CUENTO PUBLICADO EN MORDISCO. REVISTA DE CRÍTICA, LITERATURA Y ARTES, SEVILLA, NUM 4, PP 116-119, 2011. 

© Marta Tafalla, 2011

 

 

La directora del zoológico estaba fuera de sí. En los treinta años que llevaba al mando de aquel modesto zoo de provincias, nunca se había enfurecido tanto. Su secretaria apenas pudo entender qué decía cuando llegó al despacho vociferando completamente histérica. En general, doña Blanca Colinas era una mujer amable y serena, que invertía prudencia, pragmatismo y hasta ilusión en aquel rentable negocio heredado del abuelo. Se sentía muy orgullosa de cada uno de sus animales, de los lobos y las marmotas, los ciervos, los osos, las cebras y el dragón de Komodo. Conocía los nombres de cada uno, sus dietas y sus hábitos de sueño, y si alguien le recordaba que ella sólo poseía dos centenares de individuos que apenas representaban una treintena de especies, se burlaba de los zoos de ciudad que tenían más animales que visitas, como un teatro donde hubiera más actores a los que pagar, que visitantes que pagaran entrada. Pero de todos sus animales, de quienes más orgullosa se sentía era del grupo de cinco chimpancés, tres adultos y dos crías, que habían llegado como un regalo inesperado tres años atrás. La guardia civil los encontró encadenados y malnutridos en las instalaciones de un circo ilegal, y a falta de un lugar mejor, y gracias a la discreta intervención del suegro de Blanca, concejal de turismo, se los entregaron a ella en una conmovedora ceremonia retransmitida por la televisión local. Blanca les creó un espacio de dos hectáreas llenas de árboles, con lianas y casetas en las alturas; les dio atención veterinaria, les dio bien de comer, hizo dar biberones a las crías, los vio engordar, les regaló peluches, y los exhibía como su mejor atracción. Lo último que esperaba era que aquel grupo de chimpancés a los que tanto había mimado pudiera darle un disgusto tan tremendo, tan DESCOMUNAL, le gritó en mayúsculas a su secretaria. Jamás en la historia del zoo había ocurrido NADA SEMEJANTE.

La secretaria tragó saliva y se encogió tras su mesa sin saber qué decir ni qué hacer.

-¡Te he pedido ver a los cuidadores de los chimpancés! ¿Cuántas veces tengo que repetirlo?- bramó la directora poniéndose en jarras ante ella.

-Acabo de llamarles- se esforzó en decir.

Seguro que todo era culpa de aquel par de idiotas. Llevaban años en el zoo, conocían bien la casa y los animales, y Blanca supuso que sabrían ocuparse de los chimpancés. Qué error tan estúpido. Y todo por ahorrarse el sueldo de un especialista.

-Ya están aquí- anunció la secretaria al oír que llamaban a la puerta. Se levantó para abrir, y aprovechó para quedarse fuera.

Dos tipos altos y robustos, en la veintena, que habían echado a correr en cuanto los avisaron, entraron alarmados en el despacho. Tras ellos venía, más calmado pero con expresión inquieta, el veterinario, un hombre que rozaba ya los sesenta, barbudo y barrigudo, con una pipa apagada colgando de la comisura de los labios.

-Voy a contaros esta cosa absurda que ha sucedido y quiero que me deis una explicación –se precipitó la directora sin ni siquiera saludarlos primero -. Esta mañana ha venido a buscarme un vigilante porque una familia que estaba visitando el zoo quería poner una queja. Los he recibido, ¿y sabéis cuál era la queja? El matrimonio y su hija aseguraban que los chimpancés les habían insultado. ¡Que les habían dicho que olían mal! Yo naturalmente me eché a reír y le expliqué a la familia con toda la calma que los animales no hablan, que tenía que ser un error. Les acompañé a la instalación de los chimpancés, y les dije, “¿lo ven? Mis animales no hablan.” Pero entonces vi como nuestro chimpancé Paco se acercaba a la verja, nos miraba, y nos hacía señales con las manos. Esta familia me explicó que no eran señales, sino que Paco estaba hablando en la lengua de signos con que se comunican las personas sordas. Y lo que estaba diciendo era que la señora olía muy mal y que quería más naranjas. Luego se acercó la chimpancé Natalia y por suerte fue más diplomática y le dijo a la niña que le gustaba su pelo rojo. La niña le dio las gracias y le contestó que ella era muy guapa. Pero entonces Paco volvió a insistir, y de repente el padre cabreado le dijo que también él olía mal, y estuvieron cinco minutos intercambiando insultos, hasta que la familia se hartó y se largó. Yo pensaba que me estaba volviendo loca. ¿Cómo puede ser que mis animales hablen? ¡Y encima insulten a las visitas! Además la señora olía perfectamente, yo misma pude identificar el perfume que llevaba, y os aseguro que cuesta más de 300 euros. ¿Qué me decís a esto?

El veterinario se quedó estupefacto. Se dejó caer en una silla y se rascó el cuello, sin saber muy bien qué decir.

Los dos cuidadores se miraron dudosos. Blanca los apremió, impaciente.

-Fue por casualidad- acertó a decir uno de ellos.

-Ya sabía yo que habíais sido vosotros, pedazo de idiotas.

Hubo un intercambio de codazos, susurros y guiños.

-No lo hicimos con mala intención. Fue por la empresa de jardinería que contrataste hace tres años.

-¿Se puede saber qué tiene que ver una empresa de jardinería con que mis chimpancés hablen?- se desesperó la directora, dando un fuerte pisotón en el suelo.

-Que entre los trabajadores de la empresa estaban Esther y Raquel, dos hermanas que son muy guapas.

-¿Y?

-Esther y Raquel son sordas y se comunican por lengua de signos. Este y yo aprendimos su lengua para charlar con ellas, porque tienen unos ojos que te pierdes.

-Deberías fijarte con qué gracia y qué salero podan los rosales. Las flores están más bonitas desde que ellas las cuidan, y los cerezos dan más cerezas.

-No hay como ser joven- suspiró el veterinario -. ¿Y qué? ¿Habéis ligado o no?

-Si, gracias, hace meses que salimos los cuatro.

-Al principio nos costó mucho, pero luego nos ganamos su confianza. Vamos a pasear juntos a la playa, y salimos al campo con las bicis. También vamos al cine, vemos películas subtituladas para que puedan leerlas.

-Ahora queremos proponerles irnos los cuatro un fin de semana. ¿Qué nos aconsejarías? ¿Un parador saldría muy caro?

-¿Queréis ir al grano de una vez?- bramó la jefa.

-Pues… es que… a Esther y Raquel les gustaban mucho los chimpancés, y cuando nos pediste que les diéramos el biberón a las crías…

-Santo cielo.

-Pues se lo dieron ellas, mientras nosotros podábamos los frutales. Las crías les cogieron mucho cariño. Y cuando dejaron de darles biberón, las iban a ver cada día. Desde el principio, los pequeñuelos comenzaron a fijarse en los signos que hacían y a imitarlos. Nos hizo gracia, y entre los cuatro comenzamos a enseñarles algunas palabras. Nosotros lo hacíamos por ligar con las chicas. Luego nos sorprendió que aprendían mucho, no sólo los pequeños, también los adultos. Entonces buscamos por Internet, y descubrimos que en algunas universidades americanas les enseñan a hablar esa lengua.

-Pero esto no es una universidad americana, es un zoo de provincias. La gente viene a pasar unos días a la playa, y de paso visitan el zoo. Lo hacen para divertirse, no para que les insulten. Os prohíbo que sigáis enseñándoles a hablar a mis animales- la directora dio otro pisotón en el suelo, y se le saltó el tacón del zapato izquierdo. Se sacó el zapato, y lo miró consternada.

-Eso va a ser difícil- musitó uno de los cuidadores.

-Es que ya han aprendido- insistió el otro.

-Y además les gusta. No sólo hablan con nosotros, también lo hacen entre ellos.

-Santo cielo, ¿os dais cuenta de lo que habéis hecho? ¿Os dais cuenta de la catástrofe?- rugió la directora con el zapato en la mano y un pie descalzo.

-Pero yo creo, en mi modesta opinión- dijo uno de ellos -que no es nada malo. Los pobres se aburrían mucho, y hablar los distrae. Están aquí encerrados, y es como si hablar les diera un poco de libertad, como si les diera alas.

-Y también es útil. Ahora sabemos cuál es la comida favorita de cada uno, y si les duele algo nos lo dicen.

-Y nos pidieron pelotas para jugar.

-Y ver la tele. En el circo les ponían la tele. Así que les hemos instalado un televisor en la caseta donde duermen y se lo encendemos después de cenar. Se pelean por el canal, como todo el mundo. Y cada noche nos pedían bolitas blancas; durante semanas no entendimos qué demonios querían, pero al final comprendimos que pedían palomitas.

El veterinario escuchaba atentamente sin emitir más que algunos gruñidos y suspiros. La directora le clavó la mirada.

-¿No vas a decirles nada a este par de irresponsables? Diles que hablar es malo para la salud de los animales- ordenó ella blandiendo el zapato sin tacón.

El veterinario se rascó la barbilla y se quedó pensativo.

La directora se dirigió de nuevo a los cuidadores.

-Los animales no deben hablar, no es bueno para ellos. Son animales.

-Pero les gusta hacerlo. No les obligamos a aprender, aprendieron porque querían, como en un juego. Les divierte y les resulta útil.

-Pero les robáis su esencia, ¿no lo entendéis? Si los domesticamos tanto que incluso hablan, ¿qué gracia les queda? ¿Quieres decir algo de una maldita vez, Jerónimo, que para algo te pago un buen sueldo?- y de una patada se quitó el otro zapato y se quedó descalza.

-Discúlpame, queridísima Blanca, estoy atónito. Estas novedades me pillan ya muy mayor. Mirad, yo también creo que si les damos nuestro lenguaje les robamos algo de su naturaleza. No creo que tengamos derecho a hacerlo. Tenéis que comprender que no les habéis enseñado a comunicarse, porque ellos ya se comunicaban a su modo, sino que les habéis enseñado una lengua humana. Les enseñáis la manera humana de ver el mundo. Los habéis humanizado. Y eso no es bueno.

-Pero a estos animales los arrancaron de la selva, viven entre humanos, en un zoo- protestó uno de los cuidadores -. Ya que los hemos traído aquí, pues que se puedan comunicar con nosotros, ¿no?

-Eso deberían decidirlo los animales- afirmó el veterinario, y luego se rascó una oreja -. El problema es que para poderles preguntar si quieren aprender a hablar, primero hay que enseñarles a hablar. Curiosa paradoja. Pero en fin, ahora ya no tiene remedio. Dejemos de pensar en si estaba bien, y pensemos en las consecuencias.

-Nefastas- se lamentó la directora -. Me arruinarán el negocio.

-Poca gente entiende lengua de signos- intentó tranquilizarla uno de los cuidadores -. Nadie se había fijado hasta ahora, y mira que Paco lleva meses diciendo barbaridades a todo el mundo. Ni siquiera vosotros os habíais dado cuenta.

-Es desesperante- se desplomó Blanca en una silla junto al veterinario.

-¿Qué te preocupa tanto?- quiso saber Jerónimo.

-¿Qué me preocupa? Demonios. ¿Qué crees que dirán si hablan?

-Ya veo- asintió el veterinario -. Te preocupa que se quejen del zoo. A mí también. En cuanto alguien habla, comienza a protestar. Insultarán a las visitas y a nosotros. Cuando nos descuidemos tendrán un sindicato- se echó a reír -. Menos mal que el resto de animales no puede hablar lengua de signos.

-No, no es eso lo que me preocupa- dijo la directora.

-¿Y qué es?

-Vamos a ver, en esas universidades americanas donde los chimpancés hablan, ¿de qué demonios hablan?

-Pues de cosas normales- dijo uno de los cuidadores.

-Hablan de la comida, de cómo han dormido, de sexo, de hacerse viejos, de peleas entre ellos, de sus emociones, de amistad, de sus hijos, de la muerte.

-Y cuentan mentirijillas, y hacen chistes malísimos.

-Eso es lo que me preocupa.

-Ahora no entiendo a dónde quieres ir a parar- dijo el veterinario.

-La gente viene al zoo a ver animales salvajes, exóticos, extraños, que les exciten la fantasía. Les gustan porque son misteriosos, porque están fuera del lenguaje y la razón. Pero si los animales hablan, hablarán de lo mismo que hablamos nosotros, y el misterio se habrá acabado.

-Mmmm- murmuró el veterinario dudoso.

-Nuestros visitantes vendrán buscando fantasía, y nosotros les daremos un espejo. Verán que esos animales son como nosotros.

El veterinario se rascó la frente.

-Y aún verán algo peor- añadió Blanca -. Verán que somos como ellos.