©  Marta Tafalla, 2009

 

 

Conseguí el taxi a dos calles de la estación, que había sucumbido a un caos de retrasos, informaciones confusas y viajeros desorientados. Subí al coche a toda prisa, y apremié al conductor para que corriera hacia la universidad. Llegaba tarde a dar una conferencia, y no lograba contactar por móvil con la persona que me había invitado. Mientras el taxista intentaba abrirse camino a través del tráfico endemoniado con que se despertaba la ciudad a primera hora de la mañana, abrí el portátil sobre mis rodillas, dispuesta a aprovechar hasta el último minuto para introducir algunas correcciones en mi ponencia.

-¿Por dónde prefiere que la lleve?- preguntó luciendo una parsimonia que no sonaba muy acorde con la situación.

-Por donde lleguemos antes- contesté, comenzando a reescribir algunas frases.

Él me observó por el retrovisor, y asintió para sí mismo.

-Es usted profesora.

Fácil deducción, pensé, hace ya unas cuantas canas y patas de gallo que no tengo aspecto de joven estudiante. Contesté con un escueto sí, tratando de ganar tiempo y silencio para mis notas.

-¿Y de qué da usted clases?- insistió.

-Enseño Derecho en la Complutense. Y hoy tengo una conferencia en su universidad. Si es que llegamos a tiempo, claro.

-Descuide. Qué buena profesión tiene usted.

-No le diré que no- concedí.

-Mi niña también es de su gremio- dijo volviéndose un instante para mostrarme una enorme sonrisa y guiñarme un ojo.

-¿Abogado?

-Profesora. Está en un colegio, en primaria, con los niños chicos. Los chavalines la adoran, a veces hasta la llaman mamá. Estoy orgulloso de ella. Ser profesor es una gran cosa, educar a las generaciones futuras. El progreso, ya sabe.

Mi taxista adelantó a otro coche de forma no muy ortodoxa, y recibió a cambio un coro de cláxons e insultos sin inmutarse.

-Mi niña siempre quiso ser profesora, ¿sabe? Le encantan los críos. Pero le costaba horrores estudiar. Se pasaba horas encerrada en su cuarto con los libros y luego suspendía.

Demonios. No sólo estaba llegando tarde y necesitaba todavía retocar mi conferencia, sino que me había caído en suerte uno de esos conductores generosos con su tiempo y su charla, dispuesto a convertir la carrera en una amigable conversación de bar. Supe que no habría manera humana de impedirlo, así que encendí el piloto automático de mis “síes” y “ahs” y “ohs”, mientras me concentraba en reescribir las últimas páginas de mi texto.

-El primer curso aún lo fue sacando, pero en el segundo se encalló. El examen de psicología lo llegó a suspender tres veces, y la asignatura de música cuatro. La pobrecilla lo pasaba fatal. Le acabamos poniendo un profe particular que le echara una mano y al final aprobó. Luego en tercer curso las prácticas en una escuela le fueron fantásticas, pero le suspendieron la memoria, y al final necesitó echar otro año entero.

-Mmmm.

-Pero mi niña tiene mucha voluntad, y siempre la animamos. Siempre le dijimos: si es lo que tú quieres hacer, te apoyaremos.

-Ah- dije yo, suprimiendo un párrafo entero.

-Yo quise pagarle una universidad privada, ¿sabe usted? Se lo dije cuando suspendió los primeros exámenes. Porque la niña ponía tanta ilusión que se lo merecía. Estaba dispuesto a pedir un crédito. Pero ella se negó, no quería que gastáramos tanto dinero en sus estudios. Es una buena muchacha.

-Mmmmm.

-Nosotros somos una familia modesta. Mi señora trabaja en una frutería, y a mí ya me ve, aquí en el taxi desde que tenía 20 años. Para mi hija quería una vida mejor.

-Claro.

-¿Y sabe qué se le ocurrió a mi señora? Se empeñó en que llevara chuletas. Mi señora es muy apañada, y se las cosía en el forro de la falda, imagínese. Para cada examen preparaba una falda diferente con sus chuletas cosidas. Nunca había tenido tantas faldas. Todas minis. Fue así como se echó novio. Un chaval muy majo, electricista. Yo le digo que ahora sí que tiene un buen enchufe, pero a mi niña no le gusta la broma.

Miré mi reloj. Intenté, de nuevo sin éxito, contactar con el profesor que me había invitado. Y no tuve otro remedio que escuchar, durante cuatro semáforos, dos infracciones más y otro chaparrón de insultos, un repaso en detalle de todas las peripecias y penalidades de la hija del taxista para conseguir una plaza como maestra. Ya querrían los exploradores de tierras ignotas, los aventureros que ascienden montañas de nieves perennes, los descubridores de nuevas especies en el rincón más remoto de la selva o los viajeros interestelares contar con un cronista tan entusiasta de sus hazañas. Así narrada, la historia de su hija parecía una epopeya. Una muchacha afortunada, pensé. No hay nada como una buena narración para transfigurar en una fabulosa aventura los sucesos más prosaicos de la vida cotidiana. Quizás se podría llegar a afirmar que no existen vidas grises y vidas emocionantes, sino narraciones grises y narraciones emocionantes.

Acabé la corrección de mis notas.

-Celebro que al final todo saliera bien- le dije -. ¿Y está contenta con su trabajo?

-Oh, sí, con los niños es feliz.

Reconocí la Facultad de Derecho en la siguiente esquina.

-Me alegro por ella. ¿Es su única hija?- pregunté, mientras cerraba el portátil y comprobaba el móvil en vano por última vez.

El taxista condujo hasta la puerta principal de la Facultad, se detuvo en doble fila, y me dijo cuánto le debía.

-¿Es hija única?- repetí yo, contando las monedas.

-No, también tengo un chaval, el mayor.

-Vaya- me sorprendí, mientras le tendía el dinero -. ¿También es profesor?

Él se volvió para tomar el dinero de mi mano. No me miró.

-Es neurocirujano.

Me quedé atónita.

El taxista volvió a girarse hacia mí para darme el cambio.

-¿Necesita un recibo?

-No hace falta.

Me quedé un instante sin saber qué hacer. Bajarse del taxi en aquel momento era como cerrar una novela justo antes del desenlace.

Él me miró impaciente por el retrovisor, esperando a que saliera.

-¿Trabaja su hijo en algún hospital de por aquí?- insistí yo.

-Mi hijo se largó a África a cuidar negritos. Que tenga usted un buen día.

Escuché el sonido de un libro que se cierra.

Le miré sin contestarle.

Un coche nos pitó, estábamos interrumpiendo el tráfico.

-Estará usted orgulloso- afirmé, sabiendo perfectamente que le estaba diciendo lo que no deseaba escuchar.

Se volvió hacia mí con un gesto nervioso.

-Diez horas al taxi que hago cada día. Le pagué el mejor máster en Londres. No se le hace esto a un padre.

Bajé del taxi con un mero adiós. Desde la acera vi su rostro por última vez, el ceño fruncido, los labios apretados. Cuando se incorporó de nuevo a la circulación casi embistió a una furgoneta. El conductor le gritó unos cuantos improperios, y él ni siquiera le contestó. Lo vi marcharse calle abajo, llevándose consigo una historia que apenas me había dejado vislumbrar, desapareciendo con ella para siempre engullido por la actividad frenética de la mañana.

¿Cómo había sido tan estúpida para dejarme engañar? Aquella crónica de padre entrañable que me había soltado durante media hora no era más que un disfraz tejido de palabras y destinado a ocultar su verdadera historia. Era lo que contaba para no tener que contar. Y aquella pobre muchacha erigida en protagonista no era más que un refugio. La solicitud con que hablaba de ella, el reflejo de su decepción. Aquel hombre llevaba consigo un tesoro fascinante, un novelón sobre el hijo de un taxista y una dependienta capaz de triunfar en una de esas profesiones que simbolizan el éxito absoluto; más una tragedia familiar de las de antaño y siempre, forjada de desencuentros entre un padre y su primogénito; y hasta una historia de aventuras en África, de vete a saber cuántos peligros y pasiones en el continente donde comenzó la aventura humana. Y el muy cabrón me la había estafado. Se la estafaba también a sí mismo. ¿Cómo se le habría ocurrido a aquel joven irse a África? ¿Habrían sido las palabras de un viejo amigo reencontrado en un bar, algún documental de madrugada en una noche de insomnio, quizás una vocación clara y callada desde el día que inició sus estudios de medicina? ¿Y cómo habría sido su primer día allí? ¿Con cuántas maletas se bajó del avión? ¿Llegó firmemente convencido, entusiasmado, tal vez dudando de su decisión, casi a punto de arrepentirse, sin atreverse a pensar? ¿Y sus comienzos en el hospital? ¿Cómo se habituaron sus maneras educadas en un sofisticado hospital de Londres a la escasez que sólo se suple con imaginación y empeño? ¿Cuánto tiempo habría transcurrido ya desde entonces? ¿Hablaría ya la lengua de su país de acogida? ¿Habría visitado aldeas remotas recorriendo la sabana y durmiendo al raso? ¿Amaría los cielos africanos? ¿Conocería el nombre de sus constelaciones? ¿Le fascinarían sus paisajes? ¿Cómo le llamarían los niños? ¿Les enseñaría juegos de su infancia? ¿Le enseñarían a él sus canciones? ¿Harían chistes sobre su pésimo acento? ¿Hablarían de él las mujeres en los pueblos? ¿Jugaría a fútbol con sus colegas? ¿Sería delantero o tal vez defensa? ¿O quizás el entrenador del equipo del hospital? ¿Se habría enamorado? ¿Esperaría su novia un hijo mestizo? ¿Añoraría a su familia? ¿Llamaría cada semana a su madre? ¿Habrían ido su madre y su hermana a visitarle? Jamás podré saberlo. Maldito padre charlatán. Y todo, porque él esperaba otra cosa de su hijo. Malditas esperanzas cuando nos encierran en nosotros mismos y no nos dejan ver más allá de nuestros deseos. Nada nos impide más conocer a los otros, que lo que esperamos de ellos.