No es la estrategia, el objetivo general, lo que está en cuestión, sino el modo en el que se han efectuado este tipo de intervenciones en la vía pública, teñidas de urgencia e improvisación por el imperativo del covid-19. La táctica, precisamente. La pandemia obliga a la distancia social, y eso es un argumento a favor de la ampliación del espacio disponible para los peatones, aunque visto el uso que se hace de algunos espacios más bien parece una justificación sobrevenida. También la salud de los habitantes de las zonas urbanas polucionadas, así como la contribución a la reducción de emisiones a nivel global, hace obligado restar espacio a los vehículos más contaminantes (aunque también llevarían a favorecer a los de motor eléctrico, y el transporte público). Pero ambas necesidades no justifican que en la actuación emprendida hayan faltado consensos. La ejecución ha generado controversia entre urbanistas y arquitectos. Se defiende la intención y se reprocha la falta de claridad en los mensajes, la fealdad de algunos dispositivos, cierta frivolidad e, incluso, la peligrosidad que se atribuye a determinados elementos. En definitiva, una nota disonante en la ciudad del diseño y un exceso de confusión en donde debería prevalecer la claridad.