CUENTO PUBLICADO EN CUADERNOS DEL ATENEO DE LA LAGUNA, LA LAGUNA, NUM 29, PP 103-111, 2011.

©  Marta Tafalla, 2011



 

Ángela empujó su bandeja por los raíles del self-service y se sumó a la cola en la que avanzaban impacientes un tropel de estudiantes tan hambrientos como ruidosos, algunos profesores más ruidosos aún, un grupo de administrativos que iban cantando cumpleaños feliz a una compañera, y un par de jardineros que avanzaban en silencio luciendo el brillo del sol todavía prendado en el cabello y la piel, y en los que la mirada de Ángela se detuvo por un instante con una brizna de placer. Tras ella, Julia no dejaba de vocear por el móvil y garabatear notas en una servilleta que se le resbalaba por la bandeja. Ángela bostezó sin disimulos mientras escogía macarrones con verduras, y después de echar un vistazo despectivo a los segundos platos, se llevó una manzana y un yogur, y como premio la eterna reprimenda de Lucía, la camarera, quien consideraba que la señora catedrática comía poco y mal, y mientras sus libros eran cada vez más gruesos, ella se estaba quedando más esquelética. Ángela rió con gusto el nuevo chiste, y su risa acabó en otro bostezo. Había madrugado para poner el último examen del curso, luego se había encerrado a corregir de un tirón, y ahora que por fin había acabado, pasadas las tres de la tarde, con un sol de verano que se derramaba generoso sobre todas las cosas, le apetecía más echarse una siesta en alguno de los prados del campus que comer.

 

Ángela escogió una mesa en una zona tranquila al final de la terraza, mientras Julia continuaba gritándole su enfado al móvil y haciendo equilibrios imposibles con la bandeja. Se pusieron cómodas, protegidas del sol bajo una amplia sombrilla blanca. Llevaban celebrando aquel ritual, comer juntas en la cafetería de la facultad cada jueves, desde que habían entrado como estudiantes, más de cuarenta años atrás. Se habían conocido allí mismo, su primera semana en la universidad, cuando ambas eran dos criaturas de 18 años que se dejaban encandilar por cualquier cosa y se enamoraban de todos los chicos, tan rebosantes de sueños e ideales como de timidez y torpeza. Aquel primer jueves, Julia estaba comiendo sola en la cafetería cuando Ángela, también sola, le preguntó si el sitio justo enfrente estaba libre. Se sonrieron, comenzaron a hablar, continuaron de parlique pasado el postre y el café, y cuatro décadas después, proseguían incansables aquella misma primera conversación.

 

Cuando se conocieron, Ángela comenzaba sus estudios de historia del arte y Julia los suyos de filología inglesa, de modo que nunca fueron compañeras de clase, pero entablaron una amistad que pronto decidieron mimar con los ritos particulares que inventaron para ella. Quizás, si al acabar la carrera ambas hubieran abandonado la universidad, el afecto y la complicidad se habrían ido diluyendo con la distancia, y su amistad se habría convertido en un álbum de fotos conservado entre enciclopedias y adornos en una estantería del salón. Pero cuando las dos optaron por intentar una carrera académica, se encontraron viviendo de forma paralela las mismas esperanzas y, bien pronto, idénticos temores, decepciones, cabreos, broncas, renuncias y nuevas alegrías. Juntas descubrieron el placer de la investigación y de dar clases, pero también se contaron una a otra sus primeros errores, los tropiezos con obstáculos inesperados, las guerras internas que se labran en cada facultad, las sutiles y solemnes artes de la burocracia, y muchas veces, tras largas horas de trabajo en la biblioteca, se preguntaron de nuevo una a otra si todo aquello merecía la pena o estaban malbaratando su juventud. Así, su amistad se reveló como la alianza que les permitió resistir y crecer juntas.

 

Durante años se leyeron mutuamente fragmentos inacabables de sus tesis doctorales, se acompañaron a impartir las primeras conferencias, y compartieron noches de discoteca hasta el desayuno, borracheras de playa y desesperados amores imposibles. Su amistad afrontó el reto más difícil cuando Julia logró una beca posdoctoral en la Universidad de Chicago e intentó, durante seis largos años, abrirse camino en Estados Unidos. Salvar su cercanía exigió entonces gruesas facturas de teléfono y regulares visitas de Ángela. Pero cuando Julia finalmente regresó, en parte dolida por su fracaso y en parte aliviada de volver a casa, incapaz de decidir si había vivido la mayor aventura o cometido el peor de los errores, su amistad se reforzó todavía más, y se hizo ya inquebrantable.

 

Con el regreso de Julia volvió el ritual de las comidas de los jueves. Otros ritos, en cambio, como las llamadas telefónicas que de jóvenes habían dado sentido a las tardes de domingo, se diluyeron en una lluvia intermitente de emails en cualquier momento del día o de la noche. Y se enorgullecían de haber salvado rituales que, por más difíciles, habían adquirido carácter sagrado, como era pasar juntas la noche de fin de año, aunque para ello tuvieran que arrastrar consigo novios sucesivos, maridos, hijos, y al final hasta a sus nietos.

 

-Disculpa- dijo Julia cuando colgó al fin -. Es el simposio que organizo para la semana próxima. El conferenciante principal me ha llamado esta mañana desde Chicago, vamos, me ha despertado a las seis, para decirme que se había caído en la ducha y estaba en el hospital con las dos piernas rotas. ¿Y a quién le propongo yo ahora una conferencia inaugural con una semana de plazo? Demonios. Espero que tu mañana haya sido mejor que la mía.

 

-Agotadora. Pero ya he acabado con todo y soy una mujer libre. No pienso hacer nada de provecho en toda la tarde. ¿Y qué tal la tuya, a parte de las piernas rotas?

 

-¿Quieres que te cuente cómo se ha roto las dos piernas? Tiñéndose el pelo en la ducha. ¿Desde cuándo un catedrático de poesía sesentón se tiñe el pelo en la ducha? ¿No puede pagarse la peluquería? ¿Y por qué demonios se lo tiñe? Estas patatas están nadando en aceite.

 

-Y además saladas, qué ricas- rió Ángela robándole una con los dedos -. ¿Y qué tal te ha ido el resto del día?

 

-Catastrófico.

 

-Vamos, no puede irte todo tan mal. Tus vacaciones te están esperando impacientes.

 

-Vacaciones que yo voy a desaprovechar escribiendo cosas aburridísimas.

 

-Cálmate- se echó a reír Ángela, acostumbrada a los días negros de Julia -. Si escribir te encanta. Y además vas a hacerlo en ese paraíso que tienes en Tamariu, rodeada de tus nietos. Creo que te haré una visita con los míos.

 

-¿Alguna vez has intentado escribir sobre la literatura inglesa de los años 80 con cinco bestias salvajes ululando alrededor y robando la mermelada de la cocina? Mis hijos son unos desconsiderados.

 

-¿Qué es lo que te ha ido tan mal esta mañana?

 

-Gabriel. ¿Te acuerdas de él?

 

-Llevo años oyéndote decir que es el mejor alumno que has tenido jamás, y pronosticándole todos los éxitos habidos y por haber.

 

-El mejor alumno- repitió Julia -. Y no quiero decir el más empollón o el más trabajador. Sino el más inteligente y creativo. Nunca he visto otro estudiante con una mente tan clara y ordenada, y tan imaginativa. Tiene ideas cristalinas, si se puede decir así.

 

Ángela oyó una vocecilla bajo la mesa, y notó con agrado una cosa mullida que se frotaba contra sus sandalias. Abrió el yogur, puso un poquito en la tapa, y la depositó a sus pies. Al instante hubo dos gatos negros lamiendo el yogur. Eran muy jóvenes, una camada de esa primavera.

 

-Me alegro por él. ¿Qué es lo que te ha disgustado?

 

-Ha acabado la carrera con una nota media de 9,8. La más alta que he visto. Hoy ha venido a verme para hablar de su futuro.

 

-¿Y bien?

 

-Tu sabes que llevo meses proponiéndole que escriba una tesis dentro de mi grupo de investigación. Haría un trabajo magnífico.

 

-No lo dudo. Pero seguro que está muy solicitado.

 

-Esto es peor que un baile de muchachas casaderas. El cabrón de Carlos le ha propuesto incorporarse a su equipo, aunque sólo sea para fastidiarme a mí. Y la buena de Elena, siempre tan ocurrente, le sugirió que pidiera una beca Fullbright y se largara bien lejos de todos nosotros. ¿A qué viene esa manía de deshacernos de los mejores alumnos?

 

Ángela prefirió no contestar. Aunque hubieran pasado décadas de la aventura americana de Julia, aquel continuaba siendo un tema delicado.

 

-¿Y ya ha elegido pretendiente?

 

-Eso es. Ha tomado su decisión y ha venido a contármelo.

 

-Pues cuéntamelo a mí de una vez.

 

-El bueno de Gabriel, con su mente cristalina y su nota media de 9,8, que además habla alemán perfectamente porque su padre es alemán…

 

-¡Por favor, dímelo ya!

 

-Ha decidido no solicitar ninguna beca y no escribir ninguna tesis doctoral. Se ha puesto a trabajar.

 

-¿Le ha salido una buena oportunidad?

 

-Le han contratado en una residencia para enfermos de alzheimer.

 

-Ahora no lo entiendo. Creía que se había licenciado contigo en filología inglesa.

 

-Y así es.

 

-¿Y qué demonios tiene que ver con el alzheimer?

 

Julia respiró hondo.

 

-Pues resulta que mientras estudiaba, tuvieron que internar a su abuela. Gabriel la visitaba cada semana, y para entretenerla comenzó a leerle cuentos. Hasta que su abuela murió hace unos meses. Y ahora él ha decidido quedarse a trabajar en la residencia.

 

-Pero no tiene formación como enfermero.

 

-Ha organizado un programa de lecturas a los abuelos.

 

-Eso es… muy extraño – concedió Ángela.

 

-Es completamente absurdo. Los enfermos de alzheimer van perdiendo la memoria progresivamente, y a partir de un determinado momento, ya no son capaces de comprender una historia. Gabriel ha organizado un programa para leer a las personas que aún no han llegado a ese estado pero están a punto de hacerlo. Para leerles sus últimas historias. Las últimas que podrán entender, las últimas que podrán disfrutar y les harán reír o llorar, pero que en cuestión de meses olvidarán completamente. Eso es lo que va a hacer.

 

-Sus últimas historias…

 

-Sus últimas historias para sus últimos restos de memoria. Él dice que les regala fiestas de despedida de la literatura. Pero luego ni siquiera sabrán que se han despedido.

 

-Es tan extraño que me cuesta entenderlo.

 

-Pues es la razón por la que renuncia a una prometedora carrera en la universidad.

 

-Pero ese programa… ¿es idea de algún psicólogo?

 

-Se lo ha inventado él solo. Y en la residencia les gusta, y por eso le han contratado. Naturalmente le pagan una auténtica mierda.

 

Ángela no supo qué responder. Troceó su manzana y fue mojando pedazos con los dedos en el yogur. Los gatos se habían acabado su porción, se habían lamido y relamido, y jugueteaban unos metros más allá, a la sombra de unos tilos.

 

Julia estaba tan irritada que apartó su bandeja, con el segundo plato aún por acabar.

 

-Ese muchacho podría escribir una tesis en mi equipo, podría irse a Berkeley, podría hacer lo que quisiera. Y va a encerrarse en una residencia a leerles cuentos a los moribundos. Va a tirar su inteligencia a la basura. Y yo no he logrado convencerle de que no lo haga.

 

-¡Julia!

 

-Entiéndeme, por favor. Cualquier persona podría hacer ese trabajo. Es absurdo que lo haga él, que tiene un 9,8 y habla inglés y alemán. ¿Por qué tiene que hacerlo él? ¿Por qué no puede dejar que lo hagan otros? Él debería estar en la universidad investigando y enseñando.

 

-Quizás, simplemente, porque la idea se le ocurrió a él y porque quiere hacerlo- respondió Ángela, intentando calmar a su amiga.

 

-Sería distinto si me dijera que quiere ser maestro y enseñar a leer a los niños, leer con ellos sus primeros cuentos y verlos crecer y aprender. O sería distinto si me dijera que quiere recuperar viejos cuentos de la tradición oral y recorrer el país entrevistando a ancianos. Todo eso sería útil. Pero no, él quiere hacer algo inútil. Quiere leer los últimos cuentos a personas que se están muriendo. Gente que ya no tendrá memoria para retenerlos. Gente que no será capaz de recordar su nombre y darle las gracias.

 

-Comprendo tu disgusto, Julia, pero deberías respetar su decisión.

 

-Cuando una persona es tan inteligente, debe ser consciente de que tiene una responsabilidad especial. Debe hacer algo constructivo con su inteligencia. No tiene derecho a dilapidarla, no es un recurso que nos sobre. La sociedad necesita imperiosamente de personas como Gabriel, no puede dejar que se queden en un rincón.

 

-Cálmate, te lo ruego- Ángela, que comenzaba a sentirse incómoda con el tono de su amiga, puso un instante su mano sobre el brazo de Julia -. Tu estudiante tiene toda la libertad para emplear su inteligencia como prefiera. Además, si es tan inteligente, está capacitado para tomar sus propias decisiones.

 

-No lo está. A esa edad, los jóvenes están borrachos de idealismos y romanticismos. Gabriel no es lo suficientemente maduro como para comprender el valor de su propia inteligencia.

 

-¿Qué estás diciendo? ¿Qué el alumno más inteligente que tienes no es lo bastante inteligente para gestionar su inteligencia?

 

-Eso es. Como les sucede a algunos muchachos que son tan fuertes que no saben controlar su fuerza y acaban por hacerse daño o hacerlo a los demás. Para Gabriel la inteligencia es algo tan natural, que no puede apreciar el valor de su don y por eso lo dilapida. Gabriel no entiende que él es especial.

 

  -Mmmmm- Ángela volvió la vista hacia los tilos, le apetecía levantarse y estirar un poco las piernas.

 

-¿Te das cuenta?- continuó Julia -. Estamos en plena crisis económica. El 2010 es un año negro. Nos han reducido el sueldo, nos cortan los fondos para investigación, no hay financiación para la cultura. Nuestro país debe reinventarse, necesitamos un cambio de modelo, nuevas ideas, y cuando tenemos una persona inteligente que podría hacer algo bueno, decide invertir todo su talento en algo inútil.

 

-Espero que no hayas intentado convencer a Gabriel con esos argumentos.

 

-¡Claro que lo he intentado! Pero no ha servido de nada.

 

-¿Y qué razones te da?

 

-No ha querido discutir conmigo. Sólo me ha pedido que le ayude.

 

-¿Que le ayudes? ¿A qué?

 

-A hacer una lista de cuentos que funcionen bien como últimos relatos. Santo cielo, Ángela. Esa gente no le reconoce, no recuerda su propio nombre ni los de sus hijos, pero Gabriel les escoge cuentos que sean acordes con la personalidad de cada uno. Ha escogido Poe para una mujer que le parece misteriosa y valiente, Marsé para un anciano que fue policía local, Almudena Grandes para una cocinera, yo qué sé qué más me ha contado.

 

-Esas lecturas deben ser muy especiales- musitó Ángela

 

-Buf.

 

-Lo más probable es que en la residencia tengan a esas personas muchas horas delante de la tele, o jugando a esos juegos tristes en que los tratan como a niños. Que Gabriel les lea literatura es un gran regalo.

 

-¿Ahora te pones de su parte?

 

-Sólo pensaba que si yo sufriera alzheimer, querría encontrarme con alguien inteligente y sensible como Gabriel, que me leyera mis últimas historias. ¿Cuáles podrían ser? Vamos a ver. Creo que ya lo sé. Para despedirme de este mundo escogería Trenes rigurosamente vigilados de Bohumil Hrabal. Sería una buena despedida de la literatura y de la vida. Esa historia maravillosa de unos personajes grises y casi ridículos que luego, en el momento decisivo, lo dan todo y no temen a la muerte. O también me valdría Una soledad demasiado ruidosa. Sería una forma emocionante de decir adiós.

 

-Cuánto romanticismo trasnochado, no hay forma de que te modernices.

 

-A ver, mi moderna amiga, ¿qué preferirías tú?

 

Julia se removió inquieta, no le gustaba nada el juego que Ángela comenzaba a proponerle.

 

-Vamos, piensa- insistió su amiga -. Tu última historia.

 

-No sé. Algo de Iris Murdoch, quizás. Esa combinación de inteligencia, alegría vital e ironía.

 

-Ay, chica, qué intelectual. Deja de pensar siempre como una catedrática. ¿También te querrás morir como una catedrática? ¿No querrías algo más fresco y ligero?

 

-Como si Hrabal fuera fresco y ligero.

 

-Hrabal es extraño, potente. Capta lo absurdo de la vida, pero al mismo tiempo te llena de deseos de vivirla, y cuando llega a su fin, te da valor para acabar.

 

-Buf.

 

-Qué difícil decisión, ¿verdad? Lo último que leerías. La historia con la que te despedirías de la literatura, de las historias, de la memoria. El último sabor de boca. No me extraña que Gabriel haya venido a consultarte, debe ser muy difícil tomar esa decisión para otros, es una gran responsabilidad. Creo que deberíamos ayudarle.

 

-¿Quieres que le ayudemos a arruinar su futuro?

 

-Que le ayudemos a hacer mejor lo que ha decidido hacer. Seguro que hay muchos cuentos buenos que no conoce. Tú te lo has leído absolutamente todo, podrías echarle una mano.

 

-No pienso hacerlo.

 

-Pero si era tu alumno preferido. Le habrías dirigido su tesis. Habrías querido casarlo con tu hija pequeña. Que fuera el padre de tus nietos. Que te dedicara un libro en agradecimiento. ¿Por qué no ayudarlo igualmente, aunque haya tomado otro camino?

 

-No.

 

-¿Prefieres enfadarte con él, retirarle el saludo, dejarlo solo, que se enfade contigo, decepcionarlo? ¿Prefieres no saber qué será de él de aquí a unos años?

 

-De aquí a unos años habrá perdido todos los trenes.

 

-Sí, y nosotras nos habremos jubilado y nos sobrará el tiempo para perderlo en lo que queramos.

 

Los dos gatos jugaban bajo los tilos a perseguir una libélula azul. Ángela se quedó absorta. Julia le siguió la mirada, y también se quedó contemplándolos. Ambos saltaban tras las tentadoras alas azules en vano, y caían de nuevo. Ponían todas sus energías, incansables, saltaban de nuevo uno tras otro, alzando las patas delanteras, y luego se dejaban caer panza arriba y seguían moviendo las patas como si aún pudieran rozarla. La libélula revoloteaba sobre sus cabezas que la seguían fascinadas. Al fin se cansaron y se lanzaron a morderse y perseguirse uno a otro. La libélula continuaba revoloteando alrededor. Cuántas veces, desde que existe la vida, habrá habido dos gatos negros jugando a perseguir una libélula azul.

 

-El tiempo ha pasado muy rápido- murmuró Julia, mordiéndose los labios -. Cuando comencé a trabajar aquí, me horrorizaba la idea de pasarme toda la vida en la misma universidad. Pensaba que se me haría infinito, insoportable. Y ahora ya casi ha pasado. Y ha sido tan rápido.

 

-¿Recuerdas cuando éramos estudiantes? Las tonterías que llegábamos a decir, y cuánto nos reíamos. Y las veces que nos quedábamos a estudiar toda la noche en la biblioteca, y al amanecer salíamos a sentarnos en la hierba y nos bebíamos un chocolate.

 

-Sólo nos quedan tres cursos, Ángela. Estamos a punto de jubilarnos.

 

-Lo habremos pasado bien. Yo no tengo queja. Ha sido una buena vida. Y la tuya también.

 

-Mmmm.

 

-Y hemos hecho cosas valiosas. Tu libro sobre Iris Murdoch es maravilloso, tus manuales de introducción a la literatura han ayudado a mucha gente joven, y aquel librito que hiciste para que los padres lean cuentos a sus hijos es una delicia. Tus clases y tus programas de radio han ayudado a mucha gente a disfrutar aún más de la literatura. Y has cuidado bien de los tuyos y de un montón de perros, a pesar de tu mal humor.

 

-Ya, gracias. Pero me pregunto qué dejaré aquí. Me habría gustado dejar a alguien como Gabriel en mi lugar.

 

Ángela bostezó. El sol comenzaba a caer en una larga y lenta tarde de verano. Algunos chavales dormitaban sobre la hierba, la cabeza apoyada en mochilas y apuntes arrugados. De algún lugar llegaba un tenue olor a porrillo, que Ángela solía defender que era para ella como la magdalena de Proust. Bostezó de nuevo. Tenía por delante toda una tarde de pereza. En realidad podría tomarse también el viernes y el fin de semana para no hacer nada. Nada. Le apetecía un buen paseo a la sombra. Y luego un buen helado. Al sur del campus, pasados los últimos edificios, los prados se mezclaban con las estribaciones de la sierra. De allí partía un camino que seguía paralelo a un arroyo. La gente de la facultad de biología lo había acondicionado como un paseo para observar la fauna y la flora locales, pero no solía haber casi nadie. Recorrerlo era una hora y media de silencio, viejos pinares, chopos, sauces, cañaverales, alguna ardilla, algún que otro conejo, huellas de jabalí, viejos campos cultivados, cantos de pájaros que no sabía identificar, el rebaño de ovejas de la facultad de veterinaria y sus cinco perros pastores. Podía proponerle a Julia dar ese paseo juntas. Y de paso, podrían escoger unos pocos relatos para Gabriel. Buenos textos capaces de ser buenas despedidas de la literatura.

 

-Ven, Julia.

 

La cogió de la mano.

 

-¿Qué te parecería si…?

 

Y se marcharon las dos, camino adelante, hacia el sol de la tarde.

 

Y este es el cuento especial que he escogido para ti, querida María. Ojalá que te haya gustado. ¿Me dices que sí? Me alegro mucho. Si, si, se trata de dos buenas amigas. Si, eso es, lo has entendido. Es un cuento especial, un regalo de dos amigas. Me ofrecieron muchos cuentos, pero éste es mi preferido. En realidad no saben que me lo regalaron, me contaron una conversación y yo mismo la transformé en un cuento. Especialmente para ti. Lo escogí para ti porque me dijiste que añorabas mucho a tu amiga Victoria, ¿te acuerdas? Me contaste que trabajasteis juntas muchos años, que ya murió y que la echas de menos. Vamos, María, dame esa mano. ¿Te acuerdas de tu amiga Victoria? No, María, no soy tu hijo Esteban, soy Gabriel. Gabriel. ¿Me oyes? Acabo de contarte un cuento que te ha gustado. Te ha gustado mucho. Creo que todavía podría contarte algunos más, ¿verdad? ¿Me estás escuchando? Si, me aprietas la mano, sé que me escuchas. Todavía nos queda algún cuento más.