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©  Marta Tafalla, 2009



I

-Me temo que nos hemos perdido- admitió el padre, conduciendo cada vez más despacio.

-No quisiste hacer caso de aquel cartel que vimos- respondió su mujer, sentada a su lado y atrapada bajo un inmenso mapa de carreteras que no conseguía doblar.

-¿Te refieres a un trozo de madera que colgaba de un árbol, pintado a mano de color lila?

-Hombre, es que el campo es como es.

-Yo no sé si esto es el campo o la edad de piedra, Concha. No hemos visto un maldito pueblo en media hora y no tenemos cobertura. Quizás debería dar media vuelta.

-Papá, ¿falta mucho?- se impacientó una voz de pito en el asiento de atrás.

-No me des la vara, Carlitos- contestó su padre.

-Ay, Mariona me ha tirado de los pelos- se quejó el niño.

-Mariona, cariño, por favor, no molestes a tu hermano- rogó la madre, todavía buceando bajo el mapa.

-En mala hora te hice yo caso con la moda tonta ésta del turismo rural- rezongó el padre -. Con lo bien que estuvimos el año pasado en Alicante. ¡Mira que cruzar media España para venir a este secarral! Y con la hora que es, como no encontremos pronto el camino aún acabaremos durmiendo en el coche.

-Ay, Mariona me ha quitado una bamba- pataleó Carlitos.

-Mariona, cielo, pónsela otra vez- rogó la madre.

-¡Ay!- suspiró entonces la abuela, sentada junto a sus nietos -. ¡Ay, qué pena tan grande! ¡Qué congoja!

-¿Y a usted qué diablos le pasa?- protestó el padre.

-Mi pobre Eusebio, mira que abandonarlo como a un perro para venirnos de vacaciones.

-¡Abandonarlo!- rugió el padre -. Si me sale más cara su residencia que la pensión completa de los cinco en el tugurio de mala muerte al que vamos. Mire, abuela, no se me queje, ¿eh?

-Que no es un tugurio, hombre, es una preciosa casita rural con huerto y gallinas- trató de calmarlo Concha.

-¡Cuánto lo echo de menos!- insistió la abuela.

-No se preocupe usted, que en pocos días nos lo devuelven. Claro que eso será si él quiere volver. Ya veremos qué pasa cuando aquellas enfermeras tan monas empiecen a ponerle el termómetro y las lavativas. A ver quién coño le hace regresar con usted.

-Antonio, no seas desagradable- se indignó Concha.

-Qué mal me saben estas vacaciones- murmuró la viejita todavía una vez más.

-Pues haberlo dicho antes y la dejábamos en casa apolillándose- le espetó él -. Encima que la ventilamos y todavía protesta.

-Ay, Mariona me ha pellizcado.

-¿Es que eres tonto o qué?- lo riñó el padre -. Tírale a ella de las trenzas.

-¡Antonio!- protestó la madre.

-¡Papá!- berreó Mariona.

-¡Mi Eusebio!- lloró la abuela.

-¿Queréis calmaros todos de una vez?

Un segundo de silencio.

-¡Ay, Carlitos me ha tirado de las trenzas!

-¡Ay, Mariona me ha tirado del pelo!

-¡Demonios de niña, estate quieta!- bramó el padre.

-Es que me aburro. ¿Cuánto falta?

-Para el guantazo que te voy a dar si no te callas falta muy poco.

-Antonio, por favor.

-Tengo pis- dijo Carlitos.

-Mirad- propuso el padre, intentando no perder los nervios -. Vamos a parar un minuto a estudiar el mapa, y vemos si merece la pena seguir o nos damos media vuelta.

El padre detuvo el coche a un lado de la carretera, liberó a su mujer de la sábana que la cubría, y extendió el mapa sobre el capó. Le dolía la espalda de conducir durante horas y tenía el depósito de la paciencia bajo mínimos, pero intentó concentrarse una vez más.

Los niños saltaron del coche y echaron a correr entre los árboles, persiguiéndose y atropellándose. La abuela se quedó dentro sorbiendo nostalgias.

Concha bajó a estirar las piernas. La recibió un sereno paisaje de encinas y brezos que se extendía en colinas hasta el horizonte, y sobre el que la noche comenzaba a posarse. Un viento suave le acarició la piel, cargado de perfumes de abril y sonidos vespertinos, crujir de ramitas, aleteos de murciélagos, voces de criaturas nocturnas que se desperezaban en el hueco de un viejo alcornoque mientras los últimos restos de azul se desvanecían en un firmamento estrellado. Concha acarició un madroño, una de las escasas plantas que reconocía. Por un instante se acordó de cuando era niña y quería ser bióloga. Entonces se había imaginado a sí misma de mayor trabajando en lugares como aquél, conociendo el nombre en latín de cada planta, identificando a cada pájaro por su voz, distinguiendo huellas y siguiendo rastros. La pequeña Conchita, con sus coletas y sus rodillas peladas de trepar por los pinos del parque, había decidido que de mayor sería una sabia guardiana de los bosques, una científica que recorrería todos los caminos y conocería los secretos que alberga cada madriguera, alguien que formaría parte de la naturaleza y de quien los animales ya no se asustarían. Fantaseaba incluso con descubrir alguna especie y poder bautizarla. Concha todavía guardaba la larga lista de nombres, a cuál más variopinto, que había preparado para cuando llegara el día del feliz descubrimiento. Benditos sueños de infancia. Se quedó embarazada en el último curso de bachillerato. Vinieron los niños, la casa, el trabajo en la panadería. ¿Cómo iba ella ya a poder estudiar? Eso era para otros. Para otra vida. Una vez, el año pasado, mientras los críos estaban de colonias y ella había tenido quince días, nada menos que quince días de paz, cuidando tan sólo de su marido y sus padres, se había descubierto ojeando los folletos de unos cursos de jardinería. Por un instante había acariciado aquella versión abreviada de su sueño, quizás la posibilidad, una tarde a la semana. Incluso había ido a preguntar, y saludado a la profesora. Resultó ser una chavala más joven que ella, simpática y decidida, que la invitó a sentarse y le ofreció un café. Compartieron un rato charlando, y cuando Concha le explicó tímidamente su situación, la muchacha le insistió en que se apuntara, que se lo debía a sí misma. Le habló con un entusiasmo contagioso de la generosidad con uno mismo, de la fidelidad a los sueños, y Concha, arrastrada por su voz melodiosa, sus gestos cálidos y su convicción, respondió que sí, le prometió apuntarse, y ambas se despidieron con un abrazo de complicidad femenina y un “hasta la semana que viene”. Aquella tarde dio un largo paseo por el parque antes de volver a casa, fijándose atentamente en las formas de las hojas de cada arbusto, en los colores de las libélulas, y en la última luz del día que encendía las copas de los árboles. Luego regresaron los pequeños, las dos lavadoras diarias, las montañas de plancha, las compras para seis personas, los deberes, el fútbol de Carlitos los lunes y miércoles, el balet de Mariona los martes y jueves, las comidas familiares los domingos, las reuniones de padres, los médicos de los abuelos, las reuniones de vecinos, el pleito con el maldito cabrón del ático, y el folleto desapareció en algún cajón. Así que miraba aquel paisaje y no conocía los nombres de ninguna de sus criaturas, y asumía que ya nunca tendría tiempo para dedicarse a aprenderlos. Ahora ese tipo de cosas le parecían un lujo inalcanzable. Por eso había descubierto con pasión el turismo rural, quizás su última oportunidad de no renunciar a aquel deseo de niña, aunque sólo fuera por vacaciones, como entonces, por semana santa, y aunque le costara los enfados de Antonio, que prefería derrochar sus pocos días en la piscina abarrotada de un hotel de veinte pisos. Ella necesitaba ese contacto con la naturaleza, oler los bosques, pasear por la hierba. Y quería que sus hijos también lo tuvieran. Estaba dispuesta a luchar por aquel nuevo tipo de vacaciones.

-Ya sé dónde estamos- anunció el padre -. Hace un rato nos saltamos un desvío. Tenemos que retroceder y cogerlo. Luego, a los cinco kilómetros encontraremos un camino de tierra que nos llevará a la maldita casa rural, donde espero que nos tengan preparada una buena cena. Así que todos al coche. A ver, niños, ¿habéis acabado de mear, o qué?

-¡Yo he meado encima de una lagartija!- se pavoneó Carlitos.

-Y encima de tus bambas, tonto- rió Mariona.

-Esto no es pis, es que estaba mojado.

-¿Dónde te has metido, criatura?- lo examinó Concha -. Mira cómo te has puesto.

-¡Qué asco!- gritó su hermana -. Que no se siente a mi lado.

-No te preocupes, tú vas en la limusina- le abrió la puerta su padre.

Los dos niños se chillaron uno a otro, y el viento esparció sus voces por el encinar como si fueran dos animalillos más.

La familia volvió a subirse al coche. Dieron media vuelta, y se marcharon por donde habían venido.

-No corras, Antonio, que está muy oscuro- rogó Concha.

-Tengo hambre, coño. Y llevo las luces.

-Pero la maleza a los bordes es muy espesa.

-¿Y qué demonios me estorba a mí la maleza? Comprueba a ver si por aquí tenemos cobertura.

-Ahora no sé dónde está el móvil, Antonio.

-Espera, lo llevo yo en el bolsillo de atrás. A ver.

-¿Te ayudo?

-Ya puedo, aquí está.

-Dámelo, ya lo compruebo yo.

-Es igual, ya lo miro.

De repente notaron que habían tropezado con algo.

-¡Cuidado!- se alarmó Concha.

-¡Un bache!- se quejó la abuela.

-¿Qué pasa?- preguntaron los niños.

-Frena, frena- rogó Concha -. Que he visto unos ojos, madre mía, que hemos atropellado algún bicho.

-A ver si os calmáis todos- bramó el padre -. No era más que un gato callejero, pero no lo he tocado, sólo lo he asustado.

-¿Cómo que no lo has tocado? Pero si hemos atropellado algo, Antonio.

-Que te digo que no, que por el retrovisor lo he visto salir corriendo.

-No me mientas, Antonio.

-Papá, ¿has atropellado un gato?- lloriqueó el niño.

-Claro que no, hijo. Tu madre, que es una histérica.

-Para, Antonio, déjame comprobarlo.

-¿Y para qué coño voy a parar ahora? ¿Qué te piensas, que el bicho se ha quedado esperando a que tú volvieras para charlar contigo? A ver si nos calmamos todos de una vez y conseguimos llegar a la maldita casa rural. Me muero de hambre. Sí que hay cobertura. Hazme el favor de llamar y confirmar que vamos. No sea que cuando lleguemos ya hayan cerrado la cocina.

 

 

 

II

 

El amanecer los encontró felizmente dormidos en sus habitaciones. Sólo Concha se levantó con el día, se arregló en silencio, y salió a pasear por el exterior de la casa, contemplando alzarse el sol sobre encinas y alcornoques. Madrugar y salir a caminar era su ritual privado de cada mañana, su único momento de tranquilidad en todo el día para pensar en sus cosas, o a menudo, para no tener que pensar en nada. Disfrutaba de esos ratitos de calma como de un preciado tesoro, incluso cuando iba cansada y se le llenaban de bostezos. Y estaba acostumbrada a que luego, en cuanto regresaba a casa para el desayuno en familia, un alboroto de voces pusiera fin a su paz y ya no pudiera recuperarla hasta el día siguiente. Disponer de ese momento en aquel lugar, rodeada de un silencio que alcanzaba hasta el horizonte, y que tan sólo interrumpían gallos y golondrinas, era un verdadero placer. Cerró los ojos y respiró hondo. Era el primero de sus días de vacaciones en la naturaleza, y dio gracias por él.

Oyó unas voces que la saludaban desde la casa. El matrimonio que la regentaba estaban desayunando en la cocina, y la mujer se asomó por la ventana para ofrecerle una taza de café. Eran una pareja de sesentones regordetes y sonrosados, de maneras francas y fuerte acento del lugar, que a Concha le habían encantado. Charlaron los tres un rato en el porche, y luego la mujer la llevó a ver el huerto donde cultivaban un centenar de árboles frutales y algunas verduras, y le mostró la docena de gallinas que picoteaban en el corral, perezosamente vigiladas por un par de chuchos sin raza, que aceptaron coquetos las caricias de las dos mujeres. La paz matinal duró todavía unos minutos más, mientras las dos charlaban en la cocina. Hasta que un terremoto se precipitó por las escaleras.

-¿Qué hay para desayunar?

-¡Mamá! ¿Dónde estás?

Concha entró a recibirlos al comedor. La besaron los niños todavía en pijama, la abuela con su bata rosa, y Antonio ya preparado con sombrero y cámara al cuello.

-Yo quiero ensaimadas con chocolate- pidió Mariona.

-Las ensaimadas no llevan chocolate, eso son los crusanes- corrigió Carlitos.

-Se dice croasán. Y yo quiero ensaimada y que lleve chocolate. ¿Verdad, mamá, que me lo pueden hacer?

-No, hija, aquí no tienen ni una cosa ni otra. Vamos, sentaos los dos.

La dueña de la casa preparó una mesa bien surtida de tostadas, mermeladas, cereales, frutas y quesos, y tras las enérgicas protestas de Antonio sacó también una fuente de embutidos. Aún no había acabado de atenderles, cuando bajaron a desayunar una pareja de ancianos, y poco después tres muchachas de voces cantarinas que no paraban de reír. La dueña les sirvió a todos, y luego encendió un televisor colocado en lo alto de la pared. En el canal local daban las noticias de la mañana, y Concha miró con curiosidad. Se veían imágenes de un mercado al aire libre, y una periodista entrevistaba a los vendedores. Los críos hacían tanto ruido que era imposible oír nada.

-¿Podéis bajar un poco la voz? Me gustaría escuchar las noticias. A lo mejor recomiendan algún sitio adonde ir.

-Yo quiero leche- pidió Mariona.

-No puedes tomar leche, que te sienta mal. Tomarás zumo. Qué paciencia hay que tener con vosotros.

-¿Qué os apetece hacer hoy?- preguntó Antonio -. Hay un pueblo bastante grande a unos cuarenta kilómetros, podríamos coger el coche e ir a pasar el día.

-También podríamos caminar un poco- sugirió Concha.

-A mí no me hagáis caminar- protestó la abuela -. Yo me quedo en el balcón.

La puerta de la casa se abrió, y anunciándose con un par de saludos entraron dos hombres jóvenes. Llevaban uniformes verdes y botas altas, y Concha, que los siguió con la mirada, supuso que serían algún tipo de guardia forestal. Atravesaron el comedor deseándoles buen provecho, entraron en la cocina, y Concha vio a través de la puerta abierta como la dueña les preparaba unos bocadillos.

-Mamá, ¿verdad que nos bañaremos en la piscina?- preguntó Mariona.

-Yo quiero bañarme en el río. Tú dijiste que había un río- pidió Carlitos.

-Pero en el río no se puede nadar, y yo tengo que practicar, que he aprendido a hacer mariposa- insistió Mariona, mostrando sus habilidades con la tostada en una mano y el tarro de mermelada en la otra.

-Deja el bote en la mesa, que me vas a dar un disgusto.

Concha volvió la mirada hacia la cocina. Vio que los dos hombres estaban explicando algo a los dueños de la casa, y que de repente la mujer se tapaba la cara con las manos como si le hubieran contado algo terrible. ¿Qué habría pasado? Sólo si los niños no hicieran tanto ruido.

-Mamá, ¿has cogido mi bañador rosa?

Concha vio que la expresión de los dueños se había vuelto severa. Intentó discernir de qué hablaban, pero desde la mesa era imposible oírles.

-Mamá, ¿has cogido mi bañador rosa?

-Sí, hija, qué pesada, está en la maleta.

-¿Y el amarillo de flores también?

-También.

Uno de los hombres, al que Concha sólo veía de perfil, dijo algo muy enfadado, y el dueño hizo un gesto nervioso y golpeó la mesa con el puño. ¿Qué estaría pasando?

-Pues yo sé cogerme mi bañador yo solo- dijo Carlitos -. ¿A que sí, mamá?

Concha se levantó. Cogió una jarra de zumo vacía y la devolvió a la cocina. Se dirigió a la dueña, y le planteó un par de cuestiones sobre los alrededores. La mujer la cogió del brazo, la llevó al otro extremo de la cocina, y la atendió amablemente, aunque Concha notó que había palidecido y hablaba en voz más baja. Concha estiró la conversación tanto como pudo, mientras de reojo observaba a los hombres. Ellos no se habían fijado en su presencia. Por fin pudo oír de qué hablaban.

-Se acabó- dijo uno de ellos -. Hemos perdido la batalla.

-Jaime, hombre, no seas así- intentó animarlo el dueño -. Tú has vivido cosas muy duras, pero siempre has salido adelante.

-Yo puedo salir adelante, pero por desgracia él no.

-Encontraremos una solución- insistió el dueño.

-Sólo hay una solución- dijo el otro hombre -. Reconocer su territorio y protegerlo. Y si hace falta, cerrarlo.

-¡Hombre, Paco, no me jodas!- protestó el dueño -. Cerrarlo no puede ser, el turismo es bueno, la gente quiere venir al campo.

-Pues para el campo sería mejor que no vinieran- cortó Paco -. El campo no necesita que lo vengan a ver.

-¿Ah, no?- se irritó el dueño -. ¿Y de qué vamos a vivir la gente del campo? ¿De qué voy a vivir yo?

-Ese es tu problema, no el problema del campo.

-Venga, ahora no os peléis vosotros- se interpuso Jaime -. Eso no va a pasar. Ningún político se atrevería a tomar una decisión así.

-El problema es que nadie se atreve a hacer nada- corrigió Paco -. Es el tercer atropello en un mes. Tenemos una población de doscientos ejemplares. ¿Cuánto vamos a poder resistir?

-No es momento para hacer pronósticos- cortó el dueño -. Ha sido una mala experiencia y estáis muy afectados. Venga, que saco el cognac y nos sentamos un momento al sol.

-Si lo hubieras visto- dijo Jaime -. Ese pobre animal, destrozado. Una carretera recta, con total visibilidad. ¿Quién puede ser tan imbécil como para atropellar a un animal así? Y una hembra embarazada. Cuando la cogí en brazos para subirla al coche no pude contener las lágrimas.

-Verás cuando la vean los del Proyecto Lince- dijo Paco -. Ahora vamos para allá.

Concha regresó a la mesa. Se sentó de nuevo entre sus niños.

-Concha, ¿has probado esta longaniza?- dijo Antonio -. Está riquísima. ¿Por qué no le preguntas a la jefa si nos vendería alguna para llevarnos?

-Mamá, yo quiero nadar en el río con mi flotador- dijo Carlitos.

-¿El flotador?- se burló Mariona -. Seguro que te lo has olvidado. Y como sin él no sabes nadar…

-Yo no me he olvidado el flotador- respondió Carlitos.

-¿Lo has cogido?

-No.

-¿Lo ves?

-Lo habrá cogido mamá.

-A ver, mamá- preguntó Mariona -. ¿Has cogido el flotador de Carlitos?

-Mamá, que si has cogido el flotador.

-¡Mamá! ¡Que si has cogido el flotador!

-¡Mamá!