeros leían mucho o no, aunque mi impresión es que disimulaban mejor sus hábitos de no lectura, si es que los tenían. Si se une un pequeño grupo de personas con la misma pasión, parece que todos necesariamente deben disfrutarla también, aunque este podría no ser el caso en absoluto. No es normal, si lo piensas bien, estar rodeado profesionalmente de tantas personas con doctorados en Literatura. De hecho, nosotros, el profesorado de Literatura, somos una anomalía estadística, ya que todos leemos muchos libros al año. Hemos asumido que nuestra anomalía estadística se extiende a todos los estudiantes que acuden a nosotros para obtener un título y, claramente, este no puede ser el caso, aunque debería serlo. Nosotros, los profesores y profesionales de Literatura y los lectores asiduos, vivimos en una burbuja que puede estallar en cualquier momento.

            El artículo de Hinsliff fue recibido, creo, con bastante indiferencia, tal vez porque insistí demasiado en que los libros son el camino hacia el aprendizaje, que para mí es parte de lo que los victorianos llamaban superación personal. Lo que afirmaban mis alumnos, y en particular une de elles, es que el aprendizaje proviene de otras fuentes además de los libros y, de todos modos, no todos los libros proporcionan conocimiento. Eso es absolutamente correcto, por supuesto. Nunca quise decir eso solamente los libros nos proporcionan conocimiento; además no hay duda de que evitar los libros horribles es más útil que leerlos. Mi preocupación es que, cualesquiera que sean estas otras fuentes de aprendizaje, pueden carecer de la profundidad que una argumentación o narrativa sostenida puede proporcionar en cientos de páginas. Los productos audiovisuales extensos (películas y series, de ficción y no ficción) pueden ser igual de satisfactorios, o los textos más cortos que podéis encontrar en línea (ficción corta, ensayos, artículos), pero como boomer tengo una profunda desconfianza en lo que las redes sociales pueden ofrecer.

            Supongamos, por el bien de la argumentación, que la advertencia de Hinsliff se materializa y que la lectura de libros se convierte en una actividad tan rara como lo fue hace siglos, con, creo, la excepción de la Biblia en los países protestantes (lo que explica que su grado de alfabetización sea más alto que en los países católicos). Tal vez debería reformular la suposición, ya que Hinsliff se refiere en particular a la lectura por placer, dando por sentado que los libros seguirán siendo necesarios para fines educativos y de formación profesional (¿de verdad?). ¿Qué pasaría si, como sugirió une de les estudiantes, los padres y madres dejaran de leerles a sus hijos o nunca los llevaran a una librería o a una biblioteca? ¿Se puede perder la lectura por placer en una sola generación? ¿Cómo puede el entusiasmo de los booktubers y booktokers frenar esta tendencia? Muchas preguntas, ya lo sé.

            He estado invirtiendo la mayor parte de mis energías profesionales en los últimos años en escribir y editar libros académicos, y tal vez estoy proyectando en el artículo de Hinsliff la frustración de la escritora que sabe que su público va menguando. El profesor Fredric Jameson falleció hace diez días, a la edad de 90 años, y creo que algo más murió con él, no sólo porque era un gran intelectual, sino porque se comunicaba a través de los libros. Ambas cosas van juntas: los intelectuales publican ensayos de la extensión de un libro tal como los novelistas publican novelas. Tal vez aquellos de nosotros que como estudiantes admiramos a autores como Jameson y queríamos producir libros, no tan inmensamente influyentes pero al menos satisfactorios, ahora estamos viendo cómo se nos retira la alfombra bajo los pies. ¿Alguna vez me he preguntado por qué escribo libros? Sí, siempre. Por eso, temiendo no tener público, escribo los libros que me gustaría leer. Supongo que es lo mismo para los novelistas.

            Me gustaría terminar con una idea que ya he presentado aquí pero que podría tener fuerza, y que Hinsliff también menciona: diversos estudios sugieren que la lectura podría funcionar para prevenir el Alzheimer, por lo que leer un libro sería el equivalente de una docena de horas en el gimnasio tonificando los músculos. Una vez más, me enfrento al mismo obstáculo en mi argumentación: leer no significa necesariamente leer libros. Aunque dudo que leer tweets haga mucho para estimular el cerebro, tal vez leer cuentos cortos o artículos de revistas lo haga.

            Parece que aún no he terminado. Le dije a mi clase que me siento como un dinosaurio jurásico, aunque, a diferencia de las pobres bestias, veo que el asteroide se acerca a mí. Casualmente, mi sobrina me pidió ayer mi ejemplar de Fahrenheit 451 Ray Bradbury, la novela que mejor capta el miedo a que los libros puedan desaparecer algún día. En la sociedad distópica que Bradbury imaginó los libros están prohibidos, y los bomberos se han dado a la tarea de localizar los escondites ocultos donde algunos amantes de los libros aún los guardan y a encender piras funerarias con los volúmenes condenados. La solución que ofrece Bradbury es una vuelta a la oralidad, en la que los lectores aprenden de memoria el contenido de sus libros queridos y los transmiten de esta manera. Es sin duda una idea muy bonita, que François Truffaut ilustró maravillosamente en su adaptación cinematográfica, pero dudo que la memoria humana pueda contener tanto texto. Esa es la razón por la que inventamos la escritura después de usar el verso para la poesía épica.

            Así que, desde el parque jurásico os digo ¡vivan los libros y los que los aman!